Capitulo 18

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Tras abandonar el estudio de Richard, la doctora Ricci regresó a casa. El reloj marcaba poco más de las dos de la mañana; una vez que estacionó el auto en el garaje, subió las escaleras que unía el estacionamiento al salón. La oscuridad reinaba en toda la casa, pero no encendió las luces mientras caminaba a su estudio para dejar el maletín. Sabía lo tarde que era, así que evitó hacer ruidos que pudiesen despertar a su pareja. Se sacó el abrigo y las zapatillas deportivas en el pasillo; caminó descalza hasta la habitación donde se quitó los pantalones de jean y el jersey, y se dispuso a ocupar su lugar en la cama.
-ey —la voz adormilada se hizo eco en su cuello, mientras unos largos brazos se enroscaban a su cintura.
-ey —respondió, acurrucándose al cuerpo caliente
debajo de las sábanas.
—¿Todo bien con Rebecca? -cuestionó su pareja sin
alejarse de su cuello.
—¿Cómo sabías que era ella? —le preguntó, al tiempo que sentía un delicado beso en el cuello.
-Cariño, es más de medianoche. Si no estabas con ella, tendré que comenzar a preocuparme —bromeó y luego le depositó otro dulce beso detrás de la oreja, lo que provocó una ola de deseo en su cuerpo.
En otra ocasión, Irin se habría dejado llevar por el deseo, pero su mente estaba abrumada por la preocupación. Apretó sus manos a las que la abrazaban y pidió con un gesto silente que la estrechase.
—Rebecca descubrió que su abuelo tiene cáncer - soltó sin rodeos.
La persona a su lado aflojó el abrazo, levantándose de golpe en la cama. Ella también lo descubrió esa noche cuando le pidió explicaciones a Gi y luego a Richard, que le confirmó toda la historia.
-¡Joder! Imagino que eso provocó la crisis.
Más que una pregunta, fue una afirmación. Irin se sentó en la cama. La oscuridad impedía que sus ojos vieran con claridad el rostro de la otra persona, pero sabía que su mente dibujaba todo el escenario.
Bruno también era médico psiquiatra, estaba al tanto de la condición de su paciente. Al inicio, su marido no aprobó la amistad que nació entre ella y su paciente, pero al final, no tuvo más remedio que aceptarlo. Irin fue clara en aquella ocasión.
—Sí. Y lo peor de todo fue la manera como que se enteró; eso provocó la crisis —hizo una pausa tratando de serenarse. Esta vez fue más fuerte.
Tuve que aumentar la dosis de sus medicamentos y ya sabes que no era lo que quería.
En ocasiones, ella se confrontaba con él sobre la terapia de Rebecca; ambos estaban de acuerdo que evitar los medicamentos era lo mejor. No querían que desarrollara dependencia por los fármacos.
Lo sé, cariño, pero ya lo dijiste, era la única opción
la preocupación de Bruno se notó en su tono de VOZ.
Él atrajo a Irin entre sus brazos. Sabía lo difícil que era para ella tener que ver a su amiga en aquellas condiciones.
-¿Sabes? —susurró ella en su pecho—. La tal
Sarocha estaba allí.
La nota molesta se acentuó cuando pronunció el nombre, pero Bruno no prestó atención.
—¿Cómo es? —preguntó con morbosidad. Él sabía del matrimonio porque su mujer se lo dijo y, aunque fueron invitados a la ceremonia, ella se negó a asistir.
Eso sorprendió muchísimo a Bruno; cuando le pidió explicaciones, ella se negó y con eso bastó. Estaba seguro de que no se debía al hecho de que Rebecca fuera lesbiana; ella no era así.
—Hay algo de ella que no acaba de convencerme - dejó escapar un suspiro.
Esta vez Bruno lo oyó, pero no opinó. Irin sabía que no servía de nada que no estuviese de acuerdo con la decisión de Rebecca. Las cosas eran como eran y la fragilidad de su amiga era igual de grande que su testarudez; conociéndola, estaba segura de que no renunciaría a su palabra. Ni siquiera cuando la hiciera infeliz.
—¿Y eso lo dice la amiga o la doctora? -preguntó él con recelo.
—No es necesario que me lo recuerdes, sé lo que piensas al respecto
-contestó con la mandíbula apretada. Sintió la rabia
bullir en su pecho.
-Cariño, que no sea ético, no significa que no apruebe su amistad - le aseguró él, tratando de suavizar su enojo, pero la conocía.
Cuando Irin se tendió otra vez en la cama y se volteó del lado opuesto al suyo, supo que era mejor intentar dormir.
El Dios de los sueños intentó seducir a Sarocha, pero no tuvo éxito; ella seguía con la vista clavada en el techo de su habitación cuando los primeros rayos de sol comenzaron a colarse a través de las cortinas del balcón. Su cabeza era como una colmena de abejas en plena labor; por más que trataba de encontrar respuestas a sus interrogantes, menos entendía las
palabras de la doctora.
Rebecca sufría de estrés postraumático, pero no explicaba nada. Podían ser millones de posibilidades y ninguna era buena. Un nudo se formó en su garganta. Sintió que le dolía el pecho al imaginar lo que conjeturaba. ¿Y si ella sufrió de abuso sexual?
Era una posibilidad plausible si tenía en cuenta el repentino matrimonio. Eso podía justificar la decisión de su abuelo en casarla con ella. Y luego estaba el modo como aquella doctora le habló. Se sintió acusada por esa mujer y hubo algo de su mirada que no le gusto; además de la frialdad con la que se comportó. Dándole vueltas a la actitud de la doctora, fue imposible no preguntarse si entre ella había algo más. Eso la llevó a hacerse otra infinidad de interrogantes sin respuestas. Se obligó a levantarse cuando los insistentes rayos de sol inundaron la habitación.
De mal humor por no dormir nada, salió de la cama y se enfundó en unos pantalones y una camiseta deportiva. Era sábado; en otra ocasión, habría disfrutado del desayuno con Heidi tras despertarse bien entrada la mañana y luego irían a almorzar a casa de sus padres, pero eso fue antes. Necesitaba bajar la rabia que crecía debajo de su piel y la única forma era ejercitándose.
Sarocha salió de su habitación. Al final del pasillo se detuvo; dudó si ir a ver cómo estaba Rebecca, pero luego abandonó la idea. Que un papel dijera que era su esposa no le otorgaba obligación de preocuparse por ella. Descendió las escaleras a prisa, atravesó el jardín a grandes pasos y se instaló en la sala del gimnasio. Empezó con la cinta; a pesar de correr diez kilómetros, seguía sintiendo el malestar en su cuerpo. Su piel estaba perlada de sudor; sin siquiera beber agua, pasó a la banca de pesas. Levantó unos cuantos kilos; cuando sintió que sus brazos estaban al límite, se detuvo. Ahora el sudor corría por todo su cuerpo. El reloj inteligente le avisó que había completado su rutina de entrenamiento. Se sentó en la banca y miró alrededor. Sin saber por qué, se sintió culpable por no ir a ver cómo se encontraba Rebecca.
Otra vez las preguntas amenazaron con inundar su cabeza. Se levantó, enfadada consigo misma y regresó a la casa. Precisaba una ducha urgente.
Duchada y vestida con unos pantalones de jeans azul y una camisa de seda, de una tonalidad más oscura que los pantalones, Sarocha salió otra vez de su habitación y recorrió el pasillo. Por segunda vez, también, se detuvo al final de este; se quedó mirando hacia el otro extremo, donde estaba la habitación de beck. ¿beck? ¿Y desde cuándo ella le tenía tanta confianza? Sacudió la cabeza y se decidió por ir a verla. Después de todo, se sentía una buena persona y se preocupaba por todos. Caminó lento, con temor a hacer algún ruido que descubriera su presencia.
La puerta se hallaba entreabierta; la empujó solo lo necesario. Si Rebecca no estaba desierta, no quería molestarla. Las cortinas se hallaban
aún
cerradas, los rayos del sol luchaban por colarse en la oscura habitación. Seguía en la cama; su respiración pausada le indicó que aún dormía. Por instinto, se acercó y contempló su rostro delicado. Era como el de una muñeca de porcelana. Sus labios finos y algo pálidos le daban un aire frágil. Ella sintió el impulso de acariciarlos. Se detuvo a escasos centímetros de su piel y se apartó de la cama como si el piso fuera de lava. ¿En qué momento se acercó tanto?, se preguntó. Al notar que se movía, salió de ahí.
Esa mujer se volvía cada vez más un enigma para ella y no le gustaba para nada.
Como si acabara de hacer una travesura y tuviera miedo de ser sorprendida, se dio la vuelta y apresuró el paso hacia las escaleras. Se asustó al encontrarse con Gi que subía. La empleada la saludó con amabilidad; ella notó que también tenía unas feas ojeras en su redondeado rostro. No se detuvo a fraternizar con ella por miedo que le preguntara qué hacía en ese lado de la casa. Bajó las escaleras a prisa; se sintió segura solo cuando estuvo en el interior de su auto.
Sarocha necesitaba hacer algo para despejar su mente, pero no quería ir a casa de sus padres. Sentía que la relación con ellos tenía algunas grietas, y no quería que se terminara de romper por una palabra mal dicha en un momento equivocado. Pensó en Heidi; tal vez podía llamarla y salir a dar una vuelta como antes. Pero rápido se quitó esa idea de la cabeza. No sabía si la rubia estaba de ánimos tras abandonarla la noche anterior en su cama. Sacó el teléfono del bolsillo delantero del pantalón y marcó el único número que sabía que no la dejaría tirada.
Bueno, a menos que estuviera entre las Piernas de alguna hermosa mujer, porque entonces su amiga ni siquiera se acordaría de su existencia. Esperó un par de tonos mientras encendía el auto y lo ponía en marcha. El audio del teléfono se conectó al bluetooth
del auto.
La voz soñolienta de Nam retumbó en las bocinas.
—i¿Qué diablos, sar?! —masculló.
—¿Estás despierta? -preguntó ella a lo que era obvio.
—Ahora sí, pero como no esté tu vida en riesgo, juro que te mato yo misma -fue la respuesta de Nam, que gruñó como un cavernícola.
—¿Y si te invito el desayuno? -indagó, mientras se metía al tráfico de la mañana. Incluso los sábados esa zona de la ciudad era bastante ajetreada.
—Desayuno y almuerzo —dijo Nam—. De lo contrario, no toques a mi puerta.
Dicho eso, Nam terminó la llamada. En el rostro de Sarocha se dibujó una media sonrisa y se sintió más animada. Pasar el día con Nam podía ser su nueva forma de terapia. Condujo a una velocidad moderada; era mejor darle tiempo para levantarse.
Pasó por una de las mejores cafeterías de la ciudad y pidió dos cappuccino; el de su amiga con canela, más dos tipos de croissant. Tenía que hacerse perdonar, pensó, estacionando el auto en el subterráneo del edificio de Nam. Caminó hasta el ascensor y, una vez dentro, pulsó el número diez. Su amiga vivía en uno de los pocos rascacielos de la ciudad.

Amor por un contrato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora