19. El placer no entiende de personas... hasta cierto punto

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Después de lo que ocurrió esta mañana, Gianni despareció del mapa. Ellie me avisó de que se quedaría fuera de la oficina, reuniéndose con algunos clientes que tenía pendientes, aunque podría habérmelo dicho él mismo a través del móvil de la empresa. En parte, me vino de perlas para revisar que el documento que le había robado con tanto esmero, que resultó ser simple lista de material de oficina. Me amargué unos minutos y luego fingí teclear en el ordenador mientras ponía en orden mis pensamientos.

Llegué a la conclusión de anteponer mi trabajo a lo que él significa en realidad para mí: mero placer sexual.

La tarde cae deprisa. Dejo encima de una bandeja de metal las gafas de sol, la mascarilla y la gorra que ocultan mi rostro a la hora de adentrarme en el Club 13. Paso al vestuario individual, donde me despojo de los tejanos ceñidos y de la camiseta gris básica, y visto el mono de látex negro a juego con la máscara de gato. Salgo rumbo a mi taquilla, guardo los enseres, y subo las escaleras que me separan de la realidad tras un telón violeta aterciopelado, dispuesta a arrancarme esta sensación agridulce del pecho con una nueva víctima.

En la barra no detecto a nadie «conocido», así que suelto un suspiro de alivio y me siento en uno de los taburetes. La música es envolvente, psicodélica, perfecta para recordarme que aquí no soy Anna. Lisa, Lisa, me repito. No voy a permitir que nadie me arrebate la libertad de ser Lisa. El camarero me pregunta si me sirve algo, yo le niego ladeando la cabeza porque lo que quiero que me sirvan son orgasmos a través de los que pueda vociferar gemidos, sacar de mi ser el estrés y la rabia acumulados.

—Parece que hoy no ha venido tu compañero habitual —me dice un joven que se ha sentado a mi lado.

—Yo no tengo compañero habitual —espeto intentando sonar indiferente.

Lo miro con desdén, menos mal que la máscara esconde las emociones. Viste de rojo, máscara negra sin rasgos fáciles y una diadema con cuernos en lo alto. Lo conozco dentro del club, fue uno de los primeros chicos que probé aquí.

—Cuánto tiempo, Lisa.

—Más de un año.

Leo no aparece, es cierto. O quizá esté perdido entre la multitud que baila alrededor del escenario embelesada por los stripteases. Ya no debería importarme con quién gaste sus noches en el club. Me pido un Manhattan, su cóctel favorito, en nombre de él y de todas las noches que disfrutamos juntos, para despedirlo como mi corazón me exige. En cuanto me lo sirven, lo ingiero de un trago, me incorporo y le sujeto la muñeca al disfrazado de diablo, que ha permanecido ausente todo este rato a la espera de que me decida. Está claro, aquí nadie se te acerca para hacer amigos. Nadie viene a socializar, es una de las principales reglas.

—¿Me acompañas? —formulo la pregunta clave, apática.

—Por supuesto.

Subimos a una habitación diferente a la mía habitual, de tonos azules por la luz de los neones en las paredes oscuras y sábanas del mismo color. Ni siquiera recuerdo el alias de este desconocido, solo sé que es alto, menos corpulento que Leo y tiene el cabello de un rubio castaño. Aquí no hay besos, no existe la conexión ni las sonrisas previas a un momento de complicidad. Me tumbo en la cama bocabajo sin quitarme las botas de tacón.

—Necesito calentar —le aviso.

—¿Te apetece un masaje?

Asiento en silencio. Un masaje estará bien para olvidar el roce de otra piel en la mía. Se acomoda sobre mis piernas, sus manos me agasajan los músculos en tensión, suben por mi espalda y me presionan la zona de los hombros. Luego descienden en dirección a los glúteos, me dejo tocar. Me dejo hacer, trato de disfrutar, hasta que sus dedos aterrizan en mis partes íntimas aún cubiertas por el mono y comienza a frotarlos contra mí. Me muerdo los labios conteniendo los gemidos que piden libertad cuando aumenta el ritmo. Cierro los ojos con fuerza. El placer no entiende de rostros o de personas.

Hasta cierto punto.

Hasta que la respiración entrecortada de Leo aparece en mi mente. Oigo la de mi acompañante y me imagino que es él. Entonces, los gemidos se apoderan de mi voz, exhalo agitada. Recuerdo su cuerpo desnudo, mezclo esa visión con el rostro excitado de Gianni. Con su mirada verde e implacable, el ceño fruncido mientras me besaba en su habitación. Qué demonios me pasa. Siento que puedo correrme pensando en él. Que mi placer se ha obsesionado con una sola persona. Estrujo las sábanas con los dedos como si quisiese arañarlas. Igual que deseo arañar su espalda, arañarlo a él y a esos recuerdos que me invaden la mente. Destrozarlos.

Me da media vuelta sobre la cama, aún sigo viendo la absoluta oscuridad. Sus dedos capturan el cursor de la cremallera y al bajarla siento mi cuerpo desnudo expuesto al ambiente espeso de la habitación. La cama se hunde mientras gatea hacia mí, me acaricia los pechos y comienza a lamerme los pezones. No puedo evitar imaginarme que es Leo quien lo hace. Gimo, pero mi cuerpo no lo reconoce. No responde.

¿A dónde ha ido el placer incondicional de este lugar?

Al abrir los ojos y ver esos cuernos de diablo, el placer se disipa. Me asusto. No de él, sino de mí misma. Lo aparto y me siento en el borde la cama, asfixiada por los jadeos que no le pertenecen a esta persona. Siento que me estoy fallando, que todo esto era lo que quería evitar.

—Lo siento —balbuceo consternada—. Me siento incómoda.

—¿Quieres que lo haga de otra forma?

Su voz, metálica tras el modulador de su máscara, me resulta odiosa. Me subo la cremallera de nuevo y me pongo en pie.

—Me encuentro mal —me excuso antes de marcharme de la habitación.

Recojo mis pertenencias de la taquilla, acelerada, me visto de Anna y corro al coche. Me monto en el asiento, cierro la puerta fuerte y grito y golpeo el volante con ambos puños hasta que me canso y pego la frente a él. Desde aquí veo el móvil de Digihogar dentro del hueco que hay bajo la radio del coche. Su número está ahí, lo guardé como «Gianniogro». Ojalá fuese capaz de enviarle un mensaje mandándolo al infierno, citándolo allí para que resuelva lo que empezó esta mañana, pero eso va contra de las normas de Digihogar. Y en contra del Club 13. Y en contra de Blupiso, a quienes les prometí que hundiría la vida profesional de Gianni.

Me río, cínica, encerrada en un coche que huele a jazmín y a feromonas desenfrenadas antes de poner en marcha el motor porque ahora solo me apetece dormir. Me he zambullido de cabeza en un pantano sin saber cómo conseguiría luego escapar.

¿Qué has hecho, Anna?

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora