63. La melodía de su corazón

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No ha sido tarea fácil traer a Gianni en su estado actual al apartamento. Después de una ducha rápida, hemos llegado a la conclusión de que lo mejor será volver mañana a Madrid. No tiene que forzarse a hacer algo para lo que no está preparado. Así que, mientras descansa un rato, ojeo los vuelos disponibles para mañana y pido la cena a domicilio, un par de pizzas con una pinta irresistible. Solo espero que hayan entendido bien el pedido a pesar de mi nefasto acento de inglés.

La lluvia no da tregua. He cerrado el ventanal del balcón, pero el agua golpea impetuosa el cristal. Repaso el borde del vaso de té y suspendo la vista en las juntas de las baldosas del salón. Hay un diminuto agujero en una de ellas. No puedo evitar comparar ese agujero con las relaciones, las metas personales, los sueños... compuestos por tantas juntas que es casi imposible localizar la fuga. Aunque es fácil saber cuándo la hay. Los cimientos de la casa comienzan a agrietarse, el paso del tiempo y de las estaciones se transforman en humedad que escupe las baldosas. El suelo por el que caminas en cualquier de esos ámbitos se vuelve inestable. Y yo me acabo de dar cuenta de mi fuga.

Me duele el pecho. Demasiado. Como si fuese capaz de sentir el dolor de Gianni en mis carnes. Tenerlo hecho añicos en mis brazos sin poder hacer nada que lo ayude ha sido desgarrador. Sus lágrimas y su respiración violenta me han destrozado. Y me han revelado cuál es mi fuga entre nosotros. Porque si todo cuanto deseaba hace un momento era regresar al pasado para evitarle ese sufrimiento de por vida a Gianni, ¿cómo sería capaz de destruirle su carrera profesional, que es lo único que lo mantiene alejado de esto?

No, mi fuga es que Gianni ha llegado a importarme a un punto en que mi bienestar también depende del suyo. No podría vivir feliz y egoístamente mi vida sabiendo que he aportado mi granito de arena en destrozar la suya. Y, por primera vez, me planteo retroceder. Buscar otra manera. Quizá contárselo y llegar a algún acuerdo con él. Preguntarle por qué lo hizo, comprender sus razones.

De hecho, pienso en la romántica idea de que, después de todo, parece cosa del destino que nos vayamos a ir antes. Porque podré llegar a tiempo para detener a Sammy antes de que entregue los documentos en Blupiso. Ya he probado a marcar su número y está ignorando mis llamadas como le obligué a prometerme.

Le doy un sorbo al té de tila, que se ha enfriado, y me decanto por los vuelos que salen mañana por la tarde, así tendremos tiempo de volver a Nápoles en coche sin prisas y con precaución, sobre todo si continúa este torrencial. Compruebo la hora, el reloj marca las nueve y media. Suspiro hondo. Ojalá pudiese acelerar el tiempo y huir rápido de aquí.

Cuando el repartidor nos trae las pizzas, le pago en metálico y compruebo que mi inglés no está tan oxidado como creía. Las guardo en el horno y me acerco sigilosa a la cama para avisar a Gianni. Las comisuras se me tuercen hacia abajo al ver su espalda encorvada y recordar la cantidad de tatuajes sombríos que le recubre la piel. Está hecho un ovillo, como si fuese incapaz de protegerse del mundo que lo rodea. Me recuesto a su lado, imito su postura encajándome a su cuerpo y lo abrazo por la cintura pegando mi cara a su espalda. Oigo su corazón, los latidos irregulares que lo mantienen vivo a pesar de todas las desgracias que han marcado su vida desde pequeño, y no puedo evitar emocionarme. Sabía que no sería fácil, que existiría la posibilidad de que lo viera romperse, y aun así me ha dado el lujo de mostrarme su vulnerabilidad. La vista se me torna vidriosa. Cierro los ojos y lo abrazo fuerte.

—Gracias por dejarme acompañarte a un lugar tan doloroso para ti —musito para no despertarlo. La voz me tiembla—. El día en que pensaba que no podría soportarte ni un minuto más y fui a pedirle a Gerardo que me cambiase de compañero, me dijo que somos más parecidos de lo que yo creía... Lo cierto es que te tenía tanta tirria que imaginar que nos parecíamos me hacía hervir la sangre, pero me alegro de que Gerardo sea tan testarudo y no cediese.

Paso el otro brazo por debajo de su cintura y lo rodeo con ambos. Inspiro fuerte el aroma a champú y suavizante que despide su camiseta de pijama. Incluso estando rota, me siento llena a su lado.

—Hace muchos años que mi primera y única relación se fue a pique porque mi exnovio Kai estaba demasiado ocupado con la empresa familiar. No podía dedicarle tiempo a la relación. Él fue enfriándose y yo fui resintiéndome. Cuando mi padre sufrió el ictus, Kai no supo estar para mí. Ese fue el golpe más duro que había recibido en mi vida: sentir que perdía a dos seres queridos al mismo tiempo. Desde entonces, me dediqué a construir un muro alrededor de mi corazón. A no dejar que nadie penetrase en mi mundo porque solo así podría cuidar de mí y de mis padres. Siempre me ha costado mostrarles a los demás lo vulnerable que soy, dejarme cuidar por otros. Por eso valoro mucho que me hayas permitido ser tu compañera de este viaje.

Froto mi frente en su espalda como si intentase esconderme del peso de mis palabras. Me da vergüenza decir esto en alto. Admitirlo. Pero me apetece hacerlo real y no quiero desaprovechar ninguna oportunidad. Porque he aprendido que el destino es caprichoso. Que hay que vivir los abrazos y las palabras al máximo, porque nunca sabremos cuándo será la última vez que podamos pegar la oreja a la espalda alguien a quien amamos y tengamos la suerte de sonreír mientras escuchamos la melodía de su corazón.

—Nunca entró en mis planes conocerte, pero creo que llevaba mucho tiempo deseando conocer a alguien como tú.

De pronto, sus manos acarician las mías y me entrelaza los dedos con fuerza. Abro los ojos, avergonzada por todo lo que le he confesado creyendo que estaba dormido y asustada de que se percate de la intensidad de mis latidos contra su espalda.

—No entiendo cómo ese tarado pudo dejarte escapar —susurra con voz ronca.

Y así disipa mis temores y me arranca una sonrisa débil. Se da la vuelta y me acoge entre sus brazos. Enseguida hundo la cara en su cuello. Nuestras piernas se enredan y nuestras manos abarcan la espalda del otro en un abrazo que me llena el alma de paz. A la mierda las pizzas, no quiero moverme de aquí jamás. Mi cuerpo se relaja poco a poco, los músculos se destensan y siento una ola de tranquilidad perdida en el aroma de su piel y en el ritmo de su respiración que me desconecta del mundo.

De las palabras que se me quedan suspendidas en los labios.

Te quiero.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora