Capítulo 45

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Era la última cosa en la que Sarocha pensó cuando aceptó acompañar a su esposa al evento. En ningún momento imaginó que las dos mujeres que compartían su vida fueran a toparse alguna vez. Mucho menos en ese salón. Por más que lo intentó y solo Dios sabía cuánto, no tuvo la oportunidad de encontrarse con Heidi ese fin de semana. Ahora la tenía frente a ella y no estaba segura de cómo enfrentarse a su mirada.
Tras la cena del viernes con sus padres, Rebecca y ella regresaron a casa. Como cada noche, se entregaron al placer de sus cuerpos colmados de deseo. Compartieron besos apasionados y delicadas caricias hasta que el sueño las venció.
El sábado, Sarocha despertó abrazada a Rebecca. Tras bajar al jardín para desayunar, la castaña le mostró la invitación al evento que tendría lugar el día siguiente en uno de los jardines más hermosos de la ciudad. Y cómo negarse, cuando le preguntó si le apetecía acompañarla. En aquel momento, Sarocha no imaginó lo que estaba sucediendo.
En ese instante, su mente solo podía recordar el hermoso día que pasó junto a Rebecca mientras recorrían la ciudad. Tras desayunar, visitaron a Richard en el hospital. El anciano había despertado cinco días antes; aún estaba débil. Verlo postrado hizo que el corazón de Sarocha se apretara en su pecho.
Richard había perdido peso y su piel se parecía a la de un cadáver; demasiado blanca y sin mucho calor. Los médicos no daban buenas noticias, así que solo les quedaba esperar.
El tratamiento de quimioterapia no ayudó como se pronosticó y la enfermedad había llegado a órganos de vitales. Sarocha sabía que era cuestión de semanas o incluso días, para que alguno de esos órganos dejara de funcionar. El médico que se ocupaba de Richard se lo dijo en privado, cuando Rebecca se preocupaba por ponerlo al tanto de los últimos acontecimientos. Asistir a la Notte di Verona, por ejemplo.
Luego del hospital, decidieron dar una vuelta por la ciudad; era curioso que la castaña no conociera mucho de Verona, aun cuando nació y creció allí. Sarocha se ofreció en hacerle de guía; tomadas de la mano, recorrieron las calles de adoquines y los callejones del centro.
La casa de Julieta fue uno de los lugares que más apreció
Rebecca; de niña leyó la tragedia, pero nunca visitó el sitio que inspiró parte de la historia. Tras salir de la visita guiada, Sarocha sugirió tomar un helado en la Piazza dei Signori, pues el día se prestaba para eso. El sol calentaba y el cielo reflejaba un hermoso azul que competía con el de los ojos de la pelinegra.
Caminaban de regreso al auto con unas cuantas bolsas de alguna boutique del centro, cuando Sarocha recibió una llamada de Nam. Su amiga no se escuchaba feliz, pensó, cuando tuvo la brillante idea de ponerla en alta voz, así que Rebecca escuchó la reprimenda que le dio por no contestar a sus mensajes.
Nam se tranquilizó solo cuando Sarocha le dijo que era escuchada por su esposa; la policía se disculpó, apenada.
Rebecca fue más que educada con Nam, y la pelinegra se sorprendió, tanto como la policía, cuando esta le propuso que cenaran juntas esa misma noche.
Sería la primera vez que Rebecca y su amiga compartieran la mesa. A pesar de saber que no tenía que preocuparse, no pudo dejar de estar nerviosa, mientras revisaba la temperatura de las dos botellas de vino que escogieron para la cena. Nam sabía que ellas ahora estaban juntas, pero no tenía idea de que su relación con Heidi aún seguía en pie; por mucho que su amiga le aconsejó poner las cosas en orden, ella no lo hizo a tiempo.
Para cuando Nam llegó, Rebecca le hacía compañía en el jardín mientras degustaban una copa de vino. Las inusuales temperaturas de mayo les permitieron utilizar la mesa exterior, tal cual la noche anterior en casa de sus padres. Gi había preparado una deliciosa cena a base de pescados y mariscos, digna de un restaurante con estrellas Michelin. Y a pesar de que la ama de llaves insistió en servirla para ellas, Sarocha se opuso, ya quería que la velada fuera lo más simple y hogareña posible.
Si esa noche alguien le hubiera advertido de lo que estaba a punto de pasar el día siguiente, no habría aceptado asistir a ese evento.
Las tres mujeres disfrutaron de la cena y de una agradable conversación. Rebecca parecía estar a gusto en compañía de Nam, lo que hizo que los temores de Sarocha se disiparan.
Ahora, en medio del salón, con cientos de personas importantes, entre las que se contaban personajes públicos, políticos y del mundo del arte, Sarocha no podía creer que fuera posible que ambas mujeres se encontraran.
La noche anterior, mientras Nam y Rebecca intercambiaban opiniones sobre un tema de política, ella aprovechó para escribirle a Heidi, pero no obtuvo respuesta de su parte.
Imaginó que estaba enojada porque canceló su cita el día anterior.
Por eso, y por no hacer las cosas como debió, se encontraba en esa situación. Sarocha sintió que se le congelaba la sangre cuando el desfile de moda dio inicio al evento y las elegantes modelos empezaron a desfilar por la pasarela.
Sarocha apreciaba el andar de las dos últimas modelos y se inclinó hacia su esposa sentada a su lado, con la intención de comentar algo sobre el traje que llevaba la última, cuando su mirada reparó en aquella figura y ojos que, a pesar de estar a una distancia prudente, pudo reconocer.
La modelo se acercaba con pasos firmes y majestuosa elegancia sobre la pasarela, y el vestido que llevaba hacía honor a su cuerpo delgado; la mirada altiva y sus labios en una expresión casi seria. Sarocha ni siquiera terminó de hablarle a Rebecca, cuando Heidi pasó junto a la mesa que ocupaban y lo supo.
Supo que la rubia la había visto porque, aunque fue una fracción de segundo, esta pareció perder el equilibrio y sus miradas se cruzaron. Ella sintió que le temblaba el cuerpo;
trató de bajar el nudo que acababa de formársele en la garganta bebiendo de su copa. Fue casi peor, porque el champán se le desvió y le provocó un ataque de tos.
Rebecca, a su lado, se preocupó, pero Sarocha se disculpó con ella y los otros comensales cuando se levantó de la mesa y se dirigió al baño. Primero, porque el repentino ataque de tos no paraba y molestaba a los demás; y, segundo, porque no lograba respirar con normalidad. Llegó al baño como alma que lleva el diablo. Se demoró más de lo normal mientras se enjuagaba las manos y se humedecía con agua fría el cuello. ¿Cuántas posibilidades existían en el universo para que justo esa noche Heidi
estuviera ahí? ¿No
acababa de regresar de Milán hacía menos de dos días?
¿Rebecca habría notado algo? Y de ser así, ¿cómo iba a comportarse?
Hablar consigo misma, nunca se le dio, así que empezar en ese instante no le parecía una buena idea, así que, levantando la vista al espejo frente a ella, se regañó. iCálmate por el amor de Dios!, se dijo, aferrándose al lavado. Si Heidi la vio, y sabía que fue así, no tenía por qué armar una tragedia greca. Eran adultas y la rubia estaba trabajando, por lo que, de momento, lo mejor sería evitarla. En el salón había cientos de personas, cuando el desfile terminara, sería casi imposible que coincidieran, pensó. Dejó escapar el aire que contenía. Había ido con la intención de disfrutar de la noche con Rebecca y, a pesar de que aquella cuestión inconclusa se le presentaba sin avisar, no quería que se enterara de su relación con Heidi. Ya iría al día siguiente a ver a la rubia, así tuviera que saltarse el trabajo y poner la palabra "fin" entre ellas. Aun cuando era consciente de que volvería a destruir el corazón de Heidi.
Para cuando regresó a la mesa, el desfile casi terminaba.
Luego de eso, tendría lugar la subasta; sí, porque los particulares diseños y joyas que los modelos lucieron esa noche serían subastados con la intención de recaudar fondos, tal como lo dijo Rebecca la noche de la cena con sus padres.
No ver a Heidi entre los modelos que subieron a la tarima, le propició una aparente calma. Existía la posibilidad de que ya no estuviese ahí. Sarocha evaluó la opción de enviarle un mensaje de texto para comprobarlo, pero desistió al último minuto.
Y ahí estaba, intentando seguir la conversación que Rebecca mantenía con el cónsul de alguna isla del océano Atlántico y su elegante señora, cuando por instinto, retiró la mano que apoyaba en la parte baja de la espalda de su esposa. Un abismo se abrió en su pecho, y creyó que iba a morir asfixiada al ver que Heidi caminaba hacia ellas. Su elegante figura y belleza arrastraba más de una mirada por parte de hombres y mujeres.
Rebecca sintió que la mano de Sarocha abandonó su espalda y, a pesar de que la conversación con el cónsul y su esposa era agradable, no pudo evitar buscar sus ojos. En ese momento, vio que la mirada de Sarocha estaba dirigida a la mujer de pelo rubio y ojos verdes que se acercaba a ellas, con paso felino. Por razones aún desconocidas para ella, sintió que una ola de celos amenazaba con descomponer la aparente calma que llevaba mostrando casi toda la noche. La mirada que Sarocha le ofrecía a esa desconocida, y a la que ella identificó como modelo del evento, la hizo sentir insegura. No era lujuriosa, esa la hubiese comprendido e, incluso, aceptado, porque más tarde, ella entendería que fue un gesto triste y nostálgico.
Cuando la rubia se acercaba a ellas, Rebecca sintió que su esposa se tensó a su lado y que contuvo la respiración. Tener que obligarse a seguir escuchando la conversación del cónsul, le molestó. La reacción de Sarocha fue la misma que cuando aquella modelo apareció en la pasarela. No entendía por qué; por qué sentía que contenía la respiración estando a su lado y por qué la mano que mantuvo apoyada en su
espalda dejó de rozar su piel.
No sentir el contacto cálido de su esposa, la hizo sentir en el aire; por primera vez desde que llegaron, reparó en la cantidad de personas que las rodeaban. Ella no estaba acostumbrada y se acordó por qué no solía asistir a esos eventos. No como esa modelo que de seguro estaría más que acostumbrada a las miradas de miles de personas.
La rubia pasó junto a ellas; Rebecca vio el intercambio entre
la modelo y su esposa. También notó que Sarocha apartó la vista con un halo de dolor.
¿Quién era esa mujer? ¿Y qué significaba para Sarocha?
¿Qué vínculo las unía? ¿Acaso tuvieron una relación? Las preguntas llegaron como un vendaval y no fue capaz de acallarlas por más que lo intentó. Era cierto que durante los dos últimos meses que llevaban compartiendo su vida como pareja las cosas habían cambiado, que Sarocha estuvo presente en cada segundo y ella se aferró al sentimiento que le despertaba, como si de un salvavidas se tratara. Pero no sabía nada de su pasado; no tenía la menor idea de la vida que su esposa llevó en aquellos primeros meses de su
matrimonio de mentira.
Sarocha no le debía explicaciones y estaba más que segura de que no pasó sola esas noches en que regresó a altas horas a la casa. Y le molestaba; le molestaba de una manera imposible y no sabía cómo lidiar con ese nuevo sentimiento. Era la primera vez que experimentaba los celos y se podía decir que no le agradaban.
Estaba enamorada de la pelinegra; ese sentimiento que llevaba creciendo en su pecho desde el primer beso, o mejor dicho, desde el primer intercambio de miradas, no podía ser otra cosa. Y tal vez se enamoró de Sarocha porque se sentía sola; o porque ella le demostró, con cada gesto, beso y palabra, un nuevo mundo. O tal vez fue porque cuando estaban juntas en la intimidad, su esposa se desvivía por complacerla de maneras que jamás pensó.
Y tal vez fue por eso, que sintió que su corazón se partió un poquito cuando notó la mirada que Sarocha le dedicó a esa modelo. O tal vez porque sintió miedo de perderla, y a la familia que tanto anheló y que, al fin, tenía junto a ella.
Esa familia que ahora sentía tan suya y que la acogió con amor. Y tal vez, eran demasiados tal vez; ella seguía fingiendo escuchar al cónsul cuando Sarocha le susurró que no tardaba y luego la vio alejarse.
Mientras caminaba hacia la terraza donde se encontraría con
Heidi, Sarocha sintió su corazón dividido en dos.
Por un lado, estaba Rebecca, que la vio con ojos llenos de incertidumbre cuando le dijo que regresaba en unos minutos. Y, por el otro, Heidi, que le dedicó una mirada indescifrable cuando pasó a su lado. Culpable, ella era la única culpable de todo.
Porque se enamoró de Rebecca cuando aún sentía cosas por
Heidi y no sabía cómo.
Porque en el corazón nadie mandaba, o eso había escuchado, y no era capaz de detener los sentimientos.
Porque en ese momento caminaba hacia la mujer que una vez amó, con la única intención de poder regresar a la que ahora amaba.
Porque amaba a Rebecca y ya no le importaba el cómo, porque valía la pena.
Porque su corazón se lo decía de una y mil maneras cada vez que saltaba desesperado, o cuando se sorprendía observándola.
Porque amaba compartir cosas tan simples como esas noches después de cenar, cuando ninguna de las dos se sentía con sueño y compartir el espacio en la biblioteca era algo cotidiano. Ella metida en números y balances de la empresa, mientras Rebecca se dejaba envolver por la lectura durante horas.
Porque le encantaba ser testigo de la tranquilidad que emanaba de ella, mientras devoraba página tras página y que era por completo diferente al caos que generaban sus pesadillas; una hermosa metamorfosis.
Y porque verla sonreír despreocupada a causa de su lectura, era maravilloso y quería seguir disfrutándolo. Así que, si el precio era su relación con Heidi, iba a pagarlo, sin importar
cuán alto fuera.
Porque Rebecca era todo un enigma que despertó su curiosidad y quería seguir descubriéndola.
El aire fresco de la noche la golpeó en cuanto pisó la terraza y alejó esos pensamientos. En otra ocasión, Sarocha habría disfrutado de la hermosa vista que se apreciaba desde el lugar. Del jardín y sus miles de luces que ahora iluminaban a juego con las estrellas en el firmamento, adornando la noche.
En otra ocasión, se acercaría a la mujer que permanecía recostada del balcón y la besaría, susurrándole alguna palabra bonita al oído, pero, en ese instante, se limitó a mantener la distancia. Como si un paso más, o un metro menos entre sus cuerpos, pudiera provocar un terremoto de una magnitud jamás vista.
—Hei -Sarocha se atrevió a llamarla; pensó que usar el diminutivo de su nombre era la manera más adecuada, pero se equivocó. Lo supo cuando notó la mirada de la rubia.
Aquellos ojos verdes no brillaban. Y, a pesar de que la iluminación no era tan perfecta como en el interior del salón, la vio apagada, cristalina. Un nudo se apoderó de su garganta y un peso enorme se alojó en su estómago—. Heidi.

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