Capítulo 39

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Sarocha apartó la mirada intentando mantener la poca cordura que le quedaba. Cuando volvió a levantarla y notó que en la comisura de los labios de Rebecca quedaron restos del delicioso postre, no fue consciente de su gesto hasta que su mano rozó la delicada piel. Sintió un escalofrío y una sacudida que recorrió su garganta, descendió por su estómago y se instaló en su entrepierna.
Rebecca, por su parte, sintió que cada músculo de su cuerpo se paralizó cuando los dedos de Sarocha tocaron su piel y limpiaron la comisura de sus labios. La descarga eléctrica que recibió fue de altísimo voltaje; tuvo que apretar las Piernas para reprimir la inesperada ola de calor que nacía en su vientre y se expandía por su intimidad.
Terminaron de comer los postres; cuando uno de los camareros llegó con la cuenta, Rebecca no les dio tiempo a las otras mujeres de descubrir la cifra. Con manos firmes, acaparó la pequeña carpeta de piel y dejó en el interior su
tarjeta de crédito.
Daniela protestó en más de una ocasión, pero la castaña terminó siendo defendida por su esposa.
—Nuestra ciudad, nuestras reglas -concluyó bromeando,
Sarocha—.
Podrás ofrecer cuando vayamos a visitarlas.
Rebecca casi se ahoga por segunda vez esa noche al escuchar sus palabras. Era cierto que durante la cena su esposa se comportó como tal; fue amable y cariñosa, era imposible decir que sus atenciones no eran reales, pero estaba claro que era solo para mantener las apariencias. Sabía que una vez que salieran del restaurante y volvieran a estar entre las paredes de la casa que compartían, todo volvería a ser igual que antes. No pudo evitar sentir la desilusión abrirse paso entre sus órganos y alojarse en un rincón de su corazón.
—Ten por seguro que así será -sentenció Daniela, que se levantó de la mesa y se disculpó con ellas.
Las tres vieron que la morena se alejaba y se dirigía al maître de sala. La vieron intercambiar varias palabras con el hombre y luego sacó del bolsillo del pantalón una tarjeta que
le mostró.
Ninguna de las tres entendió el gesto de Daniela y mucho menos la sonrisa complacida que mostraba cuando regresó a la mesa, siendo seguida por el maître.
—Si las señoras están listas, pueden seguirme, por favor —les informó el hombre.
Las otras tres mujeres se quedaron confundidas.
—No entiendo, creí que habíamos terminado —le murmuró Rebecca a Sarocha, que de igual manera no entendía lo que pasaba.
La pelinegra recordó que Daniela le había comentado algo sobre un Red Pasion; supuso que se trataba de algún club donde tomar algo después de la cena. Jamás imaginó lo que sus ojos vieron a continuación.
Siguiendo el maître, las cuatro fueron conducidas a través del salón bajo la mirada curiosa de algunos comensales. Una puerta al final de las mesas se abrió para ellas y una escalera de piedras se dejó ver. Era evidente que la escalera conducía a una especie de sótano; por instinto, Rebecca buscó la mano de su esposa antes de atreverse a bajar. Sarocha volteó y se la apretó con dulzura, haciéndole saber que no iba a soltarla.
Descendieron los más de veinte escalones que la separaban de un nuevo salón con opaca iluminación. La elegancia del amueblado se mezclaba con el antiguo. Las paredes de piedra en bruto, los listones de madera en el techo no tan alto y los candelabros de estilo industrial hacían que el lugar pareciera sacado de un libro de mitad del siglo pasado.
—Cuando te referías al Red Pasión, nunca pensé que fuera esto - comentó Sarocha, con la mirada iluminada por la emoción.
Ella había escuchado de ese tipo de lugar, pero nunca tuvo la oportunidad de entrar. Las invitaciones del Red Pasión eran restringidas; no tenía idea de cómo Daniela consiguió cuatro.
Ciertamente, en ese instante, no iba a preguntar.
El salón, que poseía una barra equipada con una gran cantidad de botellas de diferentes tipos de bebidas, era custodiado por un apuesto barista que hacía bailar una botella de Campari mientras preparaba un cóctel con la bebida. Las mesas de madera en un rincón daban la privacidad necesaria para compartir una velada.
Un poco más allá de donde ellas estaban, un arco dejaba entre ver otro salón de dimensiones más grandes donde varias mesas
acogían a los afortunados de esa noche.
Los juegos de azar eran famosos en las noches del Red
Pasión. Además de Póker, Black Jack y ruleta rusa, también había una mesa de billar. Sarocha notó que algunas mesas estaban ocupadas por mujeres y hombres que vestían elegantes y costosos trajes, y que hacían apuestas de diferentes cantidades, mientras que otros se dejaban encantar por las obras de arte colgadas en las paredes.
-Deberían echar un vistazo a los cuadros -comentó Daniela
con una sonrisa cómplice.
María Luna no pudo evitar la sorpresa que se reflejó en su rostro. Un nudo de emoción se le formó en la garganta al leer las entrelíneas de su pareja. Sus ojos se llenaron de lágrimas
sin aparente razón.
—¿Sucede algo? —le preguntó Rebecca.
Malu intentó limpiar una solitaria lágrima que resbaló, abandonando sus ojos.
—Es la primera vez que Malu ve mis obras —declaró Daniela
como si nada.
María Luna le dedicó una hermosa sonrisa llena de felicidad.
Luego sus manos se enredaron en el cuello de Daniela y sus labios se unieron en un beso lleno de pasión.
Rebecca se sintió incómoda por observarlas; fue entonces cuando se percató de que aún sostenía la mano de Sarocha.
El calor que su piel desprendía tenía un efecto sedativo en ella, pero se obligó a soltarse por miedo.
—¿Quieres tomar algo? —le cuestionó Sarocha, a quien se le antojaba algo frío y fuerte para calmar su acelerado corazón y la marea de lava hirviendo que recorría su cuerpo.
El ambiente de luces tenues, lo prohibido que podían parecer los juegos de azar y la muestra de arte, era perfecto. Y mucho más la mujer que tenía a su lado. Durante la cena intentó mantenerse concentrada en la conversación que tenían a medida que iban consumiendo sus platos, pero se le hizo difícil no notar cada movimiento de Rebecca. Sus manos pequeñas y delicadas cada vez que cogía la copa, sus labios finos cada vez que el tenedor los rodeaba o como los entreabría para beber del vino. La piel desnuda de sus hombros y las diminutas pecas que adornaban sus hombros y su espalda. El cuello suave y delicado que se le antojaba acariciar, besar y morder. Si no ponía alcohol en su sangre iba a volverse loca, pensó, apartando sus pensamientos cuando su esposa asintió y la vio apartar la mirada de sus labios.
Sarocha estaba segura, podía someterse a una prueba de coraje, pero no creyó que fuera necesario. El modo como Rebecca la veía, como se mordía el labio cada vez que sus miradas se encontraban, le indicaba que también sentía el mismo deseo. Su cuerpo no podía mentir, no a Sarocha.
Daniela y María Luna terminaron el beso y, de igual manera, la morena le preguntó a su chica si deseaba beber algo. Malu asintió y, sin perder tiempo, tanto Sarocha como Daniela, se acercaron a la barra, mientras que María Luna sostuvo a Rebecca de la mano y casi la arrastró hasta donde empezaba la muestra de las pinturas.
La barra estaba concurrida, así que Daniela y Sarocha tuvieron que esperar. Se llevaban bien; la conversación entre ambas fluía sin ser forzada y la pelinegra lo agradecía.
Mientras esperaban, ella se mostró curiosa respecto al trabajo de la artista, sobre todo por cómo combinaba su pasión por el arte, la gestión de una galería y sus responsabilidades en la empresa de su familia.
Cuando fue su turno de pedir, Sarocha optó por un negroni y Daniela sonrió divertida, bromearon al respecto cuando ella pidió un negroni sbagliato. ¿Podían tener gustos tan similares? Para sus respectivas parejas pidieron dos copas de Prosecco.
Rebecca y María Luna caminaron por el salón dejándose llevar; cada pintura tenía debajo una etiqueta. El nombre del artista y de la colección se leía en caracteres cubitales.
Artista: Daldi.
Era una evidente mezcla del nombre y apellido de Daniela.
Colección: Sueños prohibidos.
María Luna detuvo sus pasos frente a una de las pinturas.
La mezcla de colores y forma reflejaban uno de los actos más puros; la representación de como esos cuerpos femeniles se entregaban a la pasión y al deseo, hizo que se sonrojara.
Rebecca, que seguía los pasos de María Luna, abrió los ojos ante la imagen del lienzo. Sintió que su rostro ardía y la garganta se le secó cuando su mente intercambió aquella imagen por la suya y la de Sarocha. Los cuerpos desnudos, el beso apasionado. Nunca había visto el arte de esa manera y jamás se imaginó pensando que algo así pudiera pasar entre ellas. Pero lo imaginaba y sentía el calor subir por su piel.
Ambas estaban tan absortas en la pintura, que no se percataron de la presencia de dos hombres. Los galanes vestían trajes de sartoria* y sus muñecas lucían relojes de marcas. Sus cabellos lucían un corte limpio y sus barbas recién acicaladas. Desprendían el aroma de perfumes caros mezclado con tabaco.
¿Cuánto pagarías por una noche así? —preguntó el hombre de cabellos rubios y ojos verdes, refiriéndose al lienzo y a las mujeres reflejadas en ese acto de amor.
Depende. Si fuera con dos como ellas, la mitad de mi patrimonio - respondió el de más edad. Sin una pizca de vergüenza, recorrió el cuerpo de María Luna y Rebecca.
La castaña, sin querer, escuchó la conversación y se sintió objeto de sus miradas. No le gustó la forma como ambos continuaron la conversación. Aventuró un vistazo hacia al bar, esperando la llegada de Sarocha. Por alguna razón, se sentía segura cuando la tenía cerca.
—Si me preguntas de dónde saqué la inspiración, podría decirte que fuiste tú —la voz de Daniela se oyó al llegar junto a María Luna.
La morena había notado a los dos hombres que merodeaban cerca de su chica y con gesto posesivo, se colocó detrás de María Luna. Sus brazos se enredaron en su cintura al tiempo que le entregaba la copa y su boca depositó un beso en su cuello desnudo. Su mujer dejó escapar una sonrisa dulce antes de llevarse la copa a los labios. Daniela siempre conseguía sorprenderla, pensó.
Por su parte, Sarocha también llegó junto a su esposa y sintió los celos trepar por su pecho. Aquellos hombres no dejaban de ver a Rebecca con descaro, por lo que en un intento por dejarles claro que no estaba disponible, hizo algo que ninguna de las dos se esperó. Una vez que le entregó la copa, usó su mano libre para atraer a su esposa de manera posesiva.
Rebecca sintió que su cuerpo reaccionó al contacto. La descarga eléctrica fue mucho mayor; bebió casi la mitad de su copa de un trago, intentando calmar sus nervios. La mano de Sarocha descansó en su cintura. En esa posición se quedaron por unos segundos, mientras admiraban el lienzo.
La pelinegra comentó algo acerca de la obra y Daniela ni siquiera se alteró ante el comentario; de hecho, intentó explicar el motivo que la llevó a pintar el lienzo y el resto de los trabajos que completaban la muestra.
El reloj marcaba casi la media noche cuando Sarocha y Rebecca se despidieron de Daniela y María Luna.
Habían pasado una velada fantástica. Después de admirar los restantes cuadros que componían la colección, se decidieron por jugar una partida de billar. La verdad era que Rebecca no estaba acostumbrada a jugar, por lo que en dos ocasiones casi sufre un infarto cuando Sarocha se ofreció a enseñarle.
Ahora, en la oscuridad del auto, recordaba como el cuerpo de la pelinegra se apoyó contra el suyo en su intento por mostrarle cómo sostener el palo para golpear las bolas. En aquel momento, la mano de Sarocha se posó sobre la suya mientras que sus senos rozaron su espalda, provocándole un corrientazo que amenazó con destruir las pocas neuronas que le quedaban intactas. Nunca se había sentido así, el aroma de Sarocha, sus manos, sus largos dedos, sus labios.
La deseaba de una forma absurda y no sabía cómo calmar esa necesidad. Aventuró una mirada furtiva a su esposa, que conducía con evidente concentración y se preguntó qué pasaría ahora. Después de la velada y las atenciones que Sarocha le regaló, ¿cómo iban a comportarse?
Su mente estaba tan abrumada por los pensamientos y el alcohol, que ni siquiera se dio cuenta de que atravesaban las rejas de la propiedad. Cuando Sarocha estacionó el auto, ella se vio un tanto confundida. ¿Cuánto tiempo pasó metida en
sus pensamientos?
La pelinegra salió del vehículo y se apresuró a rodearlo.
Abriéndole la puerta, le ofreció su mano a Rebecca, quien la aceptó con algo de recelo, pero lo agradeció en cuanto salió y sintió que el piso se movió debajo de sus pies. Estaba algo ebria; sin pensarlo, se apoyó en el brazo de su esposa. El contacto hizo que ambas miraran el lugar donde sus pieles se rozaron.
—¿Estás bien? —la voz de Sarocha sonó grave y sensual.
Rebecca sintió como su cuerpo reaccionaba. Sin poder pronunciar palabra, asintió y trató de recomponerse. El silencio que las envolvió no fue incómodo, más bien estaba cargado de sensaciones que amenazaban con envolverlas y arrastrarlas a un nuevo nivel si no tenían cuidado.
Caminaron hacia la casa; Rebecca fue quien abrió la puerta y encendió la luz del pasillo. Atravesaron el salón en silencio y la penumbra amenazó con rodearlas. La escalera se erguía imponente delante de ellas; ambas sabían que una vez subieran, la magia de esa noche podía desaparecer.
La castaña dio un primer paso en los escalones y se agarró de la barandilla cuando sintió que de nuevo el piso se movió debajo de sus pies. Sarocha la seguía a escasos centímetros, así que al ver su gesto, se apresuró a sostenerla.
-Gracias -susurró la castaña, evitando mirar esos ojos que gritaban de una manera tan pura.
Un escalón las separaba; de momento, el aire se volvió más denso. Sarocha podía intuir la respiración agitada de su esposa. La suya propia estaba convulsionada y con razón.
Llevaba toda la noche tratando de contener ese deseo que la impulsaba a besar sus labios y acariciar aquella piel blanca y tersa.
La mano que sostuvo a Rebecca soltó con pesar su cintura y estuvo a punto de renunciar. Ella deseó con todas sus fuerzas que Sarocha no se apartase; que ese roce no terminara, pero al buscar la mirada de la pelinegra, vio duda y se sintió estúpida al pensar que podía ser. Apartó la vista con tristeza y se dispuso a continuar su camino.
Lo que sucedió después fue tan repentino, que Rebecca pensó que estaba soñando. Sarocha agarró su muñeca y sin más, acortó las distancias entre sus cuerpos. Su mano izquierda se aferró con fuerza a su cuello, mientras que su derecha llevó la suya detrás de su espalda. La situación se volvió intensa; sus miradas se buscaron en la penumbra, estudiándose. Sarocha acarició sus propios labios con la lengua, al tiempo que su mano izquierda rozaba su cuello, luego su pulgar dibujó sus labios y, sin perder un segundo, la besó.
Sus labios eran suaves y cálidos; Rebecca no estuvo segura si era ella o Sarocha, quien la besaba con urgencia, la que emitió ese gemido tan primitivo que llenó el espacio a su alrededor. Al inicio, sus bocas se estudiaron con hambre, con ansia, sus alientos se mezclaron y fue la pelinegra quien impuso el ritmo cuando buscó entrar con su lengua.
Sentir su humedad provocó en ella una urgencia que la llevó a profundizar el beso; sus lenguas se enredaron en una danza sin música que arrancó más de un gemido en sus gargantas.
Su mano derecha abandonó la presa y se aferró a su diminuta cintura, acariciando por encima del tejido su silueta, su espalda y cuando terminó recorriendo la parte baja de sus glúteos, su esposa gimió.
Los labios no tan expertos de Rebecca recibieron los de Sarocha como si fueran linfa vital para su vida. Sus manos, que al inicio se movían inseguras, buscaron acariciar y tocar su cuerpo. El beso nubló sus sentidos y cuando ambas sintieron la necesidad de respirar aire, se separaron.
En la penumbra de la escalera, con la mirada clavada en los labios de Sarocha, fue Rebecca quien tomó la iniciativa. Su mano se aferró a la de su esposa y, sin decir una palabra que pudiera romper el hechizo, la invitó a subir las escaleras.
Fue toda una batalla no dejarse llevar por el deseo que amenazaba con consumirlas, mientras subían los escalones intentando no caerse. La ansiedad por volver a tocarse aumentó y en cuanto llegaron al final, sus bocas volvieron a buscarse con la misma hambre de antes.
Sarocha se inclinó hacia esos labios que se le antojaban dulces como la miel a las abejas. Las manos de Rebecca se aferraron a su cuello y se perdieron donde iniciaba su cabello; acarició sin temor la parte baja y ofreció su garganta cuando Sarocha abandonó sus labios. Sintió su boca y su lengua rozar cada milímetro de su piel. La pelinegra acarició, besó y mordisqueo la barbilla fina y continuó buscando más.
Rebecca sentía que su cuerpo temblaba de manera inusual.
Dejó escapar otro gemido cuando Sarocha lamió y besó su oreja. Se aferró más a su cuello cuando sus Piernas se aflojaron.
*Sartoria - tiendas de ropas hechas a medidas
¿Cómo diablos terminó con la espalda pegada a las sábanas
que cubrían la cama de Sarocha?
Rebecca no estaba segura y poco le importaba. Los labios de Sarocha seguían besando cada centímetro de la piel de su cuello y se aventuraba más abajo, donde el escote de su vestido empezaba. Cada caricia que recibía era algo nuevo para ella, un deseo jamás experimentado; cada célula de su cuerpo se encendía y una marea de descargas eléctricas sacudía su intimidad, que pedía atención a gritos. Era una batalla de besos, manos y lenguas, que ninguna de las dos
tenía intención de perder.
Sarocha dibujaba su cuerpo por encima del vestido, mientras
Rebecca acariciaba su espalda y enterraba los dedos entre sus cabellos. Un gemido se escapó de sus labios cuando ella aventuró sus expertas manos más abajo de la falda del vestido y sus dedos encontraron la suave piel. El cuerpo de Rebecca se tensó cuando los dedos intentaron subir. Justo unos centímetros más arriba de donde ella la acariciaba, había un recuerdo de su desgracia; una cicatriz casi invisible, que marcaba su cuerpo. Nunca le molestó esa marca en su piel, pero en ese momento estaba segura de que ella la notaría y que por eso la rechazaría.
Sarocha sintió que su cuerpo se tensó, por lo que detuvo los besos. Su mirada buscó los ojos avellana. ¿Era demasiado rápido? ¿Qué tal si Rebecca se arrepentía? Estaba convencida de que esa no era su primera vez; sus besos y caricias no parecían inexpertas, pero sí, inseguras. Así que pensó que lo mejor era darle algo de tiempo. La tensión sexual entre ellas había llegado al límite, no podía negar que, si Rebecca la rechazaba, moriría. Sacó la mano de debajo de la falda y se apartó, dándole espacio. Se apoyó en las rodillas y vio que ella también se incorporó, quedando apoyaba en los codos. Tenía los labios hinchados, su cabello despeinado y sus ojos brillaban como luceros en medio de la noche sin luna. Ver esa nueva versión de Rebecca hizo que su corazón diera un par de saltos mortales.
El vacío que experimentó cuando el cuerpo de Sarocha se alejó, la hizo abrir los ojos. Tenía la respiración agitada y su corazón latía más rápido que en toda su vida. Por un segundo, pensó que ella se estaba arrepintiendo de todo, pero ver los ojos azules con una tonalidad tan oscura, le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda; se le secó la garganta cuando reparó en sus movimientos. Si ese era un sueño, no quería despertar jamás, se dijo al ver que los dedos de Sarocha buscaban el broche de su chaqueta y lo desprendía. Con movimientos lentos, la pelinegra dejó caer la prenda al piso. El brassier de encaje quedó descubierto;
Rebecca apretó los puños contra las sábanas, reprimiendo la urgente necesidad de tocar su piel. Esa noche la luz de la luna se colaba más impetuosa por los ventanales, libre de cortinas; ambas agradecieron ese privilegio que el astro les regalaba.
Sarocha no detuvo sus manos al sacarse la chaqueta; sin perder tiempo, fue el turno de la cremallera de los pantalones. Sus miradas no se apartaron y, tras unos segundos, el pantalón fue hacerle compañía a la otra prenda.
Era la primera vez que Rebecca veía su cuerpo.
No pudo evitar morderse los labios por la punzada de deseo que le provocó. Sus pechos debajo de la tela de encaje se adivinaban pequeños y firmes. ¿Cómo sería acariciarlos?, se preguntó, al tiempo en que Sarocha le sonreía con ese gesto enigmático
que la envolvía.
Impulsada por la urgencia de tocarla y comprobar que todo era real, Rebecca se inclinó hasta quedar sentada en la cama.
Sarocha se agachó en un intento por quitarse los zapatos y, de la misma manera, buscó sus pies. Le quitó primero uno, y luego el otro zapato. Se quedó sosteniendo el derecho entre sus manos y comenzó a masajearlo; la sensación fue demasiado fuerte. Sus brazos no la sostendrían mucho más.
Cuando sintió que los labios de Sarocha empezaron a subir por sus Piernas, dejando besos y mordidas, un gemido se escapó de su garganta.
Sarocha intentaba calmar su propia libido, porque estaba consciente de que, si se dejaba llevar, arrastraría a Rebecca a un torbellino que solo podría asustarla. Besó cada centímetro de piel hasta llegar a sus rodillas, luego buscó su mirada cuando detuvo de nuevo las caricias. El vestido le molestaba de sobremanera, necesitaba sentirla en su totalidad. Con manos ágiles, bajó la cremallera sin dejar de besarla. El cuerpo semidesnudo apareció frente a ella; tragó con dificultad, en cuanto el vestido terminó junto a sus ropas y zapatos.
Por instinto, Rebecca se cubrió los senos y quedó otra vez con la espalda pegada a las sábanas. El calor del cuerpo de Sarocha la envolvió por completo. Ella se apartó para quitarle el vestido, recorriendo de vuelta sus muslos. La luz de la luna llenaba la habitación, sus respiraciones empezaron a ser más agitadas.
La pelinegra rozó la piel blanca y tersa, haciendo presión con los pulgares. Rebecca reprimió un gemido y ella sonrió complacida. Dos segundos después, desapareció del campo de visión de la castaña, quien cerró los ojos cuando advirtió el aliento de Sarocha en la parte interna de sus Piernas.
Nunca nadie la acarició de esa manera. Su primera vez no fue trascendental, no hubo fuegos artificiales, ni roces demasiado íntimos como esas que su esposa le regalaba.
Sarocha apartó con delicadeza las manos de Rebecca, que seguía cubriendo sus senos y las sustituyó con las suyas. Otro gemido llenó la habitación y uno más intenso lo siguió cuando la boca de la pelinegra se abrió y se posó sobre la punta de su erguido pezón. Lamió y mordisqueó la carne de uno y luego se dedicó al otro, alternando caricias de manos expertas.
Rebecca no podía describir con palabras lo que sentía. Jamás en su vida experimentó un placer tal. Sarocha no se limitó a besar y lamer sus senos; cuando estuvo satisfecha, trazó un camino por su vientre hasta llegar al borde del fino encaje de la ropa interior. Ella podía jurar que se trataba de un modelo de Heidi's Secret o Intimissimi. La mezcla de seda y tul bordado de color negro, resaltaban sobre la piel blanca.
Sarocha requirió de todo su autocontrol para no arrancarla con los dientes. Acarició el borde de la tela y besó por encima, sintiendo que su cuerpo se retorcía. Sintió sus dedos enredarse en su pelo cuando se coló por debajo de la tela.
En un acto reflejo de su necesidad, Rebecca le empujó la cabeza contra su intimidad. Ella no perdió tiempo, le quitó la prenda con agilidad. El clítoris de su esposa aguardaba con ansia, así que no pudo contenerse más. La urgencia de sentirla en su boca era tan fuerte, que empezaba a doler. Se acomodó entre las Piernas y empezó a besar y rozar con la lengua su intimidad. En unos segundos, fue consciente de su humedad y de los gemidos que le provocaba con cada caricia.
Lamió y chupó con maestría, como si se tratase del delicioso postre que compartieron horas antes.
El cuerpo de Rebecca reaccionó; sus caderas se elevaron y sus dedos se agarraron con más fuerza cuando sintió la ola de calor subir desde su interior hasta su garganta. El primer orgasmo llegó con la fuerza de un huracán; sintió cada célula de su cuerpo vibrar.
Las manos de Sarocha se aferraron a sus caderas, reteniéndola; levantó la mirada, extasiada por la imagen que recibía por primera vez de la mujer que le robó el corazón. Sí, porque Rebecca acababa de robarle cada latido de ese órgano en medio de su pecho.
Con la respiración entrecortada por el esfuerzo y su propia necesidad apremiando entre sus Piernas, Sarocha se dedicó a acariciar y calmar los espasmos del cuerpo de su esposa.
Subió a gatas hasta quedar de nuevo sobre ella y dejó un beso
fugaz en sus labios enrojecidos.
Rebecca abrió los ojos al percibir su aliento; experimentó el sabor de su intimidad en los labios de su esposa. A pesar de que era la primera vez que advertía su propio sabor en los labios de Sarocha, no sintió repulsión; de hecho, le pareció un acto de pura sensualidad. Sin control, metió la lengua en la boca de la pelinegra, quien gimió y precisó tomar aire para
no morir.
No fueron necesarias las palabras para decir que era solo el inicio; apenas Rebecca recuperó el aliento, Sarocha reinició las caricias y los besos. La humedad de su sexo mojaba su piel donde sus Piernas se entrelazaban. Los besos se hicieron intensos, más profundos, hambrientos; la pelinegra avanzó, buscando sumergirse en ese océano que probó en su boca.
Tanteó con delicadeza el clítoris y acarició hasta que las caderas de Rebecca volvieron a levantarse pidiendo más, mucho más. Sarocha no tardó en entrar. El interior de su vientre era cálido y húmedo. Se quedó quieta unos segundos, dándole tiempo a su amante de acostumbrarse a la intromisión.
Sentir los dedos de Sarocha en su interior era tan erótico, que Rebecca pensó que jamás podría volver a estar sin ellos.
El gemido que se escapó de su garganta cuando empezó a moverse en su interior, fue salvaje, casi mágico. En fracciones de segundo, experimentó un sinfín de emociones.
Era como si acabara de despertar de un largo sueño. La mano de Sarocha se movía como si se tratase de una danza, amenazando con llevarla del infierno al cielo y de vuelta al primero. Extasiada, se dejó arrastrar por la lujuria y la pasión; no le importaba vivir condenada a las llamas del
deseo si lo provocaba Sarocha.
Las embestidas, que al inicio fueron lentas y pausadas, cambiaron. Con cada una Rebecca podía sentir el aliento de la pelinegra en su oreja. Sus gemidos y los de Sarocha se mezclaron, se confundieron como una dulce melodía, un concierto que llegaría a su nota más alta cuando ella incrementó el ritmo, llevándolo a un nivel superior. Las manos, dedos y uñas de Rebecca se aferraron a la piel de Sarocha. Un grito volvió a escapar de su garganta cuando el clímax la envolvió. Se quedó sin aliento y su cuerpo se tensó como cuerda de violín.
Pieles sudadas y respiraciones entrecortadas. Ambas se dejaron caer, exhaustas, sobre las sábanas. La cabeza de Sarocha reposaba sobre el pecho desnudo de Rebecca, mientras que con una mano le acariciaba el brazo, el cuello y los labios; ella permanencia con los ojos cerrados. Desde esa perspectiva, la pelinegra descubrió lo hermosa que era su esposa. Tenía el cabello húmedo y enmarañado, como esas noches cuando despertaba en medio de un mar de lágrimas.
Pero, en ese momento, no había lágrimas, ni dolor.
En ese momento, solo estaban ellas y el placer al que se entregaron. En ese momento, Sarocha no quería pensar en nada más y no lo haría.
En ese momento, quería seguir disfrutando, descubriendo y amando el cuerpo y el alma de esa mujer tan frágil que era su esposa.
—¿Puedo? —indagó Rebecca con la voz cargada de erotismo, al tiempo que le acariciaba la espalda y llegaba hasta el broche de su brassier.
Sarocha levantó la vista y sonrió.
—¿Estás segura?
Esa pregunta empezaba a ser usual entre ellas, pensó, al tiempo que veía que Rebecca se ruborizaba. No podía ni apartar, ni esconder la mirada por la posición en que estaban, así que solo pudo deglutir con fuerza.
—No sé con exactitud cómo, pero me encantaría.
No fueron necesarias más palabras para que Sarocha le diera acceso a su cuerpo, su piel y su alma. Ella se apartó y se incorporó en la cama.
Quedando sentada frente a Rebecca, dejó que le quitara la prenda. Le temblaban las manos, podía sentirlo y eso hizo que la creciente necesidad y la llama que ardía en su interior, aumentara. Estaba segura de que ni la ciudad de Troya podía compararse con el fuego que llevaba
quemándola toda la noche.
Rebecca se acercó con miedo; besó su cuello de la misma manera como ella lo hizo. Le dio un beso en la barbilla, en los labios, un poco más abajo. Se aventuró con las manos a ir más allá. Sarocha contuvo la respiración cuando sintió el frío de su piel sobre sus pezones.
—Nunca he sido muy paciente —dejó escapar entre jadeos, mientras Rebecca acariciaba sus senos.
Ella buscó su mirada, pero se encontró con que tenía los ojos cerrados.
Sarocha se contenía.
—No estoy segura de cómo... -confesó Rebecca, que ahora se disponía a besar y acariciarle con la lengua el lóbulo de la oreja.
Sarocha estaba segura de que no aguantaría mucho más, así que decidió tomar el control. Buscó y encontró la mano de Rebecca; sin perder tiempo, la llevó a su entre Pierna. Ella rozó la piel inflamada por encima de la tela y la pelinegra dejó escapar un gemido.
—Necesito... —pidió con la voz entrecortada por el deseo.
Rebecca intentó hacer algo para calmar su urgencia. Coló su mano por la parte alta de la tela; experimentó un corrientazo al acariciar por primera vez el sexo húmedo de una mujer.
Sus dedos rodaron entre los pliegues sin control; la humedad era tal, que ni siquiera necesitó hacer presión cuando el gemido de Sarocha se oyó en el cuarto.
—¡Oh Dios! No... No... aguanto más...
Ella ni siquiera se había movido en su interior, aun así, un orgasmo arrasó con el poco autocontrol que le quedaba. Los espasmos recorrieron su cuerpo, entonces buscó tenderse en las sábanas, pues no podía sostener su peso. Rebecca, que seguía dentro de su vientre, se dejó arrastrar, quedando tendidas de nuevo.
Ahora era su esposa quien apoyaba la cabeza sobre el pecho de Sarocha, mientras ella acariciaba su cabello y su espalda.
Era la primera vez que un orgasmo la sobrepasaba de esa manera. Con su cónyuge nada parecía tener lógica, por lo que, de algún modo, la asustaba. Su corazón latía con tal fuerza, que dolía. Sabía que no quería apartarse nunca más de sus labios, de sus brazos.
¿Podría estar enamorada de ella? ¿Enamorada? No estaba segura de esa palabra, ni de nada. Rebecca, entre sus brazos, con su mano acariciando su cuerpo y su corazón latiendo al unísono, era una experiencia difícil de explicar. Y si eso podía ser llamado amor, ¿quién era ella para protestar? En ese instante, en la penumbra de la noche, con luna de testigo, se entregó a Rebecca contra todo pronóstico y eso le bastaba.

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