Tengo desde ayer, que Gerardo anunció el viaje a Valencia, un tic nervioso en la ceja que me está arruinando la existencia.
Esta semana sin Gianni se ha vuelto tranquila. Y, para sentirme aún más ajena a todo lo relacionado con él, he decidido trabajar en la zona abierta que hay en la planta inferior junto al resto de asesores inmobiliarios que no tienen despacho propio, así que van y vienen ajetreados. Anoto en mi cuaderno un piso que está a la venta en la zona de Teo, mi compañero de Blupiso y se lo envío al número personal. Me da las gracias adjuntando varios corazoncitos rojos al mensaje.
Es una lástima que hoy viernes no pueda desprenderme del estrés en el Club 13. No quiero repetir la experiencia del fin de semana pasado, ni con un desconocido que me haga desear que sea Gianni quien comparta la cama conmigo ni con el propio Gianni que despierte en mí emociones que me hagan odiar la soledad del domingo.
Una mujer que espera a ser atendida en uno de los sillones cercanos al escritorio de Ellie le cuenta que en las noticias han anunciado que este invierno nevará en Madrid y que será el mejor momento del año porque podrá aplastar la nieve bajo la suela de las botas que se compró para ir a esquiar a los Pirineos y que, por cierto, nunca utilizó por miedo a sufrir una lesión al caerse. La gente y sus miedos, pienso.
A mí me dan miedo las hormigas, por ejemplo. De pequeña me enfrenté a una decena de ellas cuando me manché el vestido de chocolate y me quedé dormida en el sofá de aquella casa vacacional que mis padres alquilaban en verano cerca de una montaña dispuesta para escaladores. Me despertaron las cosquillas de sus patas recorriéndome entera y, debido al miedo que sentí, no recuerdo más. Es pensarlo y me estremezco. Si se suben a tu cuerpo, son tan diminutas e invisibles que apenas puedes percibir por qué parte de tu piel están correteando. Se vuelven incontrolables. Y puede que ese sea mi mayor miedo: perder el control ante cualquier situación o ser.
Mis ojos se pasean por la pantalla del ordenador mientras hago oídos sordos a la charla de esa mujer que no deja trabajar a Ellie. Por desgracia, está tan enfocada en sus propias anécdotas (que a nadie desconocido le importaría) que no se percata de lo frustrada que está mi compañera.
Apago el ordenador, guardo el cuaderno en el maletín y aviso a Ellie de que saldré a comprarme algo sólido para desayunar que no sea el café de Digihogar a secas. Ella me pide un té del bar del frente para tener una excusa perfecta que le permita huir de esa mujer charlatana. El exterior me recibe con la misma brisa gélida que balancea las ramas de los árboles. Compro en una tienda cercana un sándwich de jamón y queso, un café frío, y me cruzo de brazos mientras hago cola en el bar del té. Una vez me lo sirven, me encamino deprisa a la oficina oyendo el sonido de mis tacones y las bocinas de los vehículos a lo lejos como música ambiental.
Me detengo a unos metros de la oficina al detectar el Jaguar R75 de Gianni aparcado enfrente. Parece que se ha dignado a venir hoy. Por inercia o porque quiero alargar el momento de calma interior antes de volver a toparme con él, saco el móvil y compruebo las notificaciones. Tengo un mensaje de Vero.
Vero:
He hablado con Kai, vamos a quedar
para cenar, ¿te unes?
Anna:
Lo siento, esta noche tengo cosas que hacer.
Vero:
Cosas como... ¿evitar a Kai?
Anna:
Cosas como no remover el pasado.
Vero:
Sabes que Kai no hará eso.
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©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)
RomanceEl presente de Anna está marcado por dos sucesos del pasado que la sentenciaron de por vida: el momento en que su padre sufrió un ictus y ella decidió abandonar su pasión por la pintura para trabajar, cuidar de sus padres y mantener a raya las deuda...