Capítulo I.

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—Un placer  atenderte. Regresa pronto.

Entregue la bolsa de papel a la mujer que tenía en frente, ella me sonrió de regreso y con suavidad me agradeció por mi amabilidad antes de simplemente desaparecer y escuchar la puerta cerrarse. Volví a la caja y tome el paño antes de limpiar mi zona, la última cliente había sido atendida y en pocos minutos mi día habría terminado.

—¡Matías! —la voz que reconocí como la de Marcela, llegó a mis oídos, girando mi cabeza hacia ella para verla por completo—. Debo irme antes. ¿Puedes cerrar tú esta vez?

Rodé los ojos. Era la tercera vez en la semana.

—Pará, Marcela. —solté el paño contra la caja y me crucé de brazos, ella sonrió apenada—. Es la tercera vez en esta semana que cierro yo, tendrás que darme un bono de tu paga entonces.

—Matías por favor, es urgente. Será la última vez, lo prometo.

Eso había dicho la última vez; quise negarme pero fue inevitable cuando me topé con sus ojos celestes llenos de pena y casi suplicándome que la dejara irse, así que desistí a la idea de negarme y simplemente asentí, recibiendo un beso en mi mejilla y la palabra gracias muchas veces.

La puerta volvió a abrirse y pronto se cerró cuando el cuerpo de mi compañera salió de la cafetería y desapareciendo al doblar y caminar apresurada, un suspiro salió de mis labios antes de ver todo el desorden que había en la cafetería, lo que me tocaría limpiar a mi solo, porque los clientes no tenían la sensatez y gracia de desechar todo lo que consumían en los contenedores.

Carajo, Matías.

Llevaba trabajando en esa cafetería aproximadamente dos años, dos años que no recuerdo nada. No sabría decirlo con claridad, lo ultimo que recuerdo de los últimos cuatro meses fue haber despertado en el hospital con una venda en mi cabeza y las enfermeras diciéndome que había tenido un accidente, quizá algún loco me había atropellado pero jamás supe nada de nada.

No lo sabía. Tampoco recordaba cómo había llegado hasta ese punto de la ciudad y menos como era mi apellido, Bianchi. Bianchi habían dicho ellas y ese apellido estaba registrado en el hospital, pero al salir, no tenía ni un familiar con ese apellido, entonces me di cuenta que estaba solo. Solo en este mundo.

Poco después, supe que trabajaba en esta cafetería y era estudiante de ingeniería, pero que había abandonado la carrera hace un año atrás, vivía en un complejo de apartamentos y vivía, lo más normal posible.

No era así. Estaba a punto de quedarme en la calle.

El sonido de mi celular hizo que mi cabeza se desconectara por completo de lo que hacía, dejé de limpiar la mesa y termine de subir las sillas antes de rebuscar mi celular en los bolsillos de delantal crema que llevaba puesto, me quite los guantes y sujete el celular con mejor precisión antes de ver el número en la pantalla y soltar un bufido, deslizando el icono del teléfono verde hacia la derecha para contestar de una vez por todas.

—¿Cuando me pensás pagar lo que me debes, Bianchi? Te he estado esperando estos  meses. ¿Qué mierda pensás? ¿Que mi arriendo es gratis?

Mis pies se movieron con intranquilidad cuando la gangosa voz del señor Fernández se escuchó del otro lado de la línea, caminé con impaciencia hasta estar detrás de la caja con la espalda hacia la puerta, mientras mis manos sudaron.

—Le prometo que este mes le daré lo que me falta, se lo prometo.

Debía el arriendo y estaba a nada de quedarme en la calle. Fernández me había dejado quedarme un tiempo más debido a mi accidente, pero al parecer el Matías de hace cuatro meses atrás era un pelotudo irresponsable que no pagaba el maldito arriendo.

Un corazón de mentiras (LIBRO #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora