31. A veces, ganar es perder

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La noche transita despacio. Tortuosa. La ciudad refulge tras el ventanal que hay delante de él e ilumina la habitación lo suficiente para apreciar el color claro de los muebles o la silueta de él. Como imaginaba, la venganza ha sido contraproducente porque ahora soy incapaz de dormirme, aunque me pesen los párpados. Gianni está de espaldas a mí, cubierto por el edredón blanco que estamos compartiendo. Puede que me invitase a dormir con intenciones ocultas más allá de darme una pastilla para contrarrestar el malestar que me había inducido el alcohol y no dejarme sola en ese estado en mi apartamento. Sin embargo, no ha dado señales de intentar algo más allá conmigo de cuidarme aun estando sobre el mismo colchón a centímetros el uno del otro. «Cuidarme». Como cuando me ha protegido de la caída en el baño. Suena fuera de contexto teniendo en cuenta quiénes somos.

Y, aun así, me sigo preguntando por qué está aquí en lugar de haber asistido a las típicas fiestas nocturnas de los viernes en el Club 13. O por qué yo estoy aquí vestida con una camisa ancha de él en lugar de haber hecho lo mismo. Me pregunto por qué estamos aquí. Por qué teniéndome cerca se limita a dormir. Contemplo su nuca, adornada por ese símbolo en japonés y el cabello corto que se hace más largo a medida que alcanza la coronilla por el degradado.

Sin pensarlo demasiado, extiendo la mano y le acaricio con el dedo índice los trazos de tinta en la nuca. Sus hombros desnudos y anchos se estremecen ante el contacto. No sé qué pretendo hacer, tampoco me lo cuestiono.

—¿No puedes dormir?

—Algo así —susurro escueta, cuidando el silencio que nos envuelve y, a veces, es interrumpido por resoplidos secretos.

Gianni se da media vuelta despacio. Tan despacio como observa mi mano, que ha quedado suspendida en el aire, y la sujeta entre las suyas hasta que su mirada recae en la mía. Un océano cristalino al que da miedo saltar por la profundidad que alberga, pero que a todos nos gustaría experimentar en algún momento.

—Estás helada.

Aprieto los labios, asiento cabeceando. Tengo miedo de que el roce entre nuestras manos persista demasiado tiempo, de que inicie una guerra en mi corazón y luego en mi mente, así que la recojo bajo mi mejilla y él imita el gesto.

—¿Qué significa el tatuaje en tu nuca?

—Supervivencia —dice en tono grave.

—¿Supervivencia? ¿Supervivencia a qué?

—A los golpes de la vida.

Veo dolor en la expresión que reprime mientras se pasea por las pecas de mi rostro. Esas que años atrás me causaban tanta inseguridad. Siempre he pensado que escarbar en la oscuridad de los demás hace que, quiera o no, termine empatizando con sus sombras. Tengo claro que nada de esto debería estar ocurriendo, conocerlo mejor, querer saber qué secretos alberga o memorizar el significado de sus tatuajes. Rascar en la superficie de lo que le muestra al mundo, en lo oculto tras la fachada, que es en realidad eso que lo hace único. Que nos hace únicos a todos. Pese a tenerlo tan claro, me es imposible parar ahora.

—¿Y qué golpe de la vida te tintó ese símbolo?

—El golpe de la realidad. Creer que mi realidad era y sería de una manera y presenciar cómo se iba derrumbando todo lo que había construido a mi alrededor.

Una punzada me encoge el corazón. Entiendo ese sentimiento. Entiendo ese dolor que cuesta asumir porque formará parte de nosotros hasta el final de nuestros días. E incluso me remueve por dentro ver cómo el pecho se le infla profundo al coger una bocanada de aire porque los recuerdos se le hacen grandes. Entiendo que no quiere seguir hablando de ello. No lo culpo, ni siquiera tenemos la confianza necesaria para mostrarnos nuestras heridas más diminutas.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora