50. Un eco lejano del pasado

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Nos montamos al tren. Misma disposición de asientos. Risas que celebran el pastizal que vamos a cobrar esta semana, como si todo se centrara en el dinero y nada en ese pedazo de nosotros que ha cambiado. Porque lo ha hecho, mucho, pero actuamos como si todo continuara igual. Mi corazón celebra otras cosas que no digo. Me quedo ensimismada mirando mi mano sobre la rodilla. El recuerdo es vívido. El tamaño de su mano grande en comparación con la mía más fina y minúscula.

A mitad de camino, Amber se queda dormida en mi hombro y cierro los ojos dejándome caer en su cabeza, inspirando el olor dulce que despide su cabello. Anoche, para cuando conseguí calmarme, el café se había enfriado. Recogimos nuestras cosas y regresamos al hotel en silencio. Gianni no se separó de mí ni un segundo. Como había imaginado, Amber no había llegado y Ellie estaba hecha un ovillo en la esquina de su cama, así que me puse el pijama y me acurruqué tras ella con el osito de peluche entre nosotras. La abracé con fuerza hasta que me quedé dormida.

Despierto en Madrid. Vuelta a la rutina. Nos despedimos con dos besos de cortesía antes de separarnos en la salida de la estación de tren. El segundo beso que Gianni planta en mi mejilla dura más de lo habitual. Disimulo la sonrisa que me invade por dentro y lo veo alejarse por la calle junto a Gerardo.

Las luces de mi coche parpadean en el parking. Tengo planes. Planes que he improvisado esta mañana al despertar, mientras hacía la maleta y guardaba la bola de ropa sucia en el compartimento exterior. Y quiero llevarlos a cabo sin pararme a pensar. Antes de dirigirme a mi apartamento, estaciono a las afueras de un centro comercial. Ignoro mis pensamientos de culpabilidad fijándome en el cielo nublado de hoy. Las puertas se deslizan dándome la bienvenida y giro a la izquierda, a la tienda de manualidades y bellas artes. No me distraigo demasiado. Echo en la cesta un set de pintura acrílica que incluye veinte tonalidades distintas. Me paseo por la sección de brochas. Luego, el delantal.

Suspiro. Me va a dar un infarto.

Es como si estuviese cometiendo un delito. Infringiendo las leyes que impuso la Anna Holloway de hace unos años. Intento serle fiel a la Anna de hoy, la que se propuso hacer esto al despertar. Pago todo lo que he metido en la cesta y me paso por el supermercado a por cervezas antes de volver al coche.

El trayecto al apartamento se resume en pequeñas crisis de ansiedad, pequeñas tentaciones de parar en un estanco a comprar tabaco que consigo resistir y muchas canciones de Halsey a todo volumen. En cuanto pongo un pie en el interior de mi apartamento, dejo la maleta y el abrigo de tela fina encima de la cama, esparzo las pinturas y brochas en la encimera de la cocina y me dispongo a arrastrar la estantería que tapaba la mancha gris de la pared.

Me saluda, imperiosa, resaltando el error que cometí aquel día.

Preparo los instrumentos con la música del móvil conectada a los altavoces y el delantal atado al cuello. Suena Lilith de Halsey y Suga. Subo el volumen. No es momento de pensar. Solo quiero escuchar. Las canciones de mi playlist y la melodía que resuena en mi interior como un eco lejano del pasado.

Empuño la brocha, sustituyo el gris de la pared por un negro profundo. Inundo esa parte de la pared del mismo color. Rebusco en la encimera y cojo otra brocha nueva, de menor tamaño, para los colores radiantes. Hace tantos años que no hago esto, que creo que mis manos no se acordarán de cómo trazar con precisión lo que veo en mi mente, pero me equivoco. Mis muñecas se mueven ligeras, ávidas. Diestras, como si nunca me hubiese apartado del arte. O como si hubiesen estado esperando una eternidad a que llegase este instante. Trazo por aquí, trazo por allá.

Después de un rato, me duelen los dedos de apretar la brocha. Porque lo hago con miedo, aunque ni el miedo me contiene. Saco una cerveza del congelador y le doy un sorbo que me congela la garganta. Cierro los ojos, recuerdo la noche anterior. Los colores, las formas, el espectáculo. Gianni me atropella por un segundo el corazón. Luego, me concentro en la pintura. Se me olvidan las necesidades básicas como comer a la hora de la comida o beber cuando se me acaba la cerveza y tengo sed.

Al caer la tarde, siento que he corrido en una maratón. El pulso a mil. Sudando a pesar de que las calles de Madrid están regadas de una impetuosa lluvia que hace horas que comenzó. Tengo que encender las luces para apreciar el resultado final.

El estómago me ruge hambriento. El móvil, con decenas de notificaciones ignoradas. La cabeza me da vueltas y las muñecas me tiemblan del sobreesfuerzo. Quizá también de la adrenalina que lleva correteándome el cuerpo desde que llegué. Todo huele a pintura, pintura y más pintura. Me observo las manos, embadurnadas de los colores del crimen. Soy yo, otra vez. La misma que fui. La de siempre. No, una mezcla de lo que fui en el pasado y de lo que soy en el presente. Alzo la vista al frente y, de los nervios, empiezo a reírme al contemplar el espectáculo de fuegos artificiales en la pared de mi salón.

Qué estás haciendo conmigo.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora