ЛЕС, ТЕНИ И КЛЫКИ КРАСНОЙ ША-ПОЧКИ

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(Les, teni i klyki Krasnoy Shapochki)

EL BOSQUE, LAS SOMBRAS Y LOS COLMILLOS DE CAPERUCITA ROJA


Los recuerdos son conexiones emocionales en una infinita e intrínseca labor eléctrica de reconocimientos límbicos; profundos, marcados a fuego bajo la piel de cientos de terminaciones nerviosas que aguardan pacientemente por su liberación

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Los recuerdos son conexiones emocionales en una infinita e intrínseca labor eléctrica de reconocimientos límbicos; profundos, marcados a fuego bajo la piel de cientos de terminaciones nerviosas que aguardan pacientemente por su liberación.

El mentol que se impregna en los muebles de guibourtia, desprendiéndose de la madera lustrada y absurdamente costosa, tiene esa particular electricidad familiar erizándome la piel; el diván suave y aterciopelado junto a la ventana de cortinas espesas de algún material robusto y oscuro, la fragancia especiada a madera, ahumada, noble y oscura respirándome la piel desnuda mientras evoco aquellos recuerdos.

Los colores se desdibujan de mi atención, la voz peligrosa y advertida de Vlad ablandando a mordiscos una petición exigente sobre control y monstruos; esa electricidad pululando en sus ojos llenos de un fulgor maquiavélico, al acecho, en constante atención sobre mí; el movimiento forzado de sus labios en una sonrisa que profesa secretos y silencios.

¿Entiendes lo que es un secreto?

Vlad, tan sombrío, reservado y elegante; enfundado en esa delicada y finísima aura lóbrega de estilizado carácter, tan similar como difícil de hallar en Markov. El sabor de sus miedos pesándole bajo la lengua, las palabras de orgullo líquido, endulzando mis oídos, maniobrando el control de lo inevitable.

La sangre gorjeando entre sus labios, la desesperación, el orgullo y el secreto revelado bajo el filo de las únicas manos violentadas que saben conciliar caricias a una debilidad impuesta.

Una bocanada de alivio me impregna los pulmones, evocando el hierro de la moqueta y aquella mirada oscura destilando rabia, permitiéndome envolverme en la firmeza de su cuerpo con una promesa de límites infinitos que me desgarró el alma.

Por supuesto que creamos al monstruo.

Una de mis cuchillas resbala del omóplato izquierdo hacia la acumulación bloqueada de aire sobre el pectoral, la piel húmeda en sudor luce la hoja brillante y afilada, gestando espasmos involuntarios sobre el cuerpo inmóvil debajo de mí. El olor de su miedo se impregna en el aire, ácido, fuerte, escurriéndose de su frente e intoxicando de súplica esa expresión perturbada y quieta.

Mis dedos acarician la hoja de metal que lame su pecho, vértebra a vértebra hasta alcanzar su abdomen, el espacio del diafragma está abultado y puedo percibir el leve movimiento de los espasmos que dominan el terror en sus ojos. La hoja se hunde en la bolsa de músculos y la giro con la muñeca, obteniendo nada más que un sibilante aullido de dolor histérico. El líquido espeso que escurre de la herida brota como una fuente de chocolate oscuro, empapándome las manos.

―La cuestión con la neurotoxina ―exclamo con un ronroneo suave mientras la daga muerde una vez más sobre su abdomen en otra dirección. El cuerpo debajo de mí se exprime en una agonía punzante, incapaz de alterar su expresión―, es que puedes seguir experimentando el dolor durante todo el proceso. Y es relativamente interesante, puesto a que no imaginarías todas las formas silenciosas en las que el cuerpo puede expresar esa agonía.

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