38. Un simple roce ajeno al resto del mundo

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Soy la primera en llegar a la estación de tren. El silencio y el vaho de mi aliento se arremolinan juntos en el aire gélido de la mañana. Gerardo nos dijo que debíamos estar aquí a las nueve. Miro por decimotercera vez el reloj gigantesco adherido a la pared de la estación. Apenas son las ocho y media. Quizá me he precipitado al venir con tanta antelación.

Hay varios bancos de hierro libres, coloco mi equipaje a la derecha de uno de ellos y reprimo un quejido malhumorado porque está literalmente helado. Hundo la barbilla en mi bufanda de franela color rosa palo a juego con el traje de chaqueta burdeos y escondo las manos entre mis piernas. Tengo frío.

Me encanta el otoño, y el invierno más, pero el frío siempre me ha entristecido. Pasar frío, sentirme a la intemperie, esperar la llegada de alguien mientras el cuerpo me grita que encuentre un lugar más cálido y reconfortante. Supongo que es una reacción psicológica inevitable. La mezcla de la soledad con el frío nunca ha sido buena para mí. No desde que mis padres compraron el restaurante y, debido a clientes de última hora, me congelaba fuera del colegio esperando a que ellos me recogiesen. Recuerdo que veía a mis compañeros de clase corriendo entusiasmados hacia los coches o sujetos a las manos de los padres que se volvían a casa en tren. Los primeros ni siquiera pasaban frío; los segundos, sí, pero lo hacían acompañados, sonrientes y llenos del cariño de esa cálida acogida. En cambio, yo era una mera espectadora sin nada de eso que sabía que, como mínimo, me dolerían las puntas de los dedos cuando viniesen a por mí.

No digo que mis padres no me quisieran. Lo hicieron y lo hacen a su manera. Sin embargo, para ellos era más importante asegurar el futuro económico que el presente familiar. Por eso crecí siendo una loba solitaria que se entristece al pasar frío. Que se encerraba en su dormitorio pintando y apreciaba la vida en blanco y negro hasta que se reconstruyó a sí misma a través de un amor que luego volvió a priorizar el trabajo por encima de ella.

Suspiro, hastiada.

Reencontrarte con una persona importante del pasado es como abrir la caja de Pandora. Nunca sabes de qué manera te va a joder el presente porque a veces ni siquiera eres consciente de algunas heridas que siguen abiertas o de otras que se animan a abrirse poco a poco para que les prestes atención.

—¡Anna! ¡Anna!

De pronto, siento una imaginaria ola de calor expandiéndose por mi cuerpo al oír la voz cantarina de Amber llamándome desde la lejanía. La detecto junto al andén con esa maleta rosa chillón de ayer, vestida de traje de chaqueta verde. Las enormes gafas se le tambalean al hacer aspavientos para que la vea, al contrario de Ellie, que está a su lado envuelta en un elegante abrigo negro y con la manos en los bolsillos sin moverse ni un centímetro. Tras ellas aparecen Luca, Gerardo y... Gianni.

El apuesto e inquebrantable león de Digihogar.

Hago caso omiso a mi descontrolado corazón, los saludo de forma natural y entramos al tren en cuanto abren las puertas y anuncian que la salida se efectuará en cinco minutos. Nos dividimos por parejas. Como Ellie es la administrativa, no duda en sentarse junto a Gerardo para seguir debatiendo cuestiones de la oficina. Amber se coloca a mi izquierda cuando escojo el asiento que está pegado a la ventana, y Luca y Gianni, enfrente de nosotras respectivamente. Los kilómetros que nos separan de nuestro destino se van sucediendo en paisajes llanos, donde no hay montañas, y campos de cereales que van turnándose con los arbustos bajos que van perdiendo el verde vivaz cediéndole el paso al otoño. Noto el peso de la cabeza de Amber apoyándose en mi hombro izquierdo porque se está quedando dormida. A mí también me relaja este ambiente sigiloso e íntimo, inmerso en una combinación de los distintos perfumes que usamos quienes habitamos el vagón.

A veces, me atrevo a desviar la mirada de los paisajes para observar las facciones marcadas de Gianni como si fuese un desconocido. Luca y él conversan despreocupados, se nota que van a ganar. En este viaje generarán las comisiones que ganarían en un par de meses si se tratase de una venta normal. Yo también comisionaré, pero no me importa porque esa oficina nunca será mi lugar. La mandíbula se le tensa cuando a Luca se le escapa una breve carcajada que rompe la monotonía silenciosa, y aparto la vista de él siempre que creo que va a atraparme. Hasta que ambos dejan de hablar porque creo escuchar que Gianni se marea en los trenes, se cruza de brazos y cierra los ojos intentando dormir.

A los pocos minutos, Amber despierta de la cabezadita y empieza a contarme que una vez fue a Valencia con su exnovio porque él solía visitar a sus amigos, pero que en realidad le estaba poniendo los cuernos. Se enteró allí mismo de la noticia. Ahora le desagrada la idea de pisar esas tierras de nuevo. Le comparto una confidencia, la de mi historia con Kai. Esa ciudad también me arrebató aquella relación.

—Tranquila, estamos juntas en esto —me dice entrelazando una mano con la mía—. ¿Has tenido muchos novios aparte de él?

—Solo uno.

—¿Solo uno? —interviene Luca abriendo los ojos como si hubiese perdido la cabeza.

—No sabía que tuvieses la patética afición de entrometerte en las conversaciones ajenas —le ataca Amber.

—Sí, solo uno —repito para detener la discusión antes de que comience—. No me gusta el compromiso con cualquier persona. Prefiero ser libre, dedicarme a mi trabajo y disfrutar a mi manera.

Y sí, con «a mi manera» me refiero al Club 13. Luca señala a Gianni con el pulgar y empieza a reírse alternando sus ojos entre nosotros dos.

—¡Sois iguales! —dice en tono vacilón—. ¿Será eso por lo que os lleváis tan mal?

A decir verdad, no encuentro una respuesta. Ni siquiera sé cómo nos llevamos ahora. Por inercia, mi atención recae en Gianni y él abre los ojos despacio para hacer lo mismo. ¿Ha estado atento a nuestra conversación todo el tiempo? Nos sostenemos la mirada unos segundos. Un destello de conexión en medio del traqueteo constante del tren. El contacto visual se vuelve intenso, pero es él quien decide cortarlo. Descruza los brazos, apoya el codo en la ventana y la mejilla en su puño.

—No nos llevamos tan mal. Y cuidado con lo que dices, te recuerdo que soy su supervisor y tengo el deber de protegerla de bocazas como tú —comenta recostándose y redirigiendo la mirada al paisaje que le ofrece la ventana.

Su rodilla roza la mía. Podría apartar la pierna y supongo que él también. Sin embargo, permanecemos quietos en nuestra postura porque, al menos yo, sé que es lo único que puedo tener de él. Un simple roce ajeno al resto del mundo. Y agradezco que las vistas le parezcan más interesantes que mi rostro, porque de repente me siento minúscula al percatarme del inmenso ardor que se me ha instalado en las mejillas. Lo resuelvo fingiendo que se me ha metido algo en el ojo, Amber lucha por encontrar la voluta invisible y Luca empieza a burlarse de las palabras de Gianni diciendo tonterías como que sabía que terminaría ablandándose con la nueva. Al otro lado Gerardo y Ellie, ajenos a nosotros, comparten algunas carcajadas sigilosas, supongo que sumidos en esos asuntos de trabajo que tanto les gustan.

Mentiría si dijese que, sin darme cuenta, una ínfima parte de mí ha comenzado a integrarse. Que siento una cálida familiaridad hacia este grupo de asesores de Digihogar. Una parte de mi corazón se siente a gusto con ellos. La otra, sin embargo, me advierte que ninguno de ellos me mirará a la cara cuando destruya la reputación de la empresa. Cuando mis reportes despidan a Gianni, el asesor que, al igual que mi figura en Blupiso, es el sustento principal de Digihogar.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora