Capítulo 27

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A pesar de haberse ido temprano a la cama, Rebecca no logró conciliar el sueño hasta pasada la medianoche; y ni siquiera entonces consiguió descansar.
Otra vez despertó a mitad de la madrugada empapada en sudor y con lágrimas que bañaban su rostro como evidencia de la pesadilla que atormentaban sus sueños. Utilizando ejercicios de respiración, logró calmarse y tomar sus medicinas cuando el reloj marcaba casi las tres y media de la mañana. Tomó una ducha caliente que alejó el malestar de su cuerpo y volvió a refugiarse debajo de las sábanas con la esperanza de dormir las horas que le quedaban antes del amanecer. Bajo el efecto de los ansiolíticos, agradeció no haber despertado a nadie en la casa como solía suceder cuando sus pesadillas eran tan reales que volvía a aquel día fatal.
En algún momento, se quedó dormida y, a pesar de las pocas horas de sueño profundo, en la mañana se sentía relajada, aun cuando las marcas negras que rodeaban sus ojos evidenciaban lo contrario. Delante del espejo del baño se aplicó algo de maquillaje para cubrirlas. De vuelta a la habitación, se vistió con unos pantalones chinos de color crema, una camisa de cuello de color negro y se calzó unas sandalias de cuña cerradas del mismo color que la blusa. Recogió su pelo en una coleta alta que le daba un toque más juvenil y se gustó.
Por alguna razón, esa mañana quería lucir más elegante y menos anciana, pensó, mientras se dirigía a la cocina en busca de una taza de café. Eso sí, esperaba no tener que encontrarse con Sarocha a primera hora. Por culpa suya y de su intensa mirada, casi corrió a esconderse en su cuarto sin apenas terminar de cenar. Aceptar que se sentía atraída por la pelinegra hizo que comer en su presencia fuera más una tortura que un placer. Sobre todo, porque Sarocha no dejó de mirarla durante la cena. Pasar junto a la mesa del comedor le hizo recordar la noche anterior.

La noche anterior
La mesa estaba preparada para tres, cuando Rebecca llegó al comedor, seguida por su abuelo y Sarocha. Su abuelo ocupó la cabecera de la mesa, ella de su lado derecho, mientras que su esposa lo hizo a su izquierda, quedando ellas frente a frente.
Gi les sirvió un delicioso estofado de res con verduras horneadas. Cuando Richard propuso abrir una botella de vino, ninguna de las dos se negó; incluso cuando ella sabía que no debía mezclar las bebidas y los medicamentos. De hecho, esa tarde en la que conversaron, su abuelo le explicó el tratamiento que seguía. Los médicos decían que no era un tratamiento que curaría su enfermedad, pero aliviaría su dolor y le permitiría llevar una vida bastante normal hasta que llegara su momento. Sus ojos estuvieron a punto de derramar unas cuantas lágrimas, pero se obligó a contenerse.
Durante la cena, y mientras comían el delicioso estofado, Rebecca no estuvo segura si fue su imaginación o si fue culpa del vino, pero notó que esa noche la atmósfera era diferente, incluso agradable.
La mujer de pelo largo estuvo conversando con su abuelo y, aunque los temas eran bastante triviales, ella se sintió a gusto escuchándolos. Tuvo que reconocer que Sarocha y el anciano tendían a defender sus opiniones con énfasis y energía; y eso le gustaba.
Y no era la única cosa; cada vez que sus miradas se encontraban, Rebecca experimentaba la misma sensación de estar sobre unas montañas rusas dentro de ella. Sarocha no dejaban de mirarla cada vez que la copa de vino tinto se acercaba a sus labios y su lengua saboreaba el líquido rojo. Una extraña sensación que le agradó experimentar y anheló más.
En el presente...
Rebecca llegó hasta la cocina; apenas cruzó el arco que la separaba del comedor, supo que sus deseos de no encontrarse con Sarocha no serían cumplidos.
El aroma de su esposa inundaba la cocina. Rebecca sintió que su corazón se desbocó. ¿Por qué tenía que ser tan jodidamente elegante y lucir tan despreocupada al mismo tiempo?, se preguntó, intentando calmar sus latidos. Como siempre, ella saludó a su nana y notó que la pelinegra tenía la vista fija en la pantalla del celular.
Gi le devolvió los buenos días desde los fogones donde trasteaba con una cazuela.
Rebecca rodeó la isla para sentarse. Fue en ese preciso momento en que estaba a punto de sentarse que Sarocha levantó la vista hacia ella y le dio los buenos días con una voz demasiado suave y sensual.
O esa fue lo que imaginó, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba y un escalofrío recorrió su espina dorsal.
Agradeció que Gi llegó con una taza de café y la dejó ante ella. Necesitaba el líquido como si tratara de una linfa vital; se llevó la taza a los labios para intentar calmar la sequía que advertía en su garganta.
Masculló una maldición por lo bajo cuando se quemó. No supo si lo imaginaba o era real, pero Sarocha sonrió pegada a la taza que sostenía.
Un tanto avergonzada, tomó una servilleta y se limpió los labios, evitando la mirada de la otra mujer que volvía a la pantalla del maldito aparato. ¿Qué tan importante era lo que leía en ese coso?
La voz enérgica de José las sorprendió mientras entraba en la cocina dando los buenos días. El hombre vestía un traje negro con una camisa blanca debajo. Su sonrisa era radiante. El chofer siempre parecía feliz y disponible. Rebecca le devolvió el saludo sonriendo, contagiada por él; se arrepintió cuando al devolver la mirada a su taza, sus ojos se fueron directos a los de Sarocha. Notó que esa mañana tenía una tonalidad más oscura; experimentó lo que se podía llamar una transmutación de estado cuando sintió sus Piernas hacerse gelatina al recibir la media sonrisa que esta le ofreció. Con timidez, dirigió la vista a Gi y a José, que hablaban cerca del lavadero. Notó que el ama de llaves se sonrojó por algo que le dijo el chofer.
Rebecca se burló mentalmente por no ser la única que sentía mariposas en el estómago.

Amor por un contrato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora