Capítulo 25

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Era el quinto o sexto café que tomaba ese día, así que, para limitar los daños a su sistema nervioso, Sarocha pidió que le pusieran hielo. Con el vaso en la mano, decidió concederse unos minutos sentada en una de las mesas del exterior del lugar donde se encontraba.
El sol calentaba lo suficiente y la ligera brisa se prestaba para relajarse antes de volver a la oficina. Se acomodó en la silla y observó con dudas el paquete de cigarrillos que compró junto con el café. Hacía casi un año que no tocaba uno de esos, pero sentía la necesidad; tal vez se debía a la carga de estrés de esos últimos días, sin embargo, tenía que resistir.
Apartó la vista de la caja y se concentró en el oscuro líquido que había en el vaso. Lo removió un poco; estaba a punto de llevárselo a la boca cuando algo llamó su atención. El auto que se detuvo en la acera de enfrente, justo delante de las puertas de Alfa Group, le resultó familiar. En cuanto quien conducía abandonó su asiento y salió, le reconoció. La mujer vestía un elegante conjunto de pantalón y blusa de seda de color verde esmeralda que resaltaban el rojo de sus risos.
A pesar de la distancia, Sarocha pudo notar la sonrisa radiante de la doctora Irin Ricci, mientras rodeaba el auto y se acercaba a la puerta del copiloto. Sintió una inexplicable punzada de desprecio hacia la mujer;
dejó el vaso en la mesa sin siquiera mojarse los labios. Aguzó la vista cuando la otra puerta del auto se abrió y Rebecca salió; su rostro irradiaba una luz diferente a la que ella estaba acostumbrada. Sus labios delineaban la misma sonrisa de la doctora. Los celos se apoderaron de ella y, sin darse cuenta, apretó con fuerza la cajetilla de cigarros. En lo más profundo de su corazón deseó ser quien provocara y recibiera esa sonrisa que nunca antes vio en su esposa.
Sarocha se hallaba demasiado lejos como para escuchar, pero, por sus lenguajes corporales, podía intuir que mantenían una agradable conversación. La cajetilla de cigarros en su mano terminó reducida a un pedazo de papel arrugado; con la misma rabia, se levantó de la mesa provocando que la silla en la que estaba sentada cayera al piso. Masculló unas cuantas palabras incoherentes, mientras la levantaba.
Cuando regresó su atención a la acera de enfrente, vio que Rebecca se alejaba hacia la entrada de la compañía y que se detenía antes de atravesarla.
En ese momento, Sarocha habría dado cualquier cosa por saber qué dijo la doctora para hacer que su esposa se sonrojara. Y fue ese simple gesto de su cónyuge sonrojada, negando con la cabeza, que desencadenó que ella, hecha una furia y sin saber la razón, atravesara la calle, entró al edificio y cruzó el lobby. En pocas zancadas se dirigió a los ascensores.
Llamó el de la izquierda, porque Rebecca ya subía en el de la derecha. Antes de entrar en el elevador, tiró la caja de cigarrillos que aún llevaba estrujada en la mano. La espera se le hizo demasiado larga y sus pasos la condujeron como impulsada por una fuerza invisible hacia la oficina de su mujer. "Su mujer", aquella expresión retumbaba en su cabeza y la rabia crecía.
¿Me crees idiota? -sus palabras y la fuerza con la que cerró la puerta detrás de ella al entrar en la oficina hicieron que Rebecca se asustara. La castaña se hallaba parada frente a los ventanales, leyendo unos documentos que le acababa de dejar Tommy, que entró siguiendo a Sarocha.
Pe.... Perdón, señorita. No he podido... -las palabras de disculpas del asistente, que lucía asustado, descolocaron a Rebecca.
Ella clavó la mirada en la de Sarocha.
-Está bien, Tommy. Déjanos, por favor — le pidió.
El asistente bajó la cabeza y abandonó la oficina.
Rebecca trató de tomar aire para calmar sus nervios, porque la repentina intrusión de Sarocha la afectó.
Podía ver que los ojos azules brillaban con una tonalidad más oscura y eso sucedía cuando la pelinegra se enojaba. Pero ¿qué tenía ella que ver en eso?
¿Quieres sentarte? -preguntó, intentando parecer serena y obviando la brusca manera como Sarocha acababa de entrar a su oficina.
¡No! No quiero sentarme —respondió con hostilidad, mientras se cruzaba de brazos—. ¿Sabes qué? Estoy cansada, Rebecca. ¡Cansada de mentiras!
La castaña arrugó la frente sin entender a qué se refería. Sus miradas se desafiaban y los ojos azules de Sarocha se oscurecieron más.
-¿Mentiras? Discúlpame, Sarocha, pero no estoy entendiendo nada. Si te sientas y me explicas tal vez... —habló con sinceridad. De inmediato, su corazón comenzó a bombear fuerte cuando vio a la pelinegra rodear el escritorio, acortando la distancia entre ellas. Su cercanía le afectaba, pensó Rebecca, pero no tenía cómo moverse. Además, no iba a darle motivos para que creyera que la intimidaba.
¿Tal vez qué? ¿O me vas a decir que entre ustedes no hay nada? - cuestionó con sarcasmo, al tiempo que apuntaba su dedo al pecho de Rebecca, que tragó el nudo en su garganta; Sarocha estaba demasiado cerca y el aroma de su perfume le nublaba los sentidos, al punto de no entender de qué rayos hablaba. ¿Entre ellas? —. La doctora y tú —la acusó, apretando los dientes con rabia. No pensaba las cosas con frialdad y se dejaba llevar por el impulso de los celos y no le importaba.
¡¿Qué?! - exclamó Rebecca y logró apartarse unos
centímetros—
¡Estás loca! —le reclamó ofendida al reaccionar ante sus palabras—. Irin es mi psicóloga, además de mi amiga —pero no tenía que justificarse ante ella. ¿A qué diablos se debía todo ese teatro?, se preguntó.
Sarocha insinuaba que ella tenía una especie de relación romántica con su amiga; debía estar loca, porque de lo contrario, no se explicaba su arrebato.
—¿Tu amiga? —se atrevió a reír con ironía—. iSí, ahora se le dice amiga! Como a esto se le llama matrimonio, ¿no? —acortó la distancia que las separaba, ya podía sentir el aliento de Rebecca en su cara.
Sarocha parecía olvidar que las paredes de la oficina eran de cristal y que, a pesar de que no se escuchaba nada de lo que hablaban, sus cuerpos se veían al otro lado.
Mira, Sarocha, no sé qué tienes en la cabeza... - dijo a manera de burla Rebecca—. Y tampoco me importa -tragó saliva para bajar el nudo en su garganta—, pero créeme que no escogí este matrimonio —recalcó las palabras. Podía sentir los latidos de su corazón y temió que Sarocha también pudiera escucharlos—. Yo no te pido explicaciones de tu vida, así que tú...
esta vez fue ella quien le apuntó con el dedo- no pidas explicaciones de la mía -sentenció, sosteniéndole la mirada.
Sarocha pareció reaccionar y, como si de pronto la cercanía con Rebecca la quemase, se alejó. Rodeó el escritorio dándole la espalda. Se pasó la mano por la cara y se apretó el puente de la nariz. ¿Se había vuelto loca? Fue la pregunta que se hizo antes de llenar sus pulmones de aire. Fue entonces cuando reparó en el exterior de la oficina. Ella misma faltaba al pacto de mantener el matrimonio en secreto.
¿Todo porque se sintió engañada? No era motivo suficiente para que todo el mundo se enterase de que estaban casadas, mucho menos para su comportamiento. Se regañó y se obligó a enfrentarla.
La mirada de Rebecca era una mezcla de sentimientos, y miedo era uno de ellos. Se le hizo un nudo en el estómago que subió hasta su garganta y le oprimió el corazón. ¿Tenía miedo de ella? No, esa era la última cosa que quería.
Sarocha bajó la mirada a sus manos y, sin decir media palabra, salió de la oficina pasando junto al asistente, que de inmediato se precipitó a la de su jefa.
Cuando el asistente entró a la oficina, encontró a su jefa en un estado de catarsis. Sus manos apoyadas al escritorio intentando que sus Piernas aguantaran el peso de su cuerpo. La mirada fija en la puerta, sin poder creer lo que acababa de pasar. ¿Sarocha estaba celosa? La cuestión rondaba su cabeza, pero no podía darle créditos, no era posible que esa discusión hubiese sido real. La pelinegra acababa de insinuar que ella tenía una relación con Irin y de no ser porque sus palabras estuvieron cargadas de reproche, se habría reído.
-directora, ¿está bien? —le preguntó el asistente, que ya llevaba unos minutos observándola y ella ni se daba por enterada.
Rebecca tomó aire y trató de mostrar su mejor cara.
Sí, gracias —por un segundo dudó, no estaba segura de cómo comportarse—. La señorita
Chankimha... Ella... -intentó explicar, pero no supo qué decir. Tommy era un asistente leal, sin embargo, no si podía confiarle su complicada situación.
Directora, no tiene que darme ninguna explicación
le aseveró este con una mirada comprensiva-.
¿Está usted bien? -preguntó por segunda vez con ternura.
Ella asintió y le agradeció con un gesto. Tommy no dijo nada, no cuestionó nada, aun cuando en su cabeza tenía decenas de interrogantes.
¿Por qué la señorita Sarocha se comportó de esa manera? ¿Por qué estaban discutiendo? Porque fue eso lo que sucedió en esa oficina. Entonces, mientras regresaba a su escritorio, una loca idea pasó por su mente. ¿Era posible que los rumores que se escuchaban en la compañía, sobre el matrimonio secreto de la directora, tuviera algo que ver con Sarocha? Su cara fue la de alguien que acaba de dar con la respuesta a un enigma sin saberlo.
Rebecca se acomodó en su silla detrás del escritorio y relajó su cuerpo en tensión. ¿Qué diablos fue todo eso? ¿Por qué Sarocha le reclamó de esa manera?
¿Acaso estaba celosa? ¿Y por qué su corazón seguía latiendo desenfrenado? Tal vez porque aún podía sentir el olor embriagador del perfume de Sarocha y porque, en esos momentos, a pesar del miedo que le provocó su intensa mirada, deseó sentir sus labios sobre los suyos. Era una locura. Sí, todo aquello tenía que ser una locura, se dijo mientras recordaba las palabras de su amiga y psicóloga.
Dos horas antes...
"Como me digas que te gusta esa mujer, te mato".
La psicóloga estuvo encantada de aceptar su invitación a la hora del almuerzo; se encontraron en uno de los mejores restaurantes de comida brasileña de la ciudad. De hecho, Irin se desvivía por la exquisita carne que servían ahí y ella lo sabía.
Rebecca llegó unos minutos antes que su amiga y escogió una de las mesas más reservadas de la sala. A pesar de disfrutar de la compañía de la doctora, precisaba desahogarse. Por eso eligió un almuerzo y no la consulta de la psicóloga, porque necesitaba a la amiga y no la doctora.
En cuanto la pelirroja llegó, se acomodaron en la mesa, pidieron una botella de agua, aun cuando el vino era siempre una mejor compañía, pero ambas estaban en horario de trabajo y Rebecca sabía que su doctora se enojaría si la veía beber más de una copa.
Al inicio hablaron de cosas triviales, el trabajo y el tiempo. Una conversación cualquiera, en un restaurante cualquiera, entre dos amigas, pero la psicóloga era consciente de que ella no solo quería hablar de trivialidades.
Dos horas antes...
"Como me digas que te gusta esa mujer, te mato".
La psicóloga estuvo encantada de aceptar su invitación a la hora del almuerzo; se encontraron en uno de los mejores restaurantes de comida brasileña de la ciudad. De hecho, Irin se desvivía por la exquisita carne que servían ahí y ella lo sabía.
Rebecca llegó unos minutos antes que su amiga y escogió una de las mesas más reservadas de la sala. A pesar de disfrutar de la compañía de la doctora, precisaba desahogarse. Por eso eligió un almuerzo y no la consulta de la psicóloga, porque necesitaba a la amiga y no la doctora.
En cuanto la pelirroja llegó, se acomodaron en la mesa, pidieron una botella de agua, aun cuando el vino era siempre una mejor compañía, pero ambas estaban en horario de trabajo y Rebecca sabía que su doctora se enojaría si la veía beber más de una copa.
Al inicio hablaron de cosas triviales, el trabajo y el tiempo. Una conversación cualquiera, en un restaurante cualquiera, entre dos amigas, pero la psicóloga era consciente de que ella no solo quería hablar de trivialidades.
Esa reacción la dejó sin palabras por unos segundos
. ¿Beca, es... es en serio?
le salió en un hilo de voz que aclaró con agua.
Rebecca apenas se encogió de hombros.
-—No lo sé, Irin. No sé qué me pasa.
Su voz quebrada hizo que la preocupación se alojase en el corazón de la doctora.
Su amiga pasaba por un momento complicado; temía que todo aquello pudiese desencadenar un fuerte estado de ansiedad que provocaría nuevas crisis y ella no quería eso.
Rebecca era fuerte y seguía combatiendo sus batallas.
Buscó otra vez sus manos y las apretó con ternura.
—Anda, cuéntame —la instó.
Así fue así como Rebecca intentó sincerarse con Irin.
Aceptó que estar junto a Sarocha esas últimas semanas le provocaba sentimientos encontrados que no terminaba de entender. Se sentía atraída por ella, por su voz, sus ojos, sus manos. Cuando la tenía cerca, sentía que su corazón se aceleraba y se ponía nerviosa. De la misma manera, la pelinegra la sacaba de sus casillas e irritaba. Su forma de hablarle, el modo como la vio esa tarde tras la discusión con su abuelo. Obvió el hecho de que también trató de besarla y ella salió corriendo. Eran sentimientos nuevos y eso la asustaba. Necesitaba de su amiga y de su experiencia en ese campo, porque ella no tenía mucha, para no decir que ninguna.
Irin la escuchó sin interrumpirla; la vio beber de vez en cuando de su copa con agua para aclararse la garganta. Cuando terminó sus desvariadas explicaciones, esta buscó su mirada pidiendo ayuda.
La doctora aceptaba sus decisiones y trataba de apoyarla como su amiga, pero no comprendía su decisión con respecto al matrimonio con Sarocha.
Beck... —el diminutivo de su nombre en los labios de su amiga, psicóloga y confidente, sonó dulce, comprensivo, y ella dejó escapar el aire
. No soy sexóloga, pero no creo que haga falta un doctorado en eso para saber que te gusta. Sarocha te atrae como mujer y no veo por qué eso es un problema -dijo Irin.
Rebecca se cubrió otra vez la cara con las manos.
—¡Pero yo no soy lesbiana! —exclamó angustiada—.
¿Por qué me siento así? ¿Nunca me había pasado? — sus preguntas tenían algo de validez.
Irin intentó explicárselo de la mejor manera posible.
-Beck, eso no tiene nada que ver —le aseguró. Buscó sus manos sobre la mesa y las apretó con ternura -.
Mira, tu infancia no fue fácil. La muerte de tus padres, tu accidente, el hecho de que creciste en un entorno que no era precisamente familiar, tal vez estas cosas han influido en tu vida. Richard siempre fue un hombre estricto. Lo que para él era normal, para ti nunca lo fue, pero te conformaste. No buscaste respuestas a preguntas que tal vez te hiciste y por eso no te diste cuenta —las palabras de la pelirroja sonaban reales, fue como si en su interior se abriera una puerta que antes no estaba—. Mira, en mi trabajo encuentro a muchas personas que no entienden que sea posible, pero créeme que aceptar tu sexualidad es algo que puede suceder en cualquier momento. No existe una edad prefijada.
-¿Quieres decir que siempre he sido lesbiana y hasta ahora me doy cuenta? —le parecía una broma. Era imposible que a sus casi veintiocho años no se percatara de que era homosexual, pensó. Luego analizó toda la situación. ¿Y si era posible?, le susurró una vocecita en su cabeza. Si recordaba su infancia, adolescencia y adultez, se daba cuenta de que nunca tuvo la oportunidad de interrogarse sobre
su vida sexual.
Después de la muerte de sus padres, se vio postrada a una silla de ruedas; sus amigas se alejaron y se quedó sola. Luego llegaron los fisioterapeutas, los psicólogos y sus traumas. Su adolescencia no fue mucho mejor, pensó, recordando la sesión que tuvo con el doctor Fontana; un hombre que le daba repulsión, pero que, según su abuelo, era el mejor en su campo. Aquel médico nunca le inspiró confianza, así que jamás se atrevió a contarle cómo se sentía cuando veía a su única amiga del colegio besar a su novio.
Camila, su nombre era Camila, recordó y se sorprendió por aún tenerlo en su memoria. ¿Por qué no siguieron siendo amigas?, se preguntó. Fue como si la luz llegara de lo más alto de los cielos. Ella fue quien se alejó de Camila; fue quien se encerró en los libros y en los estudios. Y recordó que eso fue lo que provocó su mayor crisis y terminó por casi un año en una clínica de rehabilitación tras intentar el suicidio.
Sí, porque eso fue lo que hizo.
Intentó matarse con apenas quince años, ingiriendo una alta dosis de sus medicamentos. No quería recordar esa etapa de su vida; en realidad evitaba recordar todo lo relacionado con su pasado por miedo a enfrentar sus traumas. Así que sí, existía la posibilidad que se sintiera atraída por Sarocha y que, en efecto, ella fuera lesbiana.
El aviso de un mensaje en su celular la regresó al presente; estiró la mano sobre la mesa y revisó el dispositivo. Torció el gesto al leer las primeras palabras y el nombre. Dejó escapar un suspiro; no tenía ganas de hablar con Enzo y mucho menos estaba de ánimos para sus reclamos y ñoñerías.
Desde la muerte de sus padres, su hermanastro intentaba ser el centro de atención y no dejaba de meterse en problemas con tal de conseguirlo. No entendía por qué Enzo se obstinaba en ser la víctima.
Si tanto lo deseaba, ella con gusto le habría cedido su lugar y con eso todo el dolor, las cicatrices, las terapias y la culpa. Sobre todo, la culpa; porque a pesar de que llevaba años en terapia, seguía pensando que, si ella no hubiera insistido en ir a aquel viaje a la montaña, su familia seguiría viva.

Amor por un contrato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora