Capitulo 9

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La mañana después del matrimonio...

Tras dejar la mansión de los Armstrong, Sarocha pidió al taxista que se dirigiera al centro de la ciudad.
Sabía que a partir de ese día tendría que vivir en aquella casa, era una de las condiciones que aceptó y para eso precisaba recoger sus efectos personales. Su apartamento, por el momento, quedaría cerrado; no iba a deshacerse de la propiedad por el simple hecho de que su matrimonio no sería eterno.

Mientras el auto se desplazaba por las calles, ella observó la pantalla de su celular y su mente se trasladó al día cuando recibió la noticia en casa de sus padres. Siempre que tenía tiempo, salía a correr y esa mañana llevó su cuerpo al extremo. Regresó al apartamento cuando sus músculos empezaron a dolerle y requirió parar para tomar aire. Como era sábado, no tenía necesidad de ir a la empresa;
encontró a su novia desnuda y con el desayuno preparado. Apenas atravesó la puerta, tuvo que contener sus ganas para no saltarle encima a la rubia, que se paseaba por su sala cocina. Heidi debía tener serios problemas con la ropa, ya que no dejaba de usar sus pullovers más largos y evitaba llevar ropa intima.

-¡Huele bien! - exclamó desde la puerta, sacándose las zapatillas de correr. Luego caminó hacia ella.

—Es solo café y pancake -dijo la rubia, quitándole importancia, recibiéndola con un dulce beso-. Saliste temprano -señaló.

Ella solo asintió. Correr la había ayudado a ordenar las ideas; se le encogió el pecho al pensar que en pocas semanas todo eso sería historia. La decisión estaba tomada; ayudaría a sus padres, aceptaría el compromiso para sacarlos de la bancarrota. Sintió que su corazón comenzó a romperse, ya no tendría mañanas como esas; sus días de risas se iban por la borda y las noches de pasión quedarían en la historia. Su única esperanza era el perdón de Heidi.

Su mirada cambió y la sonrisa se borró de su rostro. Heidi lo notó, algo la preocupaba; era imposible no advertirlo. Sarocha era una persona física, encontraba calma a través del sexo; un acto primitivo en el que desnudaba su alma y se mostraba tal cual era. Ella lo había aprendido con el tiempo.

-Sar, dime qué pasa —le pidió, preocupada, acariciándole el rostro. La mujer de ojos azules dejó un delicado beso en su mano.

—No es el momento - contestó, apretando la mandíbula, aguantando el dolor que la carcomía por dentro. No podía mirarla de frente; no, sin mostrarse débil. Un suspiro se escapó de su pecho mientras abandonaba la cocina por el pasillo. Una ducha le vendría bien.

El agua la ayudó a calmar sus pensamientos; debajo del chorro de la ducha dejó escapar esas lágrimas que amenazaban con salir de la noche anterior. Se sintió impotente y se dejó caer, ahí, donde nadie podía verla. Donde solo el agua y las paredes de lozas negras eran testigos de su dolor.
Tendría que enfrentarse a Heidi, terminar la relación; pero no hoy, pensó, tras salir de la ducha con el cuerpo mojado y envuelta en un albornoz. Ese día solo disfrutaría de tenerla entre sus brazos. Ya habría tiempo para enfrentar la realidad que se le venía encima, para llamar a sus padres, para conocer al hombre que iba a ayudarles y a la mujer con la que compartiría su vida.

El taxi se detuvo frente al edificio de su apartamento; en cuanto bajó, sintió que sus pulmones se llenaban de aire. Fue como si hubiese estado conteniendo la respiración por más de dos días y empezaba a doler.
Cruzó la calle y se adentró en el edificio, pasando bajo un arco que tenía por lo menos medio siglo. Dos rampas de escalera la esperaban; no dudó en subir los escalones de dos en dos. La puerta con el número veintidós se abrió frente a ella; con temor, la cruzó.
Su mirada azul se perdió en cada rincón. Parecía que eran años los que no visitaba ese lugar y, en cambio, solo habían pasado dos días. Sacó el teléfono del bolsillo trasero del pantalón y buscó un cargador entre los cajones de la cocina. Lo conectó y lo dejó sobre la encimera. Cinco minutos eran suficientes para que el aparato regresase a la vida, así que aprovecharía para recoger algunas cosas. Caminó por el pasillo hasta su habitación; el recuerdo de Heidi deambulando desnuda por la casa la golpeó con fuerza. Le faltaba el aire, sintió las piernas demasiado débiles. Se apoyó en la puerta de su cuarto y se dejó caer, ya sin fuerzas. Sintió las primeras lágrimas abandonar sus ojos y rodar por sus mejillas. El llanto la sobrepasaba, no podía pararlo. Su pecho subía y bajaba en busca de aire; llevándose las rodillas al pecho, dejó que el vacío la invadiera. Con una mano se estrujó el pelo; con la otra, abrazó su cuerpo.

Amor por un contrato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora