Esa tarde fue grandiosa para ambos niños. Estuvieron todo el tiempo posible en el pequeño patio exclusivo para la servidumbre, Jisung hablaba sin parar, relatando un millón de historias, algunas ciertas y otras un poco alteradas, pero a pesar de que Changbin se diera cuenta cuando era mentira lo que decía, él solo se limitaba a escucharlo.
De un momento a otro el castaño comenzaba a cantar y bailar a su alrededor, sin querer una pequeña sonrisa se formaba en los resecos labios de Seo, mientras admiraba la felicidad que emanaba su amigo. Era algo que jamás había visto, algo mágico.
La noche no tardó en llegar, Changbin le sugirió a su amigo entrar, ya que comenzaba a hacer algo de frío, pero Jisung no tenía la más mínima intención de escapar del gélido clima. En cambio, él quería recostarse en el césped a observar las hermosas estrellas en el cielo nocturno.
La mansión estaba ubicada un poco a las afueras de la ciudad, lo que permitía ver las estrellas levemente mejor. Aunque la diferencia fuera minúscula, Jisung la aprovechó al máximo, para él las estrellas eran una de las cosas más bellas que el ser humano tenía el privilegio de apreciar.
—Miralas bin ¿No son hermosas?— cuestionó Han, ensimismado en la belleza de los astros.
El pelinegro observó el cielo sin lograr sentir lo que la voz de Jisung le implicaba, pero al girarse y observar los preciosos luceros reflejarse en sus orbes brillantes de emoción, pudo entender perfectamente a lo que se refería.
—Lo son, son lo más bello que jamás he visto…— respondió Changbin sin quitarle los ojos de encima.
De la noche a la mañana, Jisung pasaba más días junto a él que los que pasaba solo. Al principio esto le molestó al pelinegro, él estaba muy acostumbrado a estar solo, pero poco a poco comenzó a encontrar comodidad en la sonrisa de Han y sus ojitos brillantes, como en un constante estado de emoción.
Mientras cumplieran las primeras reglas todo estaba permitido, Han comenzó a quedarse a dormir, iba a almorzar, hacían tareas, hablaban Y jugaban tardes y noches enteras. Changbin sentía un extraño, pero muy bello, sentimiento naciendo en su pecho y poco a poco comenzó a acostumbrarse a la constante compañía del castaño.
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Esa tarde se encontraba nuevamente en la preciosa mansión Lee, su mejor amigo lo esperaba en el patio trasero para hacer un reto de freestyle. Hacía alrededor de un año que conocía a Changbin y había formado la mejor amistad que podía haber hecho nunca, el pelinegro era un chico muy callado y reservado, a veces parecía que tenía ganas de asesinar a medio mundo, pero su corazón era el más dulce que había conocido.
Al llegar pudo ver como Changbin acariciaba con cariño a uno de los gatos del hijo de los Lee. Aquel chico que siempre los miraba desde lejos, como deseando formar parte de su amistad, como implorando que lo invitaran a él también. Y Jisung realmente tenía muchas ganas de hacerlo, pero la advertencia de su amigo se aparecía en su cabeza cada vez que lo pensaba.