🦋Capítulo 50

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Aria

Entro al recinto pintado completamente blanco, que fue como mi segunda casa durante el tiempo en que mi madre trabajó aquí. Me acerco a la ventanilla donde anteriormente trabajaba Rose, la mejor amiga de mamá. Ahora, tras de él, hay una mujer joven de cabello negro que no reconozco para nada. 

Tengo el corazón martillándome fuertemente en el pecho, y pienso que aquella mujer puede escucharlo desde su lugar.

—Buenos días —saludo y la chica de inmediato deja lo que está haciendo y alza la vista hacia mí.

—Bienvenida al centro de bienestar humano. ¿Qué necesita?

—Estoy buscando a...

—¿Aria? —una voz que me resulta familiar resuena al final del pasillo. Se me corta la respiración y los músculos se me contraen dolorosamente—. ¡Santo cielo! ¡Nunca creí volver a verte! —La chica avanza a toda velocidad y en cuanto me doy vuelta, me abraza con fuerza. No me muevo, no puedo hacerlo, el cuerpo no me responde, tengo las extremidades entumecidas. Se aparta y me sonríe como acostumbraba hacerlo—. ¿Cuántos años han pasado? ¿Diez? ¿Once? —Al percibir mi expresión desfigurada, frunce el ceño extrañada—. ¿Qué te pasa a mi niña? ¿Estás bien?

El corazón me taladra en el pecho y la respiración se me acelera provocando ardor en mis pulmones. Su cabello ya no es castaño, ahora es de su color natural. Rubio. Tal cual muestra la pintura que está en el vestíbulo de los Storwell. Sus ojos verdes son tan iguales a los de Alex que no puedo evitar estremecerme. Antes solía contemplarlos por lo hermosos que eran, pero ahora solo puedo ver al amor de mi vida reflejado en ellos y no puedo dejar de pensar en el sufrimiento que le generará toda esta situación.

—Isabella... —susurro conteniendo las lágrimas que están al borde del colapso.

La sonrisa de Bea se esfuma como por arte de magia. Se pone repentinamente pálida y me mira como si hubiera visto un fantasma.

Me cubro la boca con la mano y ahogo un grito.

—Dios mío, eres tú —digo confirmando lo que tanto temía.

Bea da dos pasos atrás chocando contra la pared. No deja de mirarme y por un momento pienso en todas las veces que estuvimos juntas. La manera en que me hacía reír cuando sabía que había tenido un mal día. Las fascinantes palabras que salían por su boca al darme consejos. Su mirada llena de experiencia. Y el oscuro pasado que nunca quiso compartir conmigo. ¿Cómo es posible que jamás me diera cuenta de que aquella chica estaba sufriendo? ¿Acaso estaba tan cegada por mis problemas que no vi el dolor reflejado en sus bellos ojos?

En ocasiones, sucede que nos enfocamos tanto en nuestros problemas que no vemos que los demás también lo están pasando mal. Ya sea un mal día, un despido de trabajo, una herida del corazón, un abandono, etc. ¿Cuánto nos cuesta sentarnos y preguntar cómo estás? Nada, absolutamente nada. Sin embargo, no lo hacemos, elegimos permanecer en silencio o hablar solo de nosotros, como si la otra persona fuera un ser mágico que solucionará nuestros malditos problemas. El escuchar y ser escuchado debería ser algo mutuo. El mundo sería mucho mejor si fuésemos menos egoístas y egocéntricos. Una palabra de aliento hacia la otra persona o un «estaré aquí para ti» podría salvar vidas. No sabemos si la otra persona está viviendo un infierno o quizás solo necesita un empujoncito que lo lleve a tomar una buena decisión. No perdemos nada con intentarlo. Entonces ¿Por qué no lo hacemos? ¿Acaso pensamos que valemos más que el otro? Sea como sea, la empatía debería ser nuestra mayor virtud y para eso tenemos que trabajarla. Y eso es lo que haré desde este preciso momento.

—¿Cómo...? —Sacude la cabeza y comienza a pensar a toda velocidad

—No entiendo cómo es que estás...

La oscuridad del Mediodía © (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora