Capítulo 47

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La paciencia es la virtud de los sabios, escuchó decir Sarocha en algún instante de su vida. Tal vez lo había dicho su padre durante su adolescencia, o su madre; el hecho era que después de cinco días, la suya empezaba a agotarse.
Mucho más, cuando la junta con la constructora encargada del proyecto Arca, terminó. Porque entendía que Rebecca estuviera enojada, y que cerrarse fuera parte de su autodefensa, pero le jodía de una manera en extremo intensa, que su esposa se pusiera en plan negativo cuando se trataba del trabajo. Porque fue lo que hizo durante la maldita reunión; Rebecca dijo no a cada una de sus propuestas y desechó con facilidad sus alegatos. Era desconcertante y su paciencia había llegado al límite, porque no iba a esperar más para hablar. Le dio espacio y tiempo, pensando que era lo justo, pero ya era suficiente. Ahora, aunque lo quisiera o no, ella iba a escucharla; incluso si tenía que usar la fuerza para eso.
Sarocha tomó aire cuando el último de los presentes en la reunión abandonó la sala de juntas. Ella se quedó mirando a su esposa, que recogía sus apuntes en el otro extremo de la
larga mesa.
—¿Podemos hablar? —le preguntó, tras aclararse la garganta
para llamar su atención.
Rebecca detuvo sus movimientos, pero no hizo nada para responder.
Al principio, ella lo tomó un sí, sin embargo, se equivocó.
Estoy ocupada, así que, si no es importante, puede esperar
soltó, tras unos segundos en los que el silencio las envolvió.
—Creo que, "nosotras", es importante -Sarocha recalcó la palabra, esperando llamar su atención. Y lo hizo.
Rebecca levantó la vista; por la expresión de su rostro, le dejó claro que esa palabra también significaba algo para ella.
No sabía que había un nosotras —se burló, aunque no supo cómo fue posible que esas palabras salieran de su boca. Tal vez porque estaba dolida.
Rebecca, por favor, necesito... Necesito que me dejes explicarte lo que viste aquella noche —le dijo. Luego rodeó la larga mesa con la intención de acortar la distancia que las separaba.
—¡¿Explicar?! No sabía que un beso se podía explicar. ¿Me crees tan estúpida? —su mirada se oscureció y la voz le salió más alta de lo que esperaba-. Porque, hasta donde tengo entendido, ella te besó y le respondiste, así que no veo qué podrías explicarme -sentenció Rebecca con coraje, dejándose llevar por la rabia que sentía—. ¿O acaso vas a negarlo? —la retó, apuntándola con el dedo índice. Sus ojos
empezaban a cristalizarse.
Por unos segundos, Sarocha bajó la mirada, porque no podía negar que ella correspondió al beso de Heidi, pero su esposa tenía que saber que eso no significó nada más que un adiós.
Rebecca terminó de recoger los documentos y se dispuso a salir de la sala, dando por terminada la conversación, pero Sarocha no iba a dejarlo así. No tuvo tiempo de detenerla, sin embargo, la siguió.
Sus siguientes palabras las soltó sin más.
¡Eres imposible, Rebecca Armstrong!
¿Imposible? —se volteó y la encaró, apretando contra su pecho los papeles y carpetas que llevaba—. Resulta que ahora soy yo la imposible — se burló una vez más.
Ninguna de las dos se dio cuenta de que ya no estaban en la sala de juntas y que parte de los empleados, se detuvieron por sus gritos en medio del pasillo.
—¡Sí! —respondió Sarocha. Rebecca no se movió, esperando, al parecer, una aclaración—. Es cierto que tenía una vida antes de ti, pero no te das cuenta de que la dejé a ella por ti - y lo soltó ante los empleados que las miraban, consternados por la discusión que mantenían las directoras-.
¡Dejé a Heidi porque me enamoré de ti! ¿No lo ves?
Rebecca se quedó petrificada ante la declaración. Hasta ese momento, nadie se atrevió a interrumpirlas y fue su celular, el que rompió el hechizo y la devolvió de golpe a la realidad.
Fue como si despertara de un sueño y se encontró con más de una mirada puesta sobre ellas. El sonido del aparato seguía llenando el silencio que se creó a su alrededor.
Sarocha esperaba una respuesta a sus palabras.
Y ahora Rebecca no sabía qué decir, así que pensó que lo mejor era comprobar quién calcinaba su celular, aunque sospechaba que se trataba de Enzo. Durante los últimos días, su hermano pasó de llamar una vez al día, a hacerlo hasta tres y cuatro veces; entonces, cuando se decidía a contestarle, llegaban las amenazas.
Enzo empezó diciéndole que haría público lo de su matrimonio, hasta llegar al punto de amenazarla de una manera que llegó a asustarla.
Rebecca intentó sacar el bendito aparato del bolsillo; fueron fracciones de segundo, en los que vio que la mano de Sarocha le quitaba el teléfono y contestaba por ella.
—Ahora no está... -respondió su esposa, sin siquiera mirar quién estaba al otro lado de la línea, pero su semblante cambió de improviso.
Sarocha clavó sus ojos en Rebecca, que la miraba, sorprendida por el arrebato. El nudo que se formó en su garganta fue instantáneo; tras asentir un par de veces, su esposa colgó. Le tendió el teléfono, dudando, porque lo que estaba a punto de decirle, iba a derrumbar su mundo. Y porque se encontraban en medio de una conversación importante, pero no más que la noticia que acababa de recibir.
—¿Te has comido el cerebro? —le soltó Rebecca, en cuanto recibió el aparato, porque aún estaba sorprendida por la confesión que acababa de recibir. No sabía si había escuchado bien. ¿Sarocha dejó a la tal Heidi por ella? ¿En serio sí estaba enamorada de ella?
Cuando Rebecca advirtió que ella no decía nada, sintió una especie de corriente atravesarle el cuerpo.
-Beck... -susurró Sarocha, y ella buscó su mirada con temor—. Beck..., es... Es tu abuelo.
***
Y fue como si el mundo entero colapsara a su alrededor y las paredes de su caja de cristal se agrietarán; como si estuvieran a punto de explotar, dejándola indefensa y al descubierto. Rebecca pensaba que conocer el estado de salud de su abuelo haría que el dolor fuera más leve, pero se equivocó, porque dolía. Dolía demasiado y las lágrimas no ayudaban a aliviar el dolor.
Sarocha otra vez estaba ahí para ella; recogió sus pedazos cuando se quebró frente a sus empleados. En ningún momento le soltó la mano. Y tenía que ser tonta, o loca, para no entender que esa mujer que al principio le parecía tan distante, ahora se desvivía por ella. Se limpió la nariz, intentando controlar los espasmos del llanto, mientras el sacerdote ofrecía sus palabras de despedida al difunto, Richard Armstrong. La iglesia estaba abarrotada, su abuelo era una persona pública reconocida; la noticia de su muerte se regó como pólvora.
A pesar de que tantas personas fueron a darle el último adiós a Richard Antonio, Rebecca se sentía sola. De su familia ya no quedaba nada, ni siquiera Enzo asistió al sepelio, aunque, de cierta manera, lo prefería.
Como un autómata, Rebecca recibió el pésame de muchas personas, mientras se dejaba acompañar por su esposa hacia la salida de la iglesia. Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez cuando notó a sus suegros y a Nam Marchetti entre los presentes. Los padres y la amiga de su cónyuge estaban ahí porque ella era importante para Sarocha y eso le bastaba.
No había tenido tiempo de procesar con lucidez la declaración de la pelinegra; y no creía necesitar tiempo para procesar más, porque la prueba de que Sarocha le daba era inconfundible. Y sí, era cierto que, antes de ella, estuvo
Heidi, pero su esposa la eligió, se lo demostraba permaneciendo a su lado, mientras los empleados del cementerio acomodaban el ataúd de su abuelo en la cripta de
su familia.
Dales el descanso eterno, ioh, Señor!, y brille para ellos la luz perpetua.
Que descanse en paz.
Amén.
Las palabras del sacerdote cerraron la ceremonia; Rebecca se apretó fuerte contra el pecho de Sarocha, que la estrechó entre sus brazos, brindándole el apoyo que precisaba. No se apartó de su lado hasta que la cripta fue sellada. Ese fue el momento cuando cedió su puesto a Gi y a José, que lucían tan afligidos como su esposa.
Sabiendo que Rebecca estaba en buenas manos, Sarocha aprovechó para alejarse del grupo y caminar hacia la salida del cementerio, donde antes notó la presencia de una persona poco deseada. Con pasos firmes y mirada dura, llegó junto al hombre que acababa de tirar una colilla de cigarro.
El olor del tabaco, mezclado con el perfume caro, la golpeó, a pesar de que mantuvo una distancia prudente.
¿Qué haces aquí? —le preguntó, sin preámbulos.
Vaya, vaya, bonita. Si han montado un buen espectáculo - contestó el hombre con una sonrisa burlona bailando en su
rostro.
—Me alegra que hayas venido, Enzo. Pero, créeme, no es el momento. Por favor, no le hagas las cosas más difíciles —le pidió Sarocha, obviando su comentario. Volteó a ver a Rebecca. Su esposa seguía apoyada en el hombro de Gi.
—Tranquila, cuñada, solo quería comprobar que fuera cierto.
Al viejo le gustaba el drama -respondió.
Enzo vestía un costoso traje negro, aunque en él parecía una prenda sin ningún valor; la barba de más de un par de días y las marcas negras debajo de sus ojos, le indicaban que no había dormido mucho en las últimas veinticuatro horas.
-De acuerdo. Ahora, por favor, te pido que te vayas. No quiero que Rebecca se altere con tu presencia —le dijo, serena y en un tono civilizado. Durante las últimas semanas, ella aprendió que era la mejor forma de tratar con Enzo
Armstrong•
-Qué dulce, cuñadita. Te preocupas por la estabilidad de mi
hermana
-comentó con sarcasmos, mientras se encendía otro cigarro.
Fue entonces que su actitud burlona cambió y su semblante se volvió sombrío—. Tranquila, ya me voy —dijo con un tono frío-. Eso sí, recuerda que tenemos un trato —le advirtió, mientras se alejaba.
Sarocha vio que se le dibujó una sonrisa perversa. ¿Cómo iba a olvidarse de la conversación que mantuvo con su cuñado semanas antes, cuando al fin decidió tomar las riendas de la situación? Recordó aquella tarde y sintió que su cuerpo se tensó.
***
semanas antes...
No podía negar que tener que compartir una mesa con Enzo, le revolvía el estómago, pero era la única solución. Él debía demasiado dinero a las personas equivocadas y Rebecca no tenía intenciones de devolverle su puesto en la compañía, así que le tocaba a ella y a Richard Antonio, resolver el problema para evitar un escándalo que fuera a mayores. Ella tenía la aprobación del anciano, a quien visitó en más de una ocasión, a escondidas de Rebecca, porque no querían que ella supiera la verdad.
Mientras compartían un vino, en la mesa del restaurante,
Sarocha enfrentó la mirada altanera de su cuñado y descubrió sus cartas; porque siempre le gustó jugar limpio y en esa situación, era lo mejor.
En un principio, Enzo pareció sorprenderse cuando ella le dejó claro que estaba al tanto de todo y que sus opciones eran escasas. Él podía optar por terminar en la cárcel por el desfalco a la compañía, o en manos de aquellos a los que les debía dinero. Así que podía escoger entre esas dos opciones, o su oferta. Un trato que Rebecca no necesitaba conocer; un contrato de dos millones de euros, que Enzo firmó frente a ella, en el que se comprometía a desaparecer de la vida de su hermana para siempre.
***
En el presente...
Mientras Sarocha regresaba a donde se encontraba Rebecca, recordó las palabras que Richard le ofreció aquella mañana, cuando fue en busca de una solución.
"El dinero compra lo imposible".
A pesar de que no estaba del todo de acuerdo con esa afirmación, era probable que fuera verdad. Dejó escapar una risilla nerviosa, mientras sus pasos la acercaban a su esposa, porque el hombre al que acababan de enterrar le recordó al mismísimo Enano Saltarín, con sus contratos y acuerdos
imposibles de rechazar.
Y sí, era cierto que el dinero fue la razón de ser de su matrimonio, pues al igual que su cuñado, ella también firmó un contrato, pero si volvía el tiempo atrás, sabiendo que al final terminaría enamorándose de una persona como
Rebecca, no dudaría en firmar mil y un contratos con el viejo. Así que después de todo, era posible que no se equivocara por completo con Enzo.

Amor por un contrato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora