29. A LA TERCERA VA LA VENCIDA

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Había estado un mes entero en París y tenía muchas ganas de volver a casa, ganas de ver a mi familia, pero sobre todo de ver a mi bebé. Cuando decidí salir de la habitación me acostumbré demasiado rápido a los croissants de mantequilla, a los cafés granizados con licor de moca y a los riquísimos sándwiches horneados de jamón y queso que no tenían nada que ver con los que comíamos en España. Fue fácil acostumbrarse a dormir sola, a no escuchar la ducha por las mañanas mientras estaba acostada, u oír llorar a Paolo porque tenía hambre, pero también lo echaba mucho de menos. Porque tanta paz me rompía el alma, tanta calma no era buena para mí y cada día me levantaba con un dolor de estómago y unos nervios increíbles. Necesitaba mi vida, necesitaba a mi familia y necesitaba la rutina que tanto había querido dejar atrás. Echaba de menos cada sonido en la granja, cada rincón de nuestra casa, cada parte de su cuerpo; su olor, su boca, sus brazos rodeándome y quizás, ya no lo iba a tener porque ella había vuelto a su vida y lo habían arreglado. Tal vez él se había dado cuenta de que nunca la tuvo que dejar y ella creía que él seguía enamorado de ella, así que tal vez eso que tanto echaba de menos ya no lo volvería a tener. Esa noche había quedado con Lily para ir a la ópera, ella había sido mi amiga desde mi segundo día en Paris: era azafata en el hotel y siempre me había tratado fenomenal. Hacerse amiga de ella fue fácil porque tenía un corazón enorme. Estaba casada y tenía dos niñas preciosas de cinco y siete años. Su esposo Antoine, era maravilloso y fueron mi familia durante mi estancia allí. Esa noche había decidido que iba a ser mi última en Paris, había comprado un billete para regresar a Asturias al día siguiente y Lily había querido llevarme a la ópera para despedirme. Lo había decidido ese mismo día porque ya estaba un mes fuera de casa y necesitaba abrazar a mi bebé, necesitaba verlo. Lily, me llevó a un restaurante maravilloso con unas vistas impresionantes hacía la Torre Eiffel, era uno de esos sitios muy sofisticados en los que el plato es muy grande y las cantidades dan pena, pero estaba todo riquísimo y no tuve objeción ya que iba de invitada, porque así era ella hasta el último día. Después, fuimos a la ópera y nos sentamos en el palco, Lily había querido que aquello fuera especial, y para mí fue una noche maravillosa. Interpretaron el fantasma de la ópera que en francés se hacía llamar Le Fantome de l'Opéra: maravilloso, sublime y por un momento me sentí como Julia Roberts en Pretty Woman. Nunca había asistido a una ópera de tal calibre, había sido tan maravilloso que la emoción no desapareció de mi cara en ningún momento. Había visto aquella película tantas veces que verla interpretada por aquellos actores en vivo y en directo fue una experiencia que no olvidaría jamás. Cuando salimos de la ópera todavía seguía emocionada y Lily me comentó que cuando Antoine la llevó por primera vez a ver esa obra le ocurrió lo mismo. En la calle hacía frio y mi piel estaba bastante erizada. Cogí el abrigo y me lo puse por encima de los hombros, eso me calmó un poco. Bajamos las escaleras hacia la avenida donde nos proponíamos a coger un taxi y justamente había uno parado en la acera de enfrente. Lily, se despidió de mi con un fuerte abrazo y con los ojos llenos de lágrimas, pero me prometió venir a visitarme en cuanto pudiera. Me llevaba a una gran amiga que había sido como una gran hermana en mi estancia en Paris. Su trato desde el primer día había sido el de una hermana y me había hecho olvidar en muchos momentos aquella tristeza que ocupaba mi corazón. Subí al taxi y le di la dirección al taxista cuando me di cuenta de que estaba ocupado por otra persona a la que ni siquiera le vi el rostro, pero cuando pedí disculpas y me propuse a salir, el pasajero me cogió de la mano y yo di un respingo que casi me doy con la cabeza en el techo del vehículo.

— Si te apetece podemos compartirlo, prometo acompañarte en silencio, si quieres. – esa voz me dejó eclipsada y en estado de shock. Cuando lo miré no podía creer que él estuviera allí, conmigo, compartiendo el mismo taxi.

— Si tú quieres, estaré encantada. - Respondí embelesada.

Le di otra dirección al taxista y comenzamos el trayecto en silencio, como dos auténticos desconocidos, como si no nos hubiéramos visto nunca. Su mano se deslizó suavemente sobre la mía y empezó a acariciarme con el pulgar. Me estremecí y sentí un calor que hacía demasiado que no sentía. No podía creer que estuviera allí y que de verdad me hubiera elegido a mí, o quizás, solo quería despedirse. Estaba nerviosa y cuando el taxi se paró delante de la Torre Eiffel mi pulso se aceleró. Llegaba el momento de hablar, de vernos las caras y de sentir todo lo que había querido sentir durante todo el mes.

EL EMBRUJO DE SELENE II : HECHIZADOS POR UN SOLO CORAZÓN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora