Me resultaba difícil recordar cuándo fue la última vez que me sentí tan plena así que, por instinto, temí que no duraría.
Siempre fui consciente de que extrañaba a las mujeres que me criaron y todavía más a las que crecieron a mi lado. Como si se tratara de una extremidad perdida, a veces incluso podía sentirlas. Más allá de un dolor fantasma, mi mente me convencía de que nunca hubo fractura alguna, que podía volver a casa y todo estaría bien.
Pero me costaba mantenerme inconsciente durante mis momentos oscuros. Vivía repitiéndome que les quité una hermana, una tía y una hija. Casi olvidaba que yo perdí una madre.
Pensé que me hice más dura al fingir indiferencia, pero esa tarde entre abrazos espontáneos y recuerdos compartidos supe que lo que creí que era hielo grueso sólo era frágil escarcha.
Nunca hubiese pensado que ellas se disculparían conmigo. Aunque supiera que era lo justo, tampoco tenía cara para exigirlo. Seguía estancada en el espiral del culpable, así que me aturdió enfrentarme al hecho de que sólo yo me veía como tal.
De regreso en la hacienda, rodeada de fotografías tomadas al sur del mundo, en habitaciones que sirvieron de escondite durante nuestros juegos y luego en el terreno, donde atesoramos crecer rodeadas de animales de granja, sentí el gran cliché de las películas.
Estaba en casa.
A corta distancia, veía a Katherine ayudando a poner la mesa. Yo sonreía, abrumada ante la idea de que jamás habría dado ese paso sin ella, básicamente, empujándome a darlo.
Era como un ángel guardián en ese punto.
Almorzamos en el porche derecho, el más espacioso de todos. Agustín pasó a buscar a Rosie y ella, la muy traidora, me demostró que todo ese tiempo fue una amiga muy cercana de mis tías mayores, lo suficiente como para mantenerlas al tanto de cada detalle que yo les negué por años.
Sabía que tardaría un tiempo en resolver las cosas con la abuela. Cargaba muchos recuerdos de sus desprecios e insultos camuflados y, aunque ya no me viera ni me tratara de esa forma, era difícil convencer de eso a la niña en mi interior.
—Nunca mencionaste que esto básicamente es un imperio—susurró Katherine, tambaleándose luego de una tarde de cabalgar y degustar vinos—. ¿Por qué no me dijiste del viñedo en Chile? Hay que ir.
Riendo, se tambaleó hasta la cama y probó el colchón varias veces, como si no hubiese estado durmiendo ahí cada noche durante las últimas semanas. Una vez aprobado, se dejó caer sobre él y se estiró como un gato.
—Primero debía asegurarme de que no me quitaran mi herencia—me recosté a su lado y cerré los ojos unos instantes: mi cabeza también estaba dando vueltas por tantas emociones y vino en barril—. Es una locura ¿No? Toda esta tarde parece... irreal.
—Quiero esa locura—susurró, no sin antes pasar su pierna por encima de mí y usarme como almohada—. Esa locura de encontrarme... en mi propia familia. La quiero.
Abrí los ojos y ladeé mi cabeza para verla mejor, pero ya se había dormido. Con la poca fuerza que me quedaba, me impulsé para besar su frente y pegarme un poco más a ella.
No estaba segura del momento en que me dormí o qué fue lo último que pensé, pero seguro esa sonrisa matutina la mantuve durante toda la noche.
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Por un par de días estuve de tan buen humor que ni siquiera me acobardé ante la idea de juntarme con Allison, Joe y Rhodes. Al parecer mi resentimiento estaba encogiéndose.
Rhodes nos citó en su oficina, una medida que, naturalmente, cuestionamos. No queríamos que nos vieran juntos y todo el tema se volviera, en efecto, un tema para el resto del mundo.
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Caminos Separados (D&K2)
RomanceLa vida fuera del armario resultó ser miserable e inusualmente mágica para Katherine. Se ha unido más a su familia, está replanteando su futuro académico y, a muy duras penas, sobrevivió a su primer quiebre amoroso. O al menos eso intenta. Mientr...