Capítulo 41

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Varios días después...
El insistente repique de su celular, en algún lugar de la habitación, sacó a Sarocha del mundo de Morfeo. Poco a poco sus ojos fueron acostumbrándose a la claridad que se filtraba a través de las cortinas. La extraña sensación que experimentó al comprobar que el otro lado de la cama yacía vacío, fue nueva. El silencio le indicó que Rebecca no estaba.
Un sentimiento de abandono la embargó en el segundo que su cerebro procesó la información. Con pocas ganas, apartó las sábanas, pues su celular no iba a darle tregua. Dejó asomar una sonrisa pícara al ver su cuerpo desnudo. Había sido su turno de despertar sola, pero recordar las horas previas le provocó un escalofrío.
El repique volvió a oírse con más fuerza; dejando escapar un suspiro, trató de ubicar el aparato entre las ropas que vistió la noche anterior y que seguían en el piso. La notificación de llamada perdida apareció en la pantalla para cuando lo encontró en el bolsillo del pantalón; aunque que se trataba de su madre, no iba a contestarle. Mucho menos iba a responder a la serie de mensajes de WhatsApp de su hermana y de su amiga, que no dejaba de hostigarla esos días.
Habían pasado tres semanas desde la primera noche que hizo el amor con Rebecca y, a pesar de que ninguna de las dos tocó el tema el día siguiente, las piezas de aquel rompecabezas parecían haber encajado a la perfección.
Su cuerpo desnudo le recordó las caricias y besos que compartieron la noche anterior; aun cuando despertar sola le provocó un sentimiento de abandono, sabía que su esposa no se marchó sin motivos. Rebecca siempre despertaba antes que ella; aunque compartían la cama cada noche, ella seguía manteniendo sus ropas en su antigua habitación.
Esa situación no le molestaba, siempre y cuando Rebecca no la abandonara a mitad de la noche, arrepintiéndose de lo que compartían. Era cierto que el día después de su primera noche, se sintió asfixiada por las decenas de preguntas que asediaron su cabeza; porque le bastó una noche con su esposa para que su corazón se encogiera ante la sola idea de no tenerla entre sus brazos al despertar. Y ahora sabía la razón. ¿Cuándo empezó a enamorarse de Rebecca? No podía decir a ciencia cierta el momento exacto, pero estaba segura de que era amor.
Aquella noche compartieron besos y caricias; por primera vez en su vida, Sarocha cuestionó sus sentimientos e imaginó cómo iban a ser las cosas a partir de ese momento. ¿Qué suponía esa nueva situación para ellas? ¿Y qué buscaba cuando decidió cruzar la línea del deseo, permitiendo que sus necesidades más básicas dictaran las reglas? No estuvo segura, no se detuvo a pensar en el mañana. En ese amanecer la única preocupación en su cabeza fue pensar en cómo Rebecca reaccionaría ante lo que vivieron. Sarocha había sentido miedo. Miedo ante la idea de que ella pudiera arrepentirse, porque estaba segura de que no soportaría no tenerla más entre sus brazos.
Desde entonces, habían pasado veintiún días en los que su corazón no dejó de dar saltos mortales cada vez que Rebecca entraba en la misma habitación. Con cada mirada, cada roce y cada beso, que compartían, sentía que los sentimientos que la unían a ella crecían en su pecho, a pesar de que aún no terminaba su peculiar relación con Heidi. Era cierto que lo había pensado muchas veces y ensayó lo que le diría para no herirla, pero aún no encontraba el coraje. Eso, y que la rubia alargó su estancia en Milán, le dejó espacio para concentrarse en lo que Rebecca le hacía experimentar.
Sarocha tenía que admitir que cada vez estaba más segura de lo que quería y que se hallaba al otro lado del pasillo, en forma de una mujer dulce, tierna y, de igual manera, una pequeña fiera.
Se le escapó un bostezo mientras se enfundaba en un conjunto de ropa íntima, luego en unos pantalones de jean y una camisa. Las actividades nocturnas que compartía con su esposa la dejaban agotada; tenía que admitir que en ningún momento esperó que su tímida e inexperta mujer fuera tan atrevida. Rebecca la sorprendía cada vez que se dejaban arrastrar por los besos y el deseo carnal.
Mientras se calzaba unos mocasines de color crema, recordó que la noche anterior terminaron amándose en cuanto regresaron a la casa. La cena y el cine fueron espectaculares, pero no podían compararse con las caricias que Rebecca le regaló en cuanto estuvieron en su habitación. Recordar cómo los labios de su mujer recorrieron cada centímetro de su piel, la hicieron desear tenerlos en ese momento. Con una sonrisa tonta estampada en el rostro, se dirigió al cuarto de baño.
Necesitaba pasar por allí antes de salir a buscar su, ya acostumbrado, beso matutino.
Más espabilada, Sarocha recorrió la distancia que separaba su habitación de la de Rebecca. Sus labios mostraban esa sonrisa tonta y enamorada que se le dibujaba cada vez que iba a su encuentro de su esposa.
Su esposa; esa palabra le encantaba, y pensar que unos meses antes la aborrecía. Era curioso cómo la vida podía dar vueltas de trescientos sesenta grados y sorprender de la manera más inesperada. Porque así fue con Rebecca; casarse nunca estuvo en sus planes. No con ella, al menos. Mucho menos abrigar lo que sentía ahora por ella. Al llegar a su habitación, notó que la puerta estaba abierta. Se detuvo bajo el Richard mientras contemplaba cómo su esposa terminaba de aplicarse el lápiz labial frente al espejo. Tenía que admitir que en esas últimas semanas había asistido a su increíble transformación.
Rebecca fue dejando el caparazón que la envolvía como a una oruga para convertirse en una hermosa mariposa con sus alas desplegadas y lista para alzar el vuelo. Ver esa nueva versión de su cónyuge la llenaba de una manera que jamás imaginó.
—Buenos días -susurró. Sonrió al notar como su esposa se sobresaltó. Le encantaba provocar esa reacción en ella. Oír la grave voz de Sarocha la hizo sobresaltarse; agradeció que había terminado de aplicarse el labial o de lo contrario, se habría encontrado con un hermoso maquillaje de payaso.
Intentando calmar los acelerados latidos de su corazón,
Rebecca se volteó.
—Buenos días —le devolvió el saludo.
Rebecca tuvo que reconocer que se le cortó la respiración al verla apoyada al Richard de su puerta y los brazos cruzados sobre su pecho. Era increíble como la sola presencia de Sarocha provocaba cortos circuitos en sus neuronas y su corazón emprendía una especie de carrera que no terminaba hasta que sus labios se juntaban. Un simple gesto que se hizo una costumbre a partir de la noche en la que, por primera vez, se entregó al placer en los brazos de Sarocha y que no dejaba de repetirse.
Era cierto que no siempre terminaban amándose como la noche anterior. A veces solo dormían abrazadas. Rebecca agradecía y atesoraba esos momentos, porque tenía que admitir que eran años los que no dormía tan profundo, sin ser atormentada por las pesadillas o los episodios nocturnos que la despertaban a mitad de la noche envuelta en lágrimas.
Desde que compartía sus noches con la pelinegra, esos episodios desaparecieron y sus sueños eran más tranquilos.
No estaba segura si se debía a lo agotada que terminaba tras las sesiones de sexo, o si era por el hecho de sentirse protegida entre los brazos de Sarocha.
No había tenido el coraje de contárselo a Irin; sabía que tendría que hacerlo tarde o temprano, puesto que sus medicamentos seguían acumulándose en el cajón de su mesita de noche. Llevaba dos semanas sin necesitarlos, así que sabía que era algo de lo que tendría que hablar con su médico, pero sentía miedo de la reacción de su amiga. Irin había dejado clara su opinión respecto a Sarocha. Decirle que terminó acostándose con ella, o mejor dicho, que terminaron siendo un matrimonio real, era un asunto demasiado delicado; aunque su amiga parecía sospechar algo. De no ser así, no habría insistido tanto en sacar una cita con ella esa semana.
Rebecca recordó cómo, después, de aquella noche en la se entregaron al placer, todo fue un subseguir de acontecimientos que no supo cómo manejar. El primero de esos acontecimientos fue la cena en casa de sus suegros, para comenzar.
La mañana siguiente a la cena con Daniela y María Luna, a las caricias compartidas en la ducha tras el desayuno en la cama, Rebecca casi escapó de la cama de Sarocha. Cuando despertó, ya pasaba del mediodía, por lo que se obligó a regresar a su habitación, donde se vistió con lo primero que encontró y se dispuso a salir de la casa con el corazón y la mente, envueltos por una marea de imágenes de sus cuerpos amándose. Ella no le dio la posibilidad a Sarocha de hablar del asunto porque le aterraba la idea de enfrentar su mirada y descubrir que todo fue fruto del deseo y que no volvería a
repetirse nunca más.
Tras salir de la casa, fue directo al hospital con la esperanza de encontrar apoyo y consejos en su abuelo; pero él seguía en estado de coma inducido. El monólogo que mantuvo en esa habitación aséptica, le dio la oportunidad de aclarar su mente. Fue después de casi una hora y media, en compañía de su abuelo, que, resignada, se obligó a regresar a casa, para descubrir que su esposa no estaba. Un sentimiento nuevo se
apoderó de su ser.
Ella no se arrepentía de lo que sucedió, pero de igual manera, no estaba segura de cómo debía comportarse; de cómo iban a ser las cosas y de cómo Sarocha actuaría. Si ella se arrepentía, entonces estarían metidas en un grave problema porque era consciente de que no había vuelta atrás. Las dudas la asaltaron e hicieron de su pecho su hogar cuando Sarocha no apareció hasta entrada la noche.
La pelinegra ni siquiera le dedicó una mirada cuando atravesó el salón y se cruzó con ella, antes de desaparecer en su habitación. Compartieron la cena como tantas otras veces, pero el incómodo silencio que amenazaba con envolverlas, y al cual ninguna de las dos sabía cómo enfrentar, complicaba las cosas. Fue Rebecca, en un acto de rebeldía o valentía, no estaba segura, que le propuso tomar una copa en la biblioteca con el pretexto de mostrarle algo referente al trabajo y al dichoso proyecto en el que Daniela Rinaldi participaba. Sarocha aceptó casi por obligación, o al menos eso le pareció; entonces se dirigieron hacia la biblioteca.
Era la primera vez que Rebecca proponía hablar de trabajo en la casa. Por alguna razón, y después de pasar el día dando vueltas sin rumbo fijo y miles de preguntas en su cabeza, Sarocha accedió, porque lo necesitaba. El sentimiento de abandono que la embargó al despertar sola en su cama, y sin rastros de Rebecca, le hizo cuestionarse qué era lo que quería a partir de ese momento. Su larga caminata por el parque la llevó directo a la respuesta.
Se acomodaron en el sofá. Sarocha fijó la vista en la montaña de papeles en la mesa. Rebecca había ocupado su tarde en asuntos de trabajo, se dijo, al notar apuntes en post-it
pegados en una esquina de la mesa.
La castaña aprovechó para servir dos tragos de Vecchia Romagna. Sarocha no pudo evitar fijar la mirada en sus labios cuando ella dio el primer sorbo. Esos que unas horas antes besó y saboreó a placer y que ahora se le antojaban como el néctar de las flores más dulces a las abejas.
—Me gustaría que me dieras tu opinión acerca de estas cotizaciones - dijo Rebecca, intentando mantener un tono neutro y formal, que le costaba horrores. Tener a Sarocha tan cerca era un suplicio después de compartir tantas caricias y besos. Sentirla a escasos centímetros de su cuerpo, no ayudaba. Se le hacía difícil mantenerse concentrada.
Todo eso por no tener el coraje de preguntarle qué significó la noche anterior para ella y qué sucedería a continuación.

Amor por un contrato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora