Alza una mano y empieza a trazar un caminito con su dedo índice desde mi frente hasta los labios, donde aterrizan sus ojos mientras me acaricia el labio inferior con el pulgar y me recoge el cuello con el resto de sus dedos. Suspiro un quejido. Sus caricias me derriten. Son pura adicción, y me aterra admitir que el sexo no sea lo que nos une. Admitirle que sí, que dejaría que un hombre como él entrase a mi vida. Desvío la mirada a un lado cuando la distancia entre nosotros es tan mínima que su respiración se estrella en mi boca, como si eso pudiese ayudarme a ignorar cuánto lo deseo.
—Deja que suceda, Anna.
—Que suceda... ¿el qué? —me tiembla voz.
—Todo lo que estás evitando al desviar la mirada cada vez que te miro los labios.
—No estoy evitando nada.
—Anna...
Me sujeta la barbilla incitándome a que sea lo suficientemente valiente para mirarlo a los ojos sin vacilar y yo me pregunto dónde se ha metido la Anna que sería capaz de hacer eso.
—Me estás evitando a mí.
—Eso es mentira.
—Eso sí que es mentira —dice escupiendo una sonrisa de resignación.
—Demuéstralo.
—No apartes la mirada.
La ridícula discusión de críos acaba en cuanto me pierdo en la profundidad de sus pupilas. El hecho de mantenerle la mirada a la persona que me hace perder los papeles, memorizar el espesor de sus pestañas, las luces vibrantes de la noria que se reflejan en el brillo de sus ojos, el ritmo sigiloso al que mueve las pupilas mientras me observa en un instante íntimo... lo empeora todo. Porque me despierta sensaciones que me conectan más a él. Al alma. Al corazón. A eso que hay más hondo de la superficie, de la piel.
Estoy tan sensible en este momento que, cuando sube la otra mano a mi cuello, el roce de sus dedos me eriza la piel. El muy astuto esboza una sonrisa irresistible al percatarse de ello. Y sigue ascendiendo hasta acariciarme la clavícula, el mentón y recogerme la mejilla. Se acerca, soy incapaz de dar un paso atrás. Su respiración se funde en la mía y, entonces, se queda ahí. Suspendido a un centímetro de mí, ahondando en mi alma con sus ojos claros, retorcidamente cerca.
Tengo el corazón desbocado, una vocecilla suplicándome que sea yo quien dé el paso porque me muero de ganas por besarlo y otra gritándome que debo detener esto antes de que mis latidos se familiaricen con este ritmo frenético que solo me provoca su presencia.
Me da mucho miedo sentir.
Me da aún más miedo sentir lo que estoy sintiendo hacia él.
Aprieto los labios. Pienso en cuánto lloré cuando Kai me dejó atrás. En Blupiso. En mis padres. En la pintura. En el maldito momento en que se les ocurrió la idea de comprar ese restaurante. Ese momento me condenó para siempre. Una brisa furiosa se entromete entre nosotros. Lo huelo. Su olor corporal, el perfume de siempre. Y me rindo. Me rindo a él, a sus caricias, a su voz, a su mirada y a todos los huracanes que cobran fuerza en mi interior cuando soy la culpable de alguna de sus sonrisas. Me impulso despacio hacia delante y atrapo su aliento agitado al posar mis labios en los suyos. Nos besamos lento y húmedo, más profundo que nunca. Un jadeo corto, anhelante, le trepa la garganta antes de que enrede su lengua y se apropie de mi gemido. Entonces, un estallido repentino ilumina el cielo negro. Se despliega en mil colores que caen en cascada y se desvanecen en la lejanía. Uno tras otro, pintando el lienzo oscuro de tonos salvajes mientras Gianni hunde los dedos en mi pelo acercándome más porque no le basta con tenerme pegada a su cuerpo. A mí tampoco, quiero más y más.
Unimos nuestras frentes un segundo, el mismo que separamos nuestros labios para sonreír tonta y nerviosamente. Me falta la respiración. Le contemplo los labios enrojecidos, coloreados por los fuegos artificiales que rompen la oscuridad del cielo y me doy cuenta de cuánto los echaba de menos. Los perfilo con mi dedo, no sé en qué momento se han vuelto tan suaves ni cálidos como hoy. Y de pronto, la visión se me torna vidriosa impidiéndome que pueda seguir aprendiéndome cada centímetro de su rostro. Sabe que algo va mal. Veo confusión en la suya.
Y entre la desesperanza y los colores palpitantes en la noche, empiezo a derrumbarme en sus brazos, trocito a trocito, aunque sea imperceptible a simple vista. Mi impotencia se transforma en una diminuta lágrima que se desliza intrépida mejilla abajo hasta deshacerse en la yema del pulgar de él. Pienso que Gianni se va a asustar de mi sensibilidad, que se alejará en cuanto la descubra porque sé que odia al tipo de chica que soy en el fondo: sensible, pintora y problemática. Sin embargo, hace lo contrario. Todo se apaga, enmudece. Los fuegos artificiales más tristes y, a la vez, jodidamente bonitos de mi vida. Me abraza con la fuerza que necesito en este momento mientras me acoge la cabeza en su mano intentando tranquilizarme. Entierro el rostro y todos mis sentidos en su cuello, reconfortante y con un ligero aroma amaderado.
—¿Es por ese ex? ¿Con el que se terminó todo en Valencia?
Sopeso la opción de serle honesta, confesarle que no puedo sacarlo de mi mente, no a mi ex, sino a él. Que se ha colado en mi jodida vida y está alborotando todo lo que me he obsesionado en ordenar estos años. Pero recuerdo mi papel, el de la mentirosa, y me encojo de hombros.
—¿Quieres contarme qué pasó con él? —pregunta con voz quebradiza.
—Es una historia muy larga.
—De acuerdo, no tienes que hablar de ello si no quieres.
—Estoy... perdida.
—Sabes que eso es mentira. Estás aquí. Conmigo.
—Y tú sabes que no me refiero al sentido literal —mascullo contra su hombro.
—Escúchame bien, Anna. —Se echa hacia atrás para acunarme el mentón entre sus manos y me limpia el rastro de lágrimas—. No sé qué demonios pasó con ese tío ni qué pasará ahora por esa increíble cabecita que tienes, pero estoy aquí contigo. Y no, yo tampoco me refiero al sentido literal, me refiero a que puedes contar con mi apoyo. Dame tu mano.
Me muestra la palma de su mano con los dedos extendidos y me invita con la mirada chispeante a que participe. Como si estuviésemos a punto de hacer una promesa imperceptible, abro mi mano, la pego a la suya y empiezo a conectar la yema de nuestros dedos. Se me acelera el pulso. Gianni esboza una sonrisa débil al entrelazar nuestros dedos.
—Ya no estás perdida. Te encontré.
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©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)
RomanceEl presente de Anna está marcado por dos sucesos del pasado que la sentenciaron de por vida: el momento en que su padre sufrió un ictus y ella decidió abandonar su pasión por la pintura para trabajar, cuidar de sus padres y mantener a raya las deuda...