Capítulo III

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Al tocar las 00 en el reloj de la cocina, realizo mi posteo mensual en Instagram, donde publico dos fotos diferentes cada mes de aquella épica noche en la que mi padre y su equipo de treinta y cinco guerreros fueron coronados con eternos Laureles y el mundo cantó sus nombres. Siempre publico de la misma manera: una foto con papá y otra de los festejos, con una descripción breve que contiene el número de mes que ha pasado desde aquel 18 de diciembre. En este caso, pongo una en la que somos solo él y yo, y él me abraza por los hombros y me da un beso en la cabeza mientras sostiene la copa y yo porto su medalla dorada; mientras que la foto de los festejos es una en la que estamos "los tres chiflados" saltando abrazados y cobijados por una bandera argentina. Inmediatamente recibo notificaciones de que a la gente le gustó mi posteo. Pero hay un "me gusta" que me llama especialmente la atención, el de Emiliano Martínez. Nunca se ha dignado a seguirme en esta red social, por lo que me llama profundamente la atención su notificación. Decido hacerle caso omiso a mi mente sobre este tema para así poder descansar un poco, teniendo en cuenta que hoy me dan la nota de un nuevo parcial.

Tengo un sueño. Más que un sueño, es un recuerdo. Recuerdo de aquel fatídico momento en el que nos conocimos con Emiliano. Él acababa de llegar al predio y estaba estacionando su auto sin percatarse de que yo estaba dando marcha atrás para salir luego de una fugaz visita a mi papá hace dos años. Por lo tanto: PUM. Choque. Me puteó, lo puteé. Nos puteamos mutuamente antes de pasarnos los datos del seguro. Un par de horas más tarde de haber hecho la denuncia, papá me llamó a los gritos preguntándome qué había pasado con el auto: el abogado de Martínez le había hecho saber de mi denuncia y el arquero había mentido, diciendo que yo lo choqué, que yo debía pagar. Papá lo escuchó y llamó consternado sobre la situación. Por suerte uno de los hombres de seguridad del predio me dio las cintas de las cámaras de seguridad, por lo que pude probar que él era el mentiroso y no yo, y debió no solo pagarme el arreglo del auto sino también por daños y perjuicios.

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Me despierto con la alarma del celular sonando a las 8:00. Me levanto, me cambio, me hago el desayuno de siempre, me higienizo y salgo a la facultad en cuanto saludo a Eduardo. Esta vez es la Radio Rivadavia la que me acompaña con Feinmann de fondo. Al llegar al edificio estudiantil decido ir directamente a la biblioteca como todos los miércoles y leer dos horas: a veces leo textos teóricos, pero hoy decido continuar con la novela juvenil de turno. Auriculares con Bach de fondo y continúo la lectura donde la había dejado: el momento en el cual el príncipe le dice a la protagonista que la ama y que dejaría el reinado de Zaragoza con tal de estar con ella. Leo esta escena romántica con mi habitual cara de póker, hasta que me vibra el celular. Mensaje de Julián al grupo pidiendo videollamada alegando que moría por ver a la hija de Enzo, nuestra ahijada. Antes de poder contestar, Enzo le dice que ahora está entrenando, así que más tarde lo llamará, para en seguida quejarse de que Guardiola le haya dado el día libre y Pochettino, no. Lo único que hago es reír en mis adentros; me parece alucinante estar en este espacio académico y pulcro hablando con mis amigos que se dedican a patear la pelota (y cobran millones, pero de eso hablaré más tarde).

Vibra la alarma del mediodía y veo cómo Brisa camina hacia mí: acaba de terminar el seminario de canto lírico, por lo que iremos a almorzar. Salimos y caminamos por Puerto Madero buscando un lugar para almorzar otra cosa que no sea comida rápida ya que gané como cinco kilos de comer mal en lo que va del semestre. Mientras caminamos no podemos no hablar de lo raro que se siente el día, como que le falta algo.

Llegamos a un local donde venden ensaladas variadas y yo me pido una César mientras que mi amiga, una a base de fideos tirabuzones. Allí, Brisa me pide que le resuma lo recientemente leído de la novela, por lo que le hago un breve resumen que dura la hora y media de almuerzo, incluyendo los comentarios que haremos sobre lo tonta que es la protagonista y lo obvio que es el príncipe. Pagamos la cuenta y volvemos a la Universidad, donde tendremos la última clase con Olea, ya que la semana que viene toca en un concierto en Puerto Rico. Su clase no es que sea aburrida, es que nadie entiende lo que dice, parece que dicta los contenidos en latín o italiano cuando su materia es Letra y Música IV. Al terminar las dos horas y media de cursada vamos con Brisa a tomar un café a la cafetería de la facultad, donde acompañamos la bebida con un alfajor de maicena cada una. Todo viene normal hasta que:

Labyrinth | Emiliano MartínezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora