Capítulo 34

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Mientras el auto se movía por las traficadas calles de la ciudad, Sarocha intentaba que Rebecca se mantuviera coherente. Desde que recibió la noticia de su abuelo, parecía no estar del todo presente; seguía abrazándose con fuerza, mientras susurraba como mantra el ejercicio de autocontrol. Verla en ese estado hizo que su corazón se encogiese; no sabía cómo ayudarla, pero tenía que hacer algo.
—Hey —le susurró mientras le acariciaba la espalda como lo hizo antes-. Beck, tranquila. Estoy segura de que estará bien.
Rebecca sentía que su mente estaba a millas de distancia, pero el calor de la mano de Sarocha en su espalda la devolvió al auto; levantó la mirada cristalina en busca de los ojos azules.
—Mi abuelo es lo únic... Lo único que tengo -dejó escapar con la voz cortada, aguantando las lágrimas que en cualquier momento abandonarían sus ojos.
—No digas eso, Beck. No estás sola — le aseguró. Por instinto, se acercó más a su diminuto cuerpo y reforzó el abrazo. Esta vez hizo que se apoyara en su pecho; percibir el olor a vainilla de sus cabellos la hizo aspirar profundo.
El tiempo que tardaron en llegar al hospital fue un infierno. Cuando José detuvo el auto frente a las puertas del área de primeros auxilios, ambas se precipitaron al interior del lugar.
A pesar de que había intentado no derramar sus lágrimas, Rebecca no pudo soportar el dolor que sentía en su pecho, por lo que, cuando Sarocha la abrazó, se dejó arrastrar por el llanto. Ahora, con los ojos y la nariz roja, intentaba mantenerse entera para descubrir qué sucedía con su abuelo.
-Buenas noches —saludó Sarocha, apenas llegaron frente a la larga barra que servía de recepción.
Detrás de la barra se encontraban varias enfermeras.
Una de ellas dejó de escribir en un registro y las recibió de inmediato, las otras parecían atareadas en llamadas telefónicas y registros de pacientes.
—Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarlas?
-Somos familiares de Richard Armstrong - respondió Sarocha; por segunda, o tercera vez en ese día, hizo algo que no pensó. Al mismo tiempo que miraba a Rebecca a su lado, entrelazó su mano derecha con la de ella y la sostuvo, mientras la enfermera tecleaba algo en la computadora.
-Richard Armstrong. Edad, setenta y tres años - recitó la mujer, buscando que ellas confirmaran la identidad.
—Sí, es... es mi abuelo -dijo Rebecca con la voz temblorosa.
La enfermera devolvió la vista a la pantalla y en su rostro se dibujó una mueca que no dejó dudas de la gravedad del paciente.
-En estos momentos el doctor Sanillo atiende al señor Armstrong - informó la enfermera. Sarocha sintió que Rebecca apretó su mano-. Pueden acomodarse en la sala de espera, al final del pasillo.
En cuanto el doctor esté disponible, vendrá a buscarlas —les indicó la dirección que debían seguir.
Las dos caminaron por el frío y austero lugar hasta que se toparon con una enorme sala en la que había otras personas. El silencio reinaba; los rostros afligidos y llorosos de los presentes hacían que el lugar fuera un tanto álgido. Sarocha tiró de Rebecca hacia un rincón y la ayudó a sentarse en una de las sillas que componían el amueblado del salón. Una máquina expendedora de café y snacks ocupaba una de las paredes; más allá de esta, lo que se suponía era la puerta de un baño.
Eran años los que la pelinegra no ponía los pies en un hospital; se le hizo un nudo en la garganta al pensar que Rebecca había pasado gran parte de su infancia y adolescencia en ellos. Su mirada recorrió todo el salón hasta posarse en ella, que tenía la cara cubierta por sus manos e intentaba calmar el llanto.
¿Cuánto tiempo llevaban en esa sala de espera?
Ninguna de las dos lo sabía, o mejor dicho, Sarocha sí lo sabía con exactitud. Llevaban más de una hora esperando a que algún médico llegara a informarles del estado de Richard. Rebecca no había dejado de llorar y practicar sus ejercicios de respiración. José las acompañaba tras dejar el auto en el estacionamiento, pero se mantenía a una distancia prudente desde que Sarocha levantó la voz por segunda vez, impidiéndole que llamara a la doctora Ricci.
Sabía que él se preocupaba por Rebecca, pero ella no estaba en una crisis; además, se encontraban en un hospital. Así que, si necesitaban ayuda, qué mejor lugar que ese, pensó.
Sarocha trató de calmar las ansias que sentía levantándose de la incómoda silla y se dirigió hacia la máquina expendedora. Precisaba un café y su esposa una tisana para calmar su estado. Rebuscó en el bolsillo de su pantalón, pero no tenía monedas; dejó escapar un suspiro amargo. Su monedero estaba en el auto, dentro de su mochila, y no quería molestar a José pidiéndole que fuera a buscarlo, mucho menos alejarse de Rebecca.
Sarocha regresó al rincón donde su esposa seguía con la cara cubierta, cuando la melodía de su celular la hizo salir de su estado casi catatónico; sacó el aparato del bolsillo del pantalón y apenas vio el nombre en la pantalla, sintió que el frío invadía su cuerpo. Heidi seguía esperándola y ella no iba a poder llegar, se dijo, mientras la melodía inundaba la silenciosa sala y se ganaba más de una mirada de reproche de parte de las personas presentes. Cambió la dirección de sus pasos, alejándose lo suficiente de Rebecca y José para contestar. No quería que ella escuchase su conversación, mucho menos que, por algún motivo, Heidi supiera dónde y con quién se encontraba.
—Ciao —saludó intentando poner ánimo en su voz para no levantar sospechas.
-Espero que ese restaurante sea el mejor, porque estoy muriendo de hambre —bromeó Heidi al otro lado de la línea.
Media hora antes, la rubia le envió varios mensajes diciéndole que estaría esperándola y ella le aseguró que llegaría.
—Heidi, lo siento. Creo que no llegaré - dijo, consciente de que era la segunda vez que le fallaba, pero ¿qué más podía hacer? No dejaría a Rebecca sola en su estado. Además, se suponía que los médicos iban a llegar en cualquier momento, sin embargo, no ocurría y ella tenía la cabeza llena de tanto pensar en cómo comportarse y resolver la situación.
-Sarocha, estás de broma, ¿verdad? —la voz de Heidi sonó grave y seria.
Ella entendía si estaba enojada.
Heidi, lo siento. Estoy en el hospital y no sé cuándo podré salir de aquí —intentó justificarse.
¿En el hospital? iPor Dios, Sarocha! ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Qué sucedió? ¿Estás bien? —se apresuró a preguntar con el alma en un puño de solo pensar que Sarocha podía estar herida o sintiéndose tan mal para ir al hospital.
—Sí, tranquila. Yo estoy bien. Es... - estaba a punto de decirle que se trataba del abuelo de su esposa, pero reaccionó antes de cometer ese error. Cuando arregló su situación con la modelo, le juró que Rebecca no significaba nada para ella y que no tenía ninguna obligación con la mujer con la que se casó; así que ahora no podía decirle que se encontraba ahí
por ella.
—¿Tu madre? ¿Tu padre?
Heidi habló antes de que pudiera responder y
Sarocha asintió con un quejido. No era justo hacer pasar por enfermos a otras personas, pero era mejor que decir la verdad, pensó.
—¿Estás segura de que no quieres que vaya? Puedo tomar un taxi, el hospital no está lejos de mi zona - aventuró Heidi, preocupada.
Ellas aún no hablaban de cómo iban a comportarse con los padres de Sarocha para mantener la relación, pero seguía estimando a Phong y se preocupaba por la familia de su novia. La pelinegra se sintió infame y miserable al mentirle a Heidi, sin embargo, era su única salida. Después de disculparse por segunda vez y asegurarle que la compensaría el día siguiente, terminó la llamada con algo de zozobra. La modelo no estaría en la ciudad por los próximos cinco días por motivos de trabajo, así que no podría disculparse con ella en persona como deseaba y temía que eso pudiera causar más problemas a la ya delicada relación que mantenían.
Después de devolver el teléfono a su bolsillo, intentó tomar aire, pero el olor del hospital era algo que detestaba, así que, de la misma manera, exhaló con fuerza. Tomó la decisión de quedarse junto a Rebecca, así que lo mejor era regresar. Lo que Sarocha no imaginó fue que ya su esposa había notado su ausencia y que le preguntó a su chofer por ella.
La mirada de Rebecca se iluminó cuando vio que su cónyuge regresaba junto a ella. Por un segundo, pensó que Sarocha la abandonó ahí y su corazón disminuyó sus latidos de solo pensarlo.
-¿Cuánto más tendremos que esperar?
Las palabras de su esposa le crearon un nudo en el estómago; su rostro estaba rojo de tanto llorar, al igual que sus ojos y nariz. La castaña se limpió las pocas lágrimas que le quedaban y se mordió el labio inferior. Sarocha sintió la necesidad de acariciar ese lugar lastimado por sus dientes. Rebecca estaba desesperada, aun cuando no quisiera demostrarlo y ella sintió que su pecho se encendió como lava de un volcán.
Llevaban una hora y media en el lugar sin tener noticias de Richard y, aunque eso significaba que él siguiera con vida, no las ayudaba. Sarocha extendió su mano hasta acariciar la mejilla de Rebecca y le dedicó una mirada profunda. Luego se giró y se dirigió a grandes zancadas hacia la recepción en busca de alguna información que tranquilizara sus preocupaciones.
Normalmente, Sarocha no se consideraba una persona impulsiva, pero estar más de una hora y media en aquella sala sin recibir noticias, colmó su paciencia. Y si a eso le sumaba el hecho de haber cancelado su cita con Heidi por quedarse junto a Rebecca, podía decirse que estaba a punto de explotar. Era cierto que la decisión fue suya y que ninguna de las enfermeras que trabajaban en ese hospital tenía culpa, pero le importó poco cuando se paró frente a la recepción y descargó su ira contra la pobre mujer que la atendió. En ese momento, a Sarocha no le tembló la voz cuando la levantó contra la enfermera mientras pedía explicaciones. Otra sanitaria llegó, intentando calmarla, pero solo fue posible cuando el doctor Sanillo apareció con cara de pocos amigos. Entonces fueron a buscar a Rebecca, que seguía en la sala de espera.
La castaña perdió de nuevo las fuerzas y sus Piernas amenazaron con abandonarla cuando el médico les expuso la situación. Según el cirujano general, las condiciones de Richard eran delicadas a causa del avanzado estado del tumor que se expandía no solo a los pulmones, sino también a otros órganos vitales.
El anciano había sufrido un paro respiratorio mientras lo trasladaban en la ambulancia. Sin embargo, el médico les aseguró a ambas que el estado de Richard era estable, pero que preferían mantenerlo bajo observación por unos días.
Rebecca sintió los brazos de Sarocha que la sostenían de sus hombros, mientras escuchaba la información y creía que iba a derrumbarse en cualquier momento.
Su cuerpo no estaba preparado para soportar tal situación. Cada segundo que pasaba se le hacía más difícil respirar y mantener la calma; temía entrar en una de sus crisis, pero no sucedió.
De hecho, Sarocha no se movió de su lado, pensó la castaña, y no supo cómo interpretar ese gesto. Por primera vez en su vida no se sentía tan sola. Cuando ella la consoló acariciando su espalda, fue como si los mismísimos rayos del sol entraran en cada célula de su ser para calentarla. Era una sensación nueva, demasiado agradable como para no acostumbrarse a ella.
De la misma manera como escuchó las explicaciones del médico, Rebecca oyó cuando Sarocha se despidió de este y sus labios se movieron por inercia, murmurando también un saludo. Era como si no fuese consciente de su propio cuerpo. Y fue entonces que sintió que los dedos de Sarocha se entrelazaban a los suyos y le susurró algo cerca del oído, pero no fue capaz de comprender las palabras; solo se dejó arrastrar por ella, que se movía lento.
Los ojos de Rebecca se mantuvieron clavados en las losas blancas del pulcro piso del hospital, mientras recorrían un pasillo tan silencioso y estéril que pudo advertir el frío penetrar su piel y sus huesos. Una enfermera hablaba con Sarocha mientras le ayudaba a ponerse una bata y unos cubre zapatos para poder entrar en la sala de cuidados intensivos donde se encontraba su abuelo.
Rebecca seguía como en una nube, aunque percibía todo a su alrededor, el sonido de la máquina cardiopulmonar, marcando los latidos del corazón de su abuelo; el sonido de su respiración a través de la máscara de oxígeno que ayudaba a sus pulmones.
Richard se hallaba en la cama, en medio de aquella habitación, y ella sintió que al fin la ansiedad ganaba la batalla contra su cuerpo y se dejó caer.

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