Entierro mi rostro en el cuello de Vero de forma automática cuando corro hacia ella y la apretujo entre mis brazos al verla llegar a la hamburguesería de Gran Vía. Le perdono el retraso de veinte minutos, me separo para que Sammy le dé un achuchón y me seco las lágrimas. Está increíblemente guapa, con el cabello recogido en una trenza oscura y el cuerpo ceñido a un vestido blanco de corte recto en las rodillas. Una espigada línea de eyeliner verde acompaña a sus ojos del mismo color y polvos rosados con diminutas partículas de brillo en las mejillas y nariz. Yo, en cambio, elegí un vestido negro de tirantes, ceñido hasta los muslos, con espalda descubierta y escote pronunciado.
Las comisuras me tiemblan, no saben cómo gestionar este reencuentro. Hace tanto que me alejé de los sentimientos profundos que tenerla de vuelta, en carne y hueso, congestiona mi sistema nervioso. Rememoran los viejos tiempos lanzándose algún que otro insulto cariñoso, igual que cuando íbamos al instituto y el estrés de los exámenes los convertía en seres insufribles, y nos reímos a carcajadas como los adolescentes que éramos por aquel entonces hasta que es nuestro turno.
Pedimos tres menús idénticos: hamburguesa doble, patatas fritas y refresco.
Luego, Vero se acerca y me envuelve de nuevo. Esta vez, con la ternura que me falta a mí. Había olvidado que sus abrazos me hacían olvidar todos los problemas, que eran mi hogar por aquellos tiempos. Y no os voy a mentir, el orgasmo de ayer me frio las neuronas y les ordenó a las pocas que sobrevivieron que esparcieran el nombre de Leo por cada recoveco de mi mente. Así que esto hace que su nombre flotando en forma de burbuja explote y se disipe en el aire.
Hay varios sofás de un azul pastel libres, escogemos el que está pegado al ventanal con vistas a la calle principal. Colocamos las bandejas con la comida y Sammy se ajusta la camisa de rombos rosas al tomar asiento enfrente de nosotras, encaja la barbilla entre sus manos y sonríe amplio.
—Qué perra, siete años sin pisar Madrid —canturrea satisfecho.
—Hemos pasado de un pub apto para menores de edad a una discoteca de siete plantas —menciona ella—. ¿Estáis listos?
—He ido a lugares peores —me río.
Es cierto, la última vez que salimos de fiesta fue a un pub de dos plantas, antes de que se fuese a Estados Unidos. Le prometimos al gorila que nos quedaríamos en la planta baja, la única apta para menores, pero se nos fue de la mano al romper la promesa. Subimos a la segunda y ahí nos liamos a arañazos y jalones de ropa con un grupo de niñas que intentaron humillar a Vero. ¿Resultado? Mi exnovio Kai, que por entonces no era más que el hermano mayor del chico que me gustaba, tuvo que hacerse cargo al ser uno de los camareros y nos llevó al hospital para que le cogieran puntos en el pie a Vero por haberse caído sobre un cristal.
—Esa noche fue un desastre —balbucea ella mientras digiere un puñado de patatas fritas.
—Fue espectacular —replico masticando un trozo de hamburguesa—. Tanto como para no haberla olvidado en todos estos años.
—¿Sabes algo de Kai?
La pregunta que esperaba, aunque no tan pronto. Sammy abre los ojos, espantado por lo que puedo llegar a decir. Es él quien pasó la parte más dolorosa de la ruptura conmigo. Niego con la cabeza.
—Algún que otro mensaje de vez en cuando —le quito importancia—. Ya sabes, se siente mal por lo que ocurrió.
—Se debería sentir peor por haberte abandonado cuando a tu padre le dio el ictus.
Ahí está, la ausencia de filtro que caracteriza a nuestro gran amigo. Pongo los ojos en blanco, este tema me roba la energía. No quiero recordar a mi primer amor, a la persona que me enseñó el mundo a color, prefiero quedarme con las experiencias que he vivido gracias a que la relación se zanjó.
ESTÁS LEYENDO
©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)
RomantizmEl presente de Anna está marcado por dos sucesos del pasado que la sentenciaron de por vida: el momento en que su padre sufrió un ictus y ella decidió abandonar su pasión por la pintura para trabajar, cuidar de sus padres y mantener a raya las deuda...