HUYAMOS

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En el presente...

Ah... Qué buenos recuerdos por aquel entonces. Mi primer... mi mejor—y único— amigo... Y ahora me encuentro de nuevo mirando la lluvia, pero esta vez no voy a poder salir. ¿Seguirá existiendo esa caseta? Tengo curiosidad. Dejé de visitarla desde que Zack desapareció. Me recordaba mucho a él. Y... ¿Seguirá guardando aquel chubasquero que le regalé? Probablemente no. Ya desde niños no le venía muy bien, dudo que a día de hoy la siga manteniendo. Habrá crecido demasiado como para ello. Me entristece pensar que en algún momento la tiró o se deshizo de ella.

Pero en fin. Así son las cosas. Crecemos y nos deshacemos del pasado. Aunque si él me hubiera regalado algo suyo, lo hubiera conservado como un tesoro, y más sabiendo que iba a desaparecer.

Bajé el brazo que tenía apoyado en la ventana y me rasgué la piel por accidente.

—¡Ay!

Me había cortado con el filo de un ladrillo que sobresalía. De mi brazo corría algo de sangre.

«Mierda.»

No tenía con qué limpiarme. No podía quitarme la venda de la pierna, mi última—única más bien—opción, fue mi camisón. Sí. No me había dado tiempo ni a cambiarme cuando entró a despertarme mi madre. Aunque prefería mil veces huir con mi camisón blanco que con ese estúpido vestido. ¿Era precioso? Mucho, no voy a mentir. En otras circunstancias, me hubiera gustado casarme con ese vestido. Por una vez, mi madre había hecho una buena elección. Pero me negaba a ponérmelo en contra de mi voluntad.

Agarré el borde de mi camisón, levantándolo un poco y limpié la sangre mi brazo. Obviamente eso no detuvo que siguiera sangrando. Así que, tiré fuertemente de un lado, rompiendo el camisón y conseguí una pequeña tira. Supongo que con eso bastará, al menos para frenar la sangre.

Anudé como pude la tira alrededor de mi herida. «Esto me dejará cicatriz, seguro». Al disponer solo de una mano, costó atarla fuertemente, he tenido que conformarme con esto. Al menos ya no sangro, no tanto.

Mi herida en el brazo me recordó el día en que mi madre me lastimó por primera vez...

Ese día, yo había discutido con mi madre por dar mi opinión sobre el reino, otra vez. No puedo dar mi opinión y eso irritó a mi madre. Siempre me callaba, pero ese día no, quería mostrar mi sincera opinión—de manera educada, obvio—. Pero llegó un momento en el que mi madre llegó a su enfado máximo y me empujó... Me empujó tan fuerte que hizo que perdiera el equilibrio y me golpeé el brazo con el pico de mi cómoda. Me había cortado al pasar rápidamente el brazo para sujetarme a algo y caí de culo al suelo.

Mi madre palideció. No porque yo me hubiera hecho daño, sino porque sabía que si alguien se enteraba, la cosa se pondría muy fea. Esperó a que no pasara nadie y ella misma me limpió la sangre y vendó la herida. Me obligó a usar un vestido de manga larga—aunque hacía un calor terrible— para disimular la herida.

Me amenazó para guardar mi silencio. Me dijo que me llevaría de nuevo a la mazmorra si no me callaba. No tenía más remedio que obedecer. A partir de ahí no volví a dar mi opinión, al menos no a ella.

Y ese día...

10 años atrás...

Me duele... Me duele mucho. Miré mi herida. Mamá me había limpiado la sangre, sí, pero no me había dado nada para el dolor y eso me estaba matando.

Agité mi cabeza. Solamente había un modo de poder olvidar este dolor.

Esperé a la noche, como siempre y salí afuera. Fui a nuestro punto. Pero esta vez no lo llamé. Me planteé lo que podía pasar si le contaba lo que me había pasado. Él no podía hacer nada y las cosas no cambiarían. Si se lo decía, sólo me vería como una debilucha otra vez.

Mi mayor debilidad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora