Capítulo 35

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Sarocha no estaba preparada para ver a Rebecca caer frente a ella como si se tratara de una delicada pluma y lo único que atinó fue a sostenerla. Con ella entre sus brazos, pidió ayuda a todo pulmón; en segundos, aparecieron varias enfermeras y médicos que se ocuparon de su esposa, que fue trasladada a la sala de emergencias. Una vez que los médicos la examinaron y determinaron que no tenía herida alguna, y que sus signos vitales eran normales, salieron para hablar con ella.
—La señorita Armstrong está estable, suponemos que fue el impacto de ver a su abuelo en esas condiciones lo que provocó su desmayo —indicó el médico-. De igual manera, la mantendremos en observación por una hora y luego podrán ir a casa.
-Gracias, doctor. Muchísimas gracias -Sarocha se apresuró a estrecharle la mano al clínico y fue entonces que dejó escapar el aire que no sabía que contenía.
-¿Sabe usted si la señorita Armstrong sufre de alguna enfermedad crónica? -preguntó un segundo médico que abandonó la sala en ese instante.
—Ella es una paciente con TEPT -respondió una voz, antes de que Sarocha pudiese contestar a la interrogante del médico.
La pelinegra se volteó conteniendo la rabia al ver a la doctora ser seguida por José, que bajó la mirada en cuanto sus ojos se posaron en él. El chofer sabía que ella se negó a que llamaran a Irin, pero en cuanto el médico llegó a informarles del estado de Richard y ellas fueron a verlo, supo que era su deber avisar a la doctora.
—Soy la doctora Irin Ricci —se presentó la psicóloga, ignorando por completo su presencia—. Rebecca es mi paciente —les informó a los clínicos y de inmediato los tres se pusieron a intercambiar palabras y términos médicos que Sarocha no comprendía del todo.
-La señorita Armstrong podrá marcharse a casa dentro de una hora - aseguró el doctor y dio por terminada la visita.
Ya a solas, Sarocha dejó salir su rabia.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —le preguntó a la doctora con coraje y la vista fija en el pobre chofer, que juraba que acababa de meterse con la persona equivocada.
—No es culpa de José —declaró Irin, luciendo arreglada hasta el último de sus cabellos.
La doctora parecía acabar de salir de una revista de modas, pensó Sarocha, al reparar en la forma como iba vestida. Su cabello estaba peinado en un moño alto y lucía un elegante juego de collar y pendientes de oro que contrastaban con el color negro del vestido que se ceñía a sus curvas.
—Rebecca y yo quedamos en cenar esta noche.
Cuando no apareció, supuse que algo había pasado - explicó la doctora con suficiencia—. Y ya que estamos con las interrogantes, ¿puedo saber por qué no quiso que José me llamara cuando ella recibió la noticia
sobre Richard?
Sarocha no se esperaba esa pregunta; se sintió juzgada por segunda vez ante ella.
—No creo que deba darle explicaciones sobre mis decisiones, doctora Ricci —respondió, sintiendo que un fastidioso dolor de cabeza comenzaba a insinuarse entre sus ojos—. Además, Rebecca estaba bien hasta hace poco. No creí necesaria su presencia. ¿Es eso un problema?
A pesar de que las dos mujeres se enfrentaban con las miradas y que Sarocha sentía que la presión de los eventos empezaba a cobrarle factura, no iba a bajar su guardia.
Es un problema si la salud de Rebecca está en juego
replicó la pelirroja con coraje. Las alas de su nariz se agrandaron y el color de sus ojos se intensificó.
Ella no entendía por qué, pero de que no le gustaba Sarocha, no le gustaba. Esperaba que su amiga no se enamorara de ella, o de lo contrario no sabía si lograría disimularlo.
—¡Madre mía! ¡Es un caos encontrar estacionamiento! -se escuchó decir a un hombre que llegó junto a ellas y ocupó el lugar al lado de la doctora-. Bruno Morelli -se presentó, tendiendo su mano a Sarocha, que se quedó mirándola por más de dos segundos.
-Sarocha Chankimha —respondió, devolviéndole el saludo y estrechando su mano.
A pesar de que el hombre se presentó, la pelinegra no tenía idea de quién era, pero estaba claro que acompañaba a la doctora.
Sarocha intuyó que no era la primera vez que escuchaba de ella; lástima que no era recíproco.
—Es un placer conocerte al fin. He oído hablar mucho de ti -comentó él, frente a si mirada interrogante.
—Yo, en cambio, no —dijo con un tono serio.
—¿Cómo están Rebecca y Richard? —le preguntó Bruno a Irin.
Sarocha se sintió excluida por segunda vez.
Sintiéndose fuera de lugar, decidió que era mejor alejarse antes de comportarse como una estúpida celosa. Sí, porque debía admitir que fueron celos lo que sintió cuando vio llegar a la pelirroja. Ahora, sentada en una de las mesas de la cafetería que había en el piso, se dijo que era una tonta. Tenía que haber aceptado llamar a la doctora desde el primer momento y no actuar como si supiera cómo manejar la situación con Rebecca. No tenía la menor idea de cómo debía comportarse en caso de una de sus crisis.
Saber que sufría de TEPT no la hacía apta para ayudarla.
—¡¿Señora Sarocha?! —la voz de José la devolvió al mundo real. Por un segundo, ella se preguntó cuánto tiempo llevaba sentada en esa mesa—. Yo... yo lo siento mucho, señora. No quise ser grosero al llamar a la doctora, pero es que... Es que ella es la única que sabe cómo ayudar a la niña —se justificó con la voz cargada.
José permaneció parado como una estaca junto a la mesa. Sarocha dejó escapar un suspiro y levantó la vista.
-Tranquilo, José. Sé que Rebecca es importante para usted - susurró, levantándose de la silla -. Puedo entender por qué lo hizo.
-Gracias —murmuró, mostrándole una media sonrisa.
Ella se la devolvió, aun cuando no tenía ganas de sonreír. Pasó otra hora desde que escapó, así que no le quedaba más remedio que volver, pensó. Se ajustó la chaqueta como si con ese gesto pudiera aflojar el peso que sentía en los hombros a causa del estrés
acumulado ese día.
—Será mejor que llevemos a Rebecca a casa -sugirió
Sarocha y caminó fuera de la cafetería, siendo seguida por el chofer.
Rebecca despertó poco después de que Irin y Bruno entraran a la habitación donde se encontraba. La doctora se apresuró a llegar a su lado en cuanto oyó que se quejó, mientras que Bruno permaneció a los pies de la cama.
—¡Hey! Tranquila, tómalo con calma -susurró, Irin, ayudándola a sentarse en la cama. Le daba vueltas la cabeza a causa de unas náuseas que sintió, apenas abrió los ojos y la luz de las bombillas golpeó sus
córneas
-. Has sufrido una crisis, pero ya pasó —le informó cuando Rebecca terminó de sentarse y se llevó una mano a la frente.
—Mi.... mi abuelo... Mi abuelo está... —murmuró la castaña con la voz cortada a causa del sedante que le suministraron. Sintió que los brazos de Irin la protegían en un abrazo.
—Lo sé... Tranquila, todo va a estar bien -intentó convencerla la psicóloga y ella se dejó consolar-.
Richard está estable. Aquí lo tendrán bajo control.
-Tú... ¿Cómo? -era evidente que se refería a cómo llegó al hospital.
—Me preocupé cuando no llegabas a la cena. Después de llamar a la casa y hablar con Gi, supe de tu abuelo y, pues, intenté localizarte, pero no respondías —le explicó. Irin hizo una pausa para dejar que Rebecca asimilara sus palabras—. Luego recibí la llamada de José y aquí estamos — dijo, acomodándole un mechón de cabello que cubría parte de su rostro.
La visión de esa escena podía resultar tierna, maternal, para cualquier que pasara frente a la habitación, pero no lo fue para Sarocha. Sus pies se bloquearon en el umbral de la puerta al ver que Irin acariciaba el rostro de Rebecca porque supo descifrar la mirada que esta le dedicó. Una ola de celos volvió a subir por su cuerpo; trató de contenerse, ya que no era el momento, ni el lugar para una escena. Además, su esposa le aseguró que entre ellas no había nada y quería creerle.
Rebecca reparó en la figura de Sarocha y sin poder disimular su asombro, se alejó de la mano de Irin, aunque no podía ir muy lejos sentada en esa cama de hospital.
—¡¿Sarocha?! —la voz de Rebecca se advirtió aún afectada por los ansiolíticos, pero su mirada reflejó sorpresa al verla—. Estás... Estás aquí
—dijo con incredulidad.
Su tono molestó a la pelinegra, que no se movió de la puerta.
—¿Y dónde más iba a estar? —soltó Sarocha sin mucho tacto, pero se arrepintió al segundo.
Rebecca apartó la vista de ella y recorrió la habitación. La cama, una puerta y un mueble con gavetas, era lo que la componía; tan fría y aséptica como los pasillos de aquel lugar.
—Pensé que te habías marchado -dijo al terminar su inspección. Tenía que ser sincera porque, en cuanto despertó y se topó con Irin y Bruno, la sensación de abandono la embargó. Ahora estaba segura de que el motivo fue no ver a Sarocha a su lado.
—Ya ves que no —respondió su esposa con un tono más delicado y se atrevió a dar un par de pasos al interior del cuarto—. ¿Cómo te sientes?
—Mejor.
-Entonces creo que podemos volver a casa -opinó
Sarocha, sin apartar la vista de ella. Sentía la necesidad de tocarla, de asegurarse de que de verdad estaba bien, pero no podía hacerlo. No con la mirada de la doctora y ese hombre sobre ella.
—Nosotros llevaremos a Rebecca - intervino Irin, ayudando a la castaña, que intentaba levantarse de la cama.
-¿Perdón? -Sarocha no entendió.
—¡Irin! —la voz de Bruno sonó con un tono de advertencia, pero su mujer levantó la mano, haciéndolo callar.
—Creo que dada la situación, es lo mejor - concluyó la doctora-. Además, quiero asegurarme que beck esté bien una vez llegue a casa —la última frase la expresó clavando la mirada en la pelinegra, dejándole claro que no confiaba en ella.
Sarocha apretó con fuerza los dientes y su respiración se aceleró por el coraje que sentía. Aun cuando quería encarar a la doctora y decirle que podía encargarse de que su esposa llegara a casa sana y salva, no podía decidir por ella.
—¿Por qué no dejamos que ella decida? -dijo con la mirada fija en la pelirroja y las esperanzas colgando de un hilo delgadísimo.
Rebecca no entendía qué diablos pasaba, pero no quería que su amiga y la mujer que anhelaba, se enfrentaran de esa manera por ella. Sí, porque estaba segura de desear a Sarocha como a nadie.
Ingenuamente, paseó la mirada desde Irin hasta Sarocha y luego de regreso.
—Creo que... es... es mejor si voy con ellos —expuso sin entender el porqué de su decisión y se arrepintió de tomarla cuando vio la sombra que oscureció los
ojos de su esposa.
-Entonces creo que no tengo nada más que hacer aquí -sentenció Sarocha y, sin más, se volteó y desapareció por el pasillo que antes recorrió.
José la siguió casi corriendo, puestos que sus pies se movían a gran velocidad. Sarocha sentía la rabia crecer en su pecho. Estaba segura de que no faltaba mucho para que ese sentimiento explotara. Iba tan concentrada en sus pensamientos, que ni siquiera se percató de cuando empujó a una paciente que se cruzó con ella. José se disculpó con la mujer en su nombre y antes de perderla de vista, reanudó la marcha.
Sarocha se detuvo una vez cruzó las puertas de salida del hospital; no tenía idea de dónde había quedado el auto, así que solo podía esperar por el chofer. José llegó a su lado en segundos, pero no se atrevió a mirarla. Él entendió lo que pasó antes, era evidente que Sarocha estaba enojada con su niña.
Durante las últimas semanas, José había notado la extraña relación que mantenían las dos; le resultaba complicado comprender cómo era posible que estuvieran casadas y se trataran como dos extrañas.
Por supuesto, no se atrevería jamás a preguntar u opinar. A pesar de que Rebecca era como una hija para él, seguía siendo un empleado y debía mantener su posición.
Sarocha lo siguió en silencio cuando él se encaminó hacia el lado derecho del hospital. Subieron al auto en el mismo silencio; solo cuando estuvieron en movimiento, ella le dio una dirección que no coincidía con la de la propiedad de los Armstrong.
Después de que Sarocha se marchara, Rebecca fue acompañada por Irin y Bruno al auto de estos; de ahí se dirigieron a la propiedad de los Armstrong.
Tardaron más de media hora en llegar. Tiempo en el que ella no pronunció palabras porque seguía dándole vueltas a la reacción de Sarocha. Sabía que estaba enojada, pero ¿por qué?
Al llegar a casa, Rebecca se encontró con Gi en histeria. La pobre mujer no había tenido noticias desde que se llevaran a Richard al hospital; cuando la vio entrar en compañía de Irin, casi le da un infarto.
Bruno se encargó de ella; tras informarla de la situación, hicieron que la nana se fuera a la cama. La castaña no pasó por alto el hecho de que Sarocha no se hallaba en la casa cuando llegó; aun así, esperaba que regresara pronto.
Irin se despidió de ella con la promesa de acompañarla el día siguiente a ver a su abuelo. Luego Rebecca decidió darse un baño para intentar aliviar la tensión. El agua tibia cayó sobre su cuerpo en el momento en que abrió el grifo; mientras sentía que sus cabellos se mojaban, recordó cuando Sarocha sostuvo su mano al llegar al hospital y al consolarla en el auto. También cómo acarició su espalda mientras ella se apoyaba en su pecho y el aroma de su perfume. ¡Dios! Podía hacerse adicta a ese aroma, pensó, al tiempo que se enjabonaba. Sentir sus manos recorrer su cuerpo provocó que una descarga eléctrica despertara su parte más íntima y ahogó un gemido. Se mordió con fuerza el labio inferior, reprimiendo la necesidad que apremiaba en su interior. No estaba acostumbrada a que su cuerpo reaccionara de esa forma, mucho menos después del estresante día que tuvo y que aún no terminaba.
Salió de la ducha y se cubrió con un albornoz; ni siquiera secó su cabello. No tenía fuerza para hacerlo.
Lo único que deseaba era saber si Sarocha estaba de regreso para agradecerle por las molestias que se tomó ese día. Salió del cuarto llevando aún el albornoz como ropa; eso sí, antes de salir tuvo la decencia de ponerse unas bragas. Caminó descalza;
agradeció que el piso del pasillo estuviera cubierto por una suave alfombra que amortiguó sus pasos, mientras se desplazaba despacio, como si temiera llegar al final del pasillo donde se hallaba la habitación de Sarocha. Se detuvo en cuanto reparó en la puerta entreabierta y la luz apagada. La indecisión la atacó; estuvo a punto de girarse y volver sobre sus pasos, pero ya estaba ahí, así que llenó sus pulmones de aire y su alma de valor.
Rebecca acercó la mano al pomo de la puerta y apenas la empujó. En el interior reinaba la penumbra, la luz de luna se colaba por las ventanas y el silencio era el protagonista. Sarocha no se encontraba. No había ni rastros de ella; la cama estaba intacta. Un nudo se le formó en la boca del estómago. Había pasado media hora o más, desde que llegó a casa y Sarocha aún no lo hacía. La angustia sustituyó el temor que experimentó antes;
salió de la habitación con pasos firmes. Necesitaba saber dónde estaba su esposa; o al menos si se encontraba bien. Sin pensarlo dos veces, entró de nuevo en su habitación con la intención de buscar su celular, pero no lo halló.
Fue entonces cuando recordó que no tenía su cartera al subir al auto de Irin, por lo que debía seguir en el Maserati. La angustia aumentó en su interior; no pensaba con claridad, así que lo único que le vino a la cabeza fue llamar a José desde el teléfono fijo.
Salió de su habitación y casi corriendo descendió las escaleras hasta llegar al salón. Junto a la mesita del teléfono había una agenda que contenía números de emergencia y los de sus empleados. Sus manos temblaban mientras buscaba el nombre de su chofer.
Sintió su corazón descontrolado al esperar que la línea conectara tras marcar el número.
La voz adormilada de José le respondió tras seis tonos. Rebecca no tuvo mucho tacto al preguntarle dónde se encontraba. El pareció confundido al principio, pero luego se limitó a responderle que se hallaba en su apartamento y, sin que ella formulara otra interrogante, le informó que había dejado a Sarocha en un complejo de apartamentos en el centro de la ciudad.
Rebecca se disculpó con José por molestarlo y le agradeció por todo lo que hizo ese día. Se quedó con el teléfono pegado al pecho y una amarga sensación recorriéndole el cuerpo tras saber que Sarocha no llegaría a casa esa noche. Devolvió el aparato a su base, experimentando una fuerte opresión en el pecho.
Sus ojos se inundaron de unas lágrimas que no supo de dónde salieron y que la acompañaron mientras regresaba a su habitación. Y siguieron mojando sus mejillas mientras se metía en la cama y se hacía un ovillo. Y luego llegaron los sollozos que trató de callar con la cara hundida en la almohada; esta vez no se despertaba llorando por una pesadilla.
Esta vez intentaba dormir, mientras lloraba por no saber cómo enfrentar lo que estaba sintiendo por esa mujer que no entendía. Por no saber cómo tratar con Sarocha sin que ambas salieran lastimadas.
Sarocha entró en su antiguo apartamento y se dejó envolver por el silencio, por la soledad que inundaba cada pared. Ni Rebecca, ni Heidi; esa noche dormiría sola con sus pensamientos que no dejaban de atormentarla y que no la abandonarían con facilidad. @
Dejó caer su mochila sobre el sofá; sin muchas ganas fue quitándose cada prenda hasta quedar en ropa interior, le daba igual el reguero que dejó a su paso.
Lo único que quería era acostarse, cerrar los ojos y dormir. Dormir hasta que su mente estuviera vacía y su corazón dejara de latir dividido por aquellos sentimientos.
El miedo era uno de ellos; tenía que aceptar que moría de miedo de enamorarse de Rebecca y de no ser la persona adecuada para cuidarla.
¿Qué tal si no tenía la capacidad para enfrentarse a sus necesidades? Y no pensaba en las económicas o físicas. Mientras se deslizaba debajo de las sábanas de su cama, recordó que se sintió perdida cuando Rebecca colapsó frente a ella; no supo qué hacer para ayudarla. ¿Y si sucedía de nuevo? ¿Y si ella no era capaz de reaccionar?
Tenía que ser sincera, no estaba preparada para enfrentarse a la condición médica de su esposa y si quería permanecer a su lado, tendría que aprender a estarlo. Se sorprendió ante ese pensamiento; a pesar de su cuerpo exhausto, una media sonrisa se dibujó en su rostro, pero desapareció cuando recordó a Irin y cómo se comportó con su esposa. Como si solo ella pudiera decidir qué era mejor para Rebecca. Se acomodó bajo las sábanas e intentó conciliar el sueño, aunque sabía que le resultaría difícil.
Cuando el reloj marcó las seis y media, y el insistente sonido de su alarma empezó a martillarle los oídos, Sarocha dejó escapar un suspiro. Había conseguido dormir algo, no era suficiente como para sentirse menos cansada, pero bastaría para enfrentar la jornada. Cuando sus ojos empezaron a acostumbrarse a la penumbra de su habitación, se sintió confundida. De pronto recordó que estaba en su antiguo apartamento y que era la primera vez, después de muchas noches, que no dormía bajo el mismo techo que Rebecca. Pensar en ella a primera hora de la mañana fue toda una sorpresa. Mientras sacaba su cuerpo de debajo de las sábanas y se dirigía al cuarto de baño, se dijo que necesitaba llamarla para saber cómo había pasado la noche. Sabía que la encontraría en la compañía, aunque después de todo el estrés al que fue sometida, lo mejor sería que se tomara el día libre. Ella se lo habría recomendado, pero no estaba segura de que la escuchara.
Sarocha salió del baño veinte minutos más tarde con el cabello húmedo. La noche anterior se metió directo en la cama, por lo que una ducha siempre ayudaba a poner en funcionamiento a sus neuronas. Se vistió con unos pantalones de jean, una camisa con motivos florales y zapatillas de estilo deportivo. Como la temperatura era agradable, ni siquiera secó su cabello. Se dispuso a dejar el apartamento con la intención de detenerse en el primer café que localizara; precisaba de una dosis doble si quería parecer humano esa mañana.
Mientras bajaba las escaleras que la separaban del exterior, recordó que había dejado su auto en la compañía; se maldijo porque llegaría tarde si tenía que llamar al servicio de taxis. Resignada, se dispuso a marcar el número que encontró en el motor de búsquedas de Google; mientras conectaba con la central de taxis, caminó por la acera. Dos calles más allá había una cafetería y, aunque no solía frecuentarla, requería con urgencia un buen café.
Entró en el local llamando la atención de algunos clientes que ocupaban las mesas. Tras saludar a las dos mujeres detrás de la barra, pidió un expreso doble mientras esperaba al taxi. Apoyada de la barra, aguardó por el café con el celular en la mano y los ojos clavados en la pantalla revisando las notificaciones. Encontró un mensaje de Heidi. Dudó si abrir el contenido; de hecho, se dedicó a revisar su correo electrónico donde halló un e-mail de Sandra.
Al parecer, su amiga había descubierto algo relacionado con Enzo Armstrong y necesitaba verla. @
Sarocha no demoró en responderle desde la aplicación de WhatsApp.
¿Te parece si nos vemos a la hora de almuerzo?, tecleó. Luego se dio cuenta de que aún era demasiado temprano para recibir una respuesta por parte de Sandra. Estando ya en la aplicación, no podía evitar leer el mensaje de Heidi, se daría cuenta de que entró online en cuanto revisara su celular.
Sar, ¿cómo está tu padre? Dijiste que ibas a avisarme, pero desapareciste.
Espero que no sea grave... Me voy temprano en la mañana y estaré ocupada todo el día. ®
Por favor, escribe cuando veas el mensaje. TQ
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Sarocha sintió que su estómago se revolvió cuando la barista le entregó el envase de cartón. Ni siquiera fue capaz de tragar el primer sorbo del ansiado líquido.
El nudo en su garganta se hizo más fuerte al pensar en que debía responderle a Heidi y que no merecía más mentiras, pero no sabía cómo decirle la verdad.
Fue ella quien le pidió que la perdonara. Fue ella quien le dijo que Rebecca no significaba nada y que jamás lo haría. Fue ella misma quien le aseguró que toda esa situación era temporal y que pronto volverían a estar juntas como antes. No había dejado de amarla, pero no podía negar que cada vez se sentía más atraída por su esposa e involucrada en su vida.
Y, aunque no era creyente, podía decir que Dios era testigo de que no buscó nada de eso.
El taxi llegó unos minutos después de que abandonó la cafetería. En cuanto subió, le indicó al taxista la dirección de la compañía. Necesitaba trabajar, meterse de cabeza en algún proyecto que ocupara su mente al menos por unas cuantas horas. Ya luego lidiaría con sus sentimientos.

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