24 - Carrera en el tiempo

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Por conveniencia, solía olvidar el orden de las cosas, pero si de algo estaba segura era de que conocí a Rowan después de entrar en el submundo de Chicago. Él corroboraba la otra versión, esa que me convenía y en donde lo dejaba como el conejo tatuado que me llevó al País de las Pandillas.

Aunque, si hablaba de Rowan, debía decir que primero conocí su Harley, una muy bien cuidada Sporterster Iron. Al nombrársela a Agustín, junto con mis eternos comentarios de la que yo quería comprar, él me hizo prometer que me mantendría alejada del tipo que la manejaba.

Para los demás, él era Maverick, líder de los Black Bulldogs, una sociedad de motoqueros que, bajo el mantel, manejaba dinero muy sucio. Pocas veces lo vi sin casco y podía atestiguar que no tenía ningún parecido a Tom Cruise, así que por varias semanas me quedé intrigada por el apodo tan poco acertado.

Él ya estaba en la mitad de sus veinte, era alto como un muro y casi tan corpulento como su moto. Siempre iba de negro y cuero, sonreía sólo para las mujeres guapas y no necesitaba abrir la boca para que los hombres se movieran de su camino.

Yo apenas había entrado en los diecisiete. En esos tiempos, manejaba una Scooter y no me enorgullecía en lo más mínimo, pero al menos era económica y cumplía su propósito: movilizarme sin implicar un gran gasto. 

Montada en ella, esperando el cambio en el semáforo, Maverick me vio por primera vez. No necesitó levantar la visera del casco para que fuera evidente que lo hacía, mucho menos cuando empezamos a toparnos cada mañana, en el mismo horario.

Él jugaba con el acelerador como si quisiera humillarme en una carrera y yo me esforzaba por ignorarlo, pero al segundo en que aparecía la luz verde aceleraba como si tuviera una oportunidad. Y como si fuera una niña, él me dejaba la delantera un par de cuadras antes de adelantarme y dejar sólo una vía para mí: atrás de él. 

Pero durante la noche, cuando nos encontrábamos sin cascos ni motores de por medio, yo lo veía hacia abajo y él mantenía sus manos sobre sus rodillas, sin perder de vista ninguno de mis movimientos.

Las demás me advertían que fuera cuidadosa con él porque sí, mayormente iba a mirar, pero todos los hombres llegan aparentando ser un príncipe antes de convertirse en el villano. Las escuchaba con atención y sentía cierta calma en tener sus cuidados e interés, pero no era suficiente.

Veía a Maverick y sólo pensaba en qué se sentiría tener tanto poder. No me importaba cómo lo conseguía, después de todo ¿quién era yo para juzgar? Era stripper tres noches a la semana y durante el día trabajaba en el aseo de una cafetería en ruinas.

Jamás llegaría más lejos que él. 

Así que después de semanas de encuentros matutinos en el semáforo y roces de miradas en las escasas luces de la noche, él finalmente pidió un privado. Las demás intentaron decirle que yo apenas bailaba y no dejaba que me tocaran un pelo.

Debía sonar como un elogio, pero para mí implicaba sólo una cosa: ganaba menos que todas.

Decidida a cambiar mi suerte, entré a un privado por primera vez. Maverick era un hombre de pocas palabras, pero muy buenos oídos. Él escuchó y yo no bailé por dinero nunca más. Le regalé mis días libres y él me enseñó a manejar su moto hasta que me consiguió la que yo quería. Pero nada fue gratis y siempre lo supe.

Esa versión de Pretty Woman era muy diferente a la glamourosa de Julia Roberts. Él no sólo estaba sumando puntos para llevarme a la cama, también me trataba como un diamante en bruto al que pulió tan bien que no le costó enlistar en los Black Bulldogs. 

Me pusieron a prueba en carreras cortas antes de presumirme como una nueva adquisición. En un par de semanas le gané a todas las candidatas de las otras pandillas y fue Maverick el que me ofreció para las carreras regulares, esas en donde sería la única mujer compitiendo.

Caminos Separados (D&K2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora