Abro los ojos como si hubiese estado atrapada en una pesadilla y aspiro con brusquedad, la misma con la que Gianni alza la cabeza. Estaba recostado en la camilla. Tiene la barba algo crecida, quizá de un par de días, y el pelo alborotado. Entrecierro los ojos, la luz me está cegando. Su presencia me ofrece sombra. Me besa la frente y me recoge el mentón entre sus manos.
—¿Se puede saber dónde estabas?
—En un cielo negro —balbuceo.
Él sonríe. Tengo la boca seca como un zapato de esparto.
—Dame un segundo, llamaré a las enfermeras.
Sigo sin poder pensar con claridad mientras el médico me examina por segunda vez en lo que va de tarde. Abro la boca, el bajalenguas me produce arcadas. Enfoco el punto cegador de su linterna. Respondo preguntas. Me sonríen. Todo está bien, solo he sufrido un latigazo cervical y algunos puntos en el hombro izquierdo porque el cristal de mi coche estalló y un fragmento aterrizó cerca de mi clavícula. Se ahorran cualquier detalle del accidente. Sigo sin poder preguntar qué día es hoy.
Por fin nos quedamos a solas. Gianni me ofrece un zumo de naranja. Rompe la envoltura de la pajita y la hinca en el zumo. Sorbo despacio e intento relajarme saboreando cada nota cítrica, pero tengo un cúmulo de malas sensaciones y nervios en el estómago que me está matando. Demasiadas preguntas y ese maldito miedo a conocer las respuestas. Hago memoria, recuerdo el último momento. La preocupación de haberme marchado sabiendo que Gianni se quedaba a solas con Hazel. Esa sonrisa después del mensaje. Justo antes del accidente.
—Gianni —lo llamo aferrándome a la manga de su jersey azul arrugado. Ahogo un gemido de dolor al mover el brazo—. ¿Y Hazel?
—Ingresada. Se... autolesionó cuando la amenacé con una orden de alejamiento.
—¿Y mis padres?
—Tranquila, nadie sabe nada. Gerardo y Ellie son los únicos que están al tanto para poder gestionar las faltas.
Gracias a Dios. Trago saliva. ¿Estoy preparada? Lo estoy.
—¿Qué... día es hoy?
—Lunes.
El corazón se me dispara. La máquina a mi izquierda se lo revela al mundo. La carpeta. Le pido mi móvil, que se ha salvado con la pantalla hecha añicos. Funciona. Parece que tiene batería porque se apagó del mismo golpe. Notificaciones por doquier. Busco la conversación de Sammy. Casi me tiro el zumo encima. Los latidos se tornan pesados y huecos. «Paquete entregado». Me muerdo el labio inferior con la vista empañada.
—¿Has hablado con Gerardo? —inquiero con la voz rota.
—Poco, pero sí.
—¿De qué?
—Me hizo preguntas sobre el accidente. Le dije que habías tenido un problema para controlar el coche por la borrasca y me contestó que el problema lo tendría yo cuando volviese a la oficina.
Las náuseas se me acumulan en la garganta. Muevo los dedos cuidadosamente, le acaricio los suyos y una lágrima se me desborda al parpadear. Me pregunto por qué la vida se empeña en arrebatarme todo lo que amo.
—Lo siento...
—¿Estás bien? ¿Qué te ocurre, preciosa?
Me seca la mejilla con el pulgar. El reflejo de sus pupilas me devuelve la imagen de una chica que parece estar condenada a perder todo aquello que le llena el corazón. O quizá esa chica perdió el norte y apunta a la dirección equivocada siempre. Puede que deba comenzar a hacer las cosas de forma distinta. Me sorbo la nariz. Quiero ser sincera y real, llena de emociones, de colores y de heridas por arriesgarme a vivir. Que hoy sea el día en que pueda ganarlo todo, aunque lo pierda antes. Me armo de valor, se acabó el seguir huyendo o caminando a las espaldas de los demás.
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©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)
RomanceEl presente de Anna está marcado por dos sucesos del pasado que la sentenciaron de por vida: el momento en que su padre sufrió un ictus y ella decidió abandonar su pasión por la pintura para trabajar, cuidar de sus padres y mantener a raya las deuda...