20. Nada fácil merece la pena

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Veo bailar las hojas en las ramas de los árboles que conforman la colina que hay detrás de mi antiguo hogar, donde ahora viven mis padres. El viento las azota; algunas caen, otras resisten la tempestad. No puedo evitar sentirme identificada con las que terminan cediendo a la presión del aire como si hubiesen perdido la fuerza necesaria para seguir ahí, sin saber que ello forma parte de la propia vida. ¿Qué habría sido de mí si, en lugar de empezar a estudiar Bellas Artes, hubiese estudiado Administración de Empresas? Yo sabía que mis padres querían mantener el negocio, el restaurante, hasta que alguien pudiese encargarse de él para así ellos jubilarse.

Sin embargo, decidí estudiar lo que me apasionaba. Y aquí estoy, sentada en la mesa de la cocina desde la que puedo contemplar la colina, oyendo cómo mi padre solloza en el salón porque no quiere comerse el puré que mi madre le está dando porque se lo han recetado los propios médicos. Son las vitaminas que su cuerpo necesita ahora que apenas puede valerse por sí mismo, pero él se resiste a aceptar su nuevo destino. Yo me caí del árbol hace muchos años, cuando guardé todo lo relacionado con el arte en la habitación de esta casa, abandoné la carrera a un año de graduarme y me busqué el empleo con el que sabía que podría ganar suficiente dinero para cubrir todos los gastos e independizarme.

Estiro el brazo sobre la mesa, mi meñique roza la botella de agua fría y me humedece la piel. Lo dejo ahí, enfriándose mientras el agua se calienta y observo a una mujer que ha sacado a pasear a su perro por la colina. El cielo está adoptando tonos índigos con amplios trazos cobrizos en la parte inferior, donde ya apenas se puede apreciar el sol. La vibración del móvil me devuelve a la realidad, compruebo que es un mensaje de Vero y cojo las llaves y el cigarrillo electrónico para bajar al jardín antes de que ella suba.

Al pasar por la entrada, veo a mi madre frustrada sujetando una cuchara que mi padre ha dejado a medias. Me cuesta la misma vida estar presente en esos momentos como lo estuve en esos días. A diferencia de lo que podría creer cualquier persona, este tipo de escenas no se superan con el tiempo, a mí me duelen igual o más. Y en parte incluso me siento culpable por huir de esta manera, ausentándome en otro lugar de la casa o desapareciendo hasta que haya terminado de sufrir por su estado actual y mi madre le haya limpiado las lágrimas.

El reflejo que me devuelve el espejo de la entrada es el de una joven que parece asustada de su presente, viste leggins grises, camiseta holgada rosa y unas zapatillas deportivas blancas con franjas amarillas. El cabello, recogido en una diminuta trenza de la que se escabullen cientos de pelos teñidos de rubio.

Le abro la puerta del residencial a mi mejor amiga, que trae la melena oscura suelta y contrasta con el color menta de su camiseta de tirantes, y nos saludamos con un efusivo abrazo que me aporta la alegría que necesito. Ella no pregunta por qué me siento en las gradas frente al jardín, sino que me acompaña abriendo un paquete de golosinas y me ofrece una. Le pego una bocanada de humo al vaper y exhalo hondo hacia arriba, observando la densidad blanca mezclándose con el olor a flores. Luego, me como la golosina que sabe a plátano.

—¿Estás bien? —se preocupa Vero posando su mano sobre la mía.

Le sonrío, aunque creo que no sirve de mucho.

—Están siendo días duros.

—¿Alguna novedad en el curro o...?

—Es mi padre. Está cenando, ya sabes que me resulta difícil oírlo llorar.

—Lo sé, Anna —dice torciendo la boca en un gesto triste.

—Y el curro... Bueno, hay algo más importante que no te he contado en todo este tiempo.

Vero abre los ojos, sorprendida, y enseguida arruga el entrecejo porque odia que le oculte cosas. Voy a quebrantar una regla más, pero ya no me importa. He roto tantas en un mes que me superan las ganas de desahogarme con la única persona en el mundo que aún me escucha. Me explayo. Le cuento todo sobre el Club 13, mi adicción al sexo estos últimos años como vía de escape al estrés que he sufrido por haberme sometido a mi trabajo de forma intensiva, al sentimiento de culpa por prohibirme pintar porque creía que hacerlo me terminaría desviando de la rutina diaria. Trabajo, sexo, trabajo... Me alejé de los sentimientos, del arte. Y ahora, de repente, siento un incontrolable deseo de expresarme a través de la pintura y una extraña conexión con alguien a quien le cedí toda mi intimidad en el club, con quien incluso sentí algo de exclusividad, y que ha resultado ser esa persona.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora