Después de una dolorosa ruptura, Leah y Emil toman caminos diferentes para rehacer sus vidas.
Él debe enfrentarse a los demonios que quieren dominarlo mientras trata de enterrar los sentimientos, pero un reencuentro con ella pondrá en peligro su re...
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Leah
Su pregunta me ha dejado en una especie de lucha interna. Por un lado, me causa curiosidad qué quiere hablar conmigo, pero hay algo en mí que me advierte que no es lo correcto.
Pienso en Emil, en cuál sería su reacción si se entera de que dejé pasar a este hombre. Peor aún, que viniera y lo encontrara sentado en su sala.
Observo a Gala, ella me mira con cara de que espera que le dé una respuesta. Suspiro antes de volver mi atención a Sebastian.
—Considero que es mejor que hable primero con Emil, señor Wilson. Además, estamos un poco apuradas.
Asiente, puedo notar que no le sorprende lo que he dicho. Quizás se lo esperaba.
Lili no permite que él me responda, porque pregunta para cuándo la comida.
—Bueno, yo me retiro —dice ante la insistencia de la niña y una Gala que trata de calmarla.
Sin más, desaparece de nuestras vistas por los pasillos del edificio. Una sensación extraña se apodera de mí. No sé qué pretende este hombre, y tengo el mal presentimiento de que le hará daño a Emil.
—Vámonos, Leah.
Las palabras de Gala provocan que reaccione, así como los llantos de bebé Gael.
Llegar al parqueo es una odisea con los dos niños y me atemoriza la probabilidad de que yo no pueda mantener la calma como mi amiga. Ella se muestra paciente en medio de las rabietas de Lili y los lloriqueos de Gael.
—Solo tiene hambre —informa cuando Lili se cruza de brazos y se niega a ponerse el cinturón.
—Si no obedeces, tardaremos más para almorzar, Leana —le advierto, seria.
Ella me mira con temor, deduzco porque no la he llamado por su apodo, y permite que la asegure junto a la silla del bebé.
Gala suspira en alivio, después empieza a conducir.
Nos quedamos en silencio, solo se escucha la vocecita de mi sobrina que tararea una canción infantil y Gael se ha dormido de nuevo. Me paso una mano por la pancita cuando siento una molestia.
—¿Estás bien? —pregunta Gala con preocupación.
—Sí, el bebé está pateando.
—¿Segura? Te ves pálida.
Quiero decirle que sí, pero un dolor, como nunca lo había sentido, me atraviesa. Grito y me falta el aire, no puedo respirar bien, el pecho se me ha encogido.
Me es imposible no soltar lágrimas mientras me quejo en voz alta que algo se me rompe por dentro. No logro escuchar con claridad ni me doy cuenta de qué está pasando alrededor, solo me recuesto y me retuerzo en el asiento.
—Resiste, Leah, ya llamé a Emil y te llevaré al hospital.
Esas palabras suenan lejanas y entrecortadas. Deseo decirle que no puedo más, pero me es imposible. Entonces, el miedo a que algo le pase a mi bebé se apodera del poco raciocinio que tengo.