Capítulo 33

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Rebecca seguía pegada a la puerta intentando organizar sus ideas cuando Sarocha le tendió una botella de agua. Ella levantó la vista, confundida. Su esposa la miraba de una manera diferente; en la profundidad de sus ojos azules había un halo de temor, como si no supiera qué hacer en ese instante.
—¿Estás bien? —le preguntó con la voz ronca y cortada.
Rebecca asintió de nuevo mientras abría la botella y se la llevaba a los labios. Sarocha apartó la vista de ese gesto tan simple, pero que le supuso íntimo, por lo que su cuerpo reaccionó por impulso y buscó mantener la distancia entre ellas.
Sarocha la siguió con la vista cuando rodeó el escritorio y se dejó caer en su silla. Levantó sus gafas hasta la frente y se apretó el puente de la nariz, luego dejó escapar un fuerte suspiro. Estaba lista para explicarle todo y así lo hizo.
Ella no se movió ni una vez después de que Rebecca empezó a explicarle cuál era la relación que la unía a Enzo Armstrong. Él era su hermano, tenía treinta y ocho años, hijo de su madre, que fue concebido de una primera relación de la que ella tenía poco conocimiento. Su padre, Franco Armstrong, adoptó a Enzo cuando Viola nació y, desde entonces, las cosas entre ellos fueron difíciles.
Sarocha notó que el hablar de su familia le resultaba difícil a Rebecca, porque estaba atenta a cada uno de sus gestos. No quería que desenterrar cosas del pasado le causara un ataque de ansias o estrés; tener que llamar a la doctora Ricci era el último de sus deseos.
Rebecca hizo una pausa y bebió otro sorbo de agua; necesitaba bajar el nudo que se formó en su garganta en cuanto mencionó a su padre y a su hermana. A pesar de los años, seguía doliendo, así que la mejor cura era mantener sus recuerdos en un cajón bajo llave. Pero Sarocha se merecía una explicación, sobre todo, después de que la defendió frente a Enzo. Le parecía increíble que esa mujer, que hasta hacía menos de un mes ni siquiera le dignaba una mirada, ahora la defendió de su hermano sin importarle nada, ni nadie y le dejó claro cuál era la relación entre ellas. Esperaba, por el bien de ambas, que Enzo no las delatara en la empresa porque, en ese momento, solo podía hacerle frente a un problema a la vez.
Una vez que el nudo en su garganta aflojó, Rebecca continuó con su explicación. Le contó que Enzo empezó a mostrarse hostil cuando se trataba de ella y Viola. Al inicio, su madre lo justificó diciendo que él quería tanto a sus hermanas, que sentía celos de las personas a su alrededor, pero estaba muy lejos de la verdad. Entonces sucedió la tragedia y Enzo se perdió en una oscuridad de la que ella no fue capaz de ayudarle a salir. Desde aquel tiempo, Enzo no dejaba de querer manipularla en contra de su abuelo, a quien culpaba por todo lo que le sucedía. Rebecca obvió el hecho de que convivía con la culpa de ser la responsable de la muerte de sus padres y que su hermano no pasaba un día que no se lo recordara como castigo, por un cariño que le fue negado. Sí, porque su abuelo no era un santo y no podía negar que él nunca vio con buenos ojos el hecho de que su único hijo se hiciera cargo de una mujer con un niño.
Y no era que no quisiera a su nuera, porque Richard se desvivía por complacer a sus nietas y a su nuera, pero cuando se trataba de Enzo, era diferente.
—¿Y por qué nadie en la compañía sabe que Enzo es tu hermano? - quiso saber Sarocha; fue la única vez que intervino en el monólogo de Rebecca.
—A diferencia mía, Enzo tuvo que ganarse su lugar en la compañía. Mi abuelo ni siquiera lo hubiese empleado de no ser porque yo se lo pedí - respondió e hizo otra pausa. Buscó la mirada de Sarocha, que seguía tan oscura como cuando enfrentó a su hermano—. Eso también fue parte de un acuerdo entre mi abuelo y yo —se atrevió a confesar; vio que la pelinegra apretó los puños-. Por favor, Sarocha, nadie tiene que saber que es mi hermano —le suplicó, levantándose de la silla y volteándose hacia los ventanales.
El sol empezaba a jugar a las escondidas con los edificios; a pesar de que la temperatura era agradable para mediados de primavera, Rebecca sintió un escalofrío recorrerle la espalda, por lo que se abrazó a
sí misma.
—No te preocupes, no está en mi naturaleza divulgar secretos ajenos, pero que te quede claro una cosa.
Como tu hermano vuelva a tocarte, no respondo de mis acciones -sentenció la pelinegra, que no supo de dónde salieron esas palabras. Las dijo y con tal convicción, que se asustó. Ahora, el problema era cómo decirle a Rebecca que su hermano estaba bajo investigación empresarial sin que eso le creara más estrés del que ya tenía.
-Gracias —susurró sin voltearse. Su corazón latía sin control tras escuchar las palabras de su esposa; vio un espiral de luz al final del túnel de sus emociones.
Tal vez, solo tal vez, Sarocha y ella podrían...
¡¿Qué?! ¡¿Qué podrían?!, le cuestionó una vocecita en su cabeza, mientras intentaba contener las lágrimas que amenazaban con abandonar sus ojos.
Demasiadas sensaciones y emociones para un mismo día.
Tras sus palabras, Sarocha abandonó la oficina de su esposa con el pecho apretado y la cabeza llena de preguntas. ¿Por qué diablos seguía comportándose de esa manera cuando se trataba de Rebecca? Sí, se sentía atraída por ella por su fragilidad y su carácter, pero de ahí a arriesgarse a que todos se enteraran de que ellas estaban casadas y poner en peligro su puesto de trabajo, era otra cosa; tenía que estar loca.
Sí, era eso; se volvía loca a causa de Rebecca, de su situación con Heidi y los problemas de la compañía.
Ahora, en su oficina, trató de serenar sus pensamientos y concentrarse en lo que era importante. Tenía que descubrir por qué Enzo Armstrong estaba robando a su familia, a su propia compañía. No podía ser por despecho, o por hacerle daño a su abuelo; tenía que haber algo más.
Necesitaba investigar. Sin muchos rodeos, sacó su celular y marcó el número de Nam.
Intentó explicarle la situación a su amiga sin levantar más sospechas de las necesarias; le pidió consejos para contratar a un investigador privado. Nam, como siempre, se preocupó y quiso saber más del asunto, pero Sarocha no quería meterla en ese problema si no era necesario. Con un número de teléfono en su mano, se despidió de su amiga y se dispuso a hacer esa llamada que requería.
Estuvo más tiempo del que pensó hablando con el investigador privado que Nam le recomendó. Cuando acordó una cita para la semana entrante con el hombre, se sintió aliviada. Fue entonces cuando pudo devolver su atención al trabajo y concentrarse en otro de los proyectos que tenían pendiente.
El trabajo la ayudaba a relajarse, volvió a ser consciente de ello cuando Blanca se asomó a la puerta y le anunció que ya se marchaba. Afuera la luz del sol había sido sustituida por un cielo que empezaba a ser opacado por la oscuridad de la noche.
Estirando los brazos y Piernas, Sarocha se despidió de su asistente. Luego se levantó de su silla y se quedó mirando hacia los ventanales; en las calles, los autos empezaban a transitar con más frecuencia, sucedía siempre de la misma manera. Las siete de la noche era la hora cuando la ciudad parecía despertar y todos se ponían en movimiento; las oficinas cerraban sus puertas, mientras que los bares y restaurantes se preparaban para recibir a los clientes que pronto llegarían demandando atención, comidas y bebidas.
A Sarocha le fascinaba como la primavera hacía lucir a la ciudad. Mientras observaba los diminutos autos que se movían de un lado a otro frente al edificio, notó que un coche se detuvo frente a las puertas de la compañía y, sin necesidad de ver el modelo del auto, supo que se trataba de José; era siempre puntual para recoger a Rebecca. Ella, en cambio, no iría a casa; tenía una cena con Heidi, así que lo mejor era pasar por su apartamento a cambiarse. Quería llevarla a algún lugar de moda, cenar algo que le gustara a la rubia y luego ir a por unos tragos. Si tenía suerte y lograba hacerse perdonar, podrían terminar la noche en su apartamento.
Quería amar a Heidi sin apuros y regalarle una noche entera. Nada de huidas a altas horas de la noche o que despertara sola. Una media sonrisa pícara se dibujó en su rostro; con esa idea en la cabeza, se apresuró a recoger sus cosas.
Sarocha salió de la oficina dándose cuenta de que casi todos sus colegas iban de salida o ya se habían marchado. La promesa de noches menos frías hacía que sus compañeros quisieran vivir más de los placeres de la vida. Caminó por el pasillo hasta los ascensores y, para su sorpresa, se topó con Rebecca, quien también iba de salida. Ella la vio dudar cuando se detuvo frente al elevador.
Rebecca miró las puertas del ascensor y luego hacia la derecha, al acceso que conducían a las escaleras.
Siempre que salía a esas horas, se debatía entre abordar el ascensor o usar las escaleras. No quería, o más bien
temía, quedarse encerrada sin nadie
acompañándola.
—¿Te importa? —le preguntó Sarocha, indicando el ascensor al llegar junto a ella, y entonces fue consciente de que su presencia la sobresaltó.
-Sarocha, creí
... creí que ya te habías ido —dijo.
Su esposa no pudo evitar la media sonrisa que se formó en su rostro cuando la notó nerviosa. Por alguna razón, Heidi abandonó sus pensamientos.
Sucedía cada vez que estaba cerca de Rebecca. Ella dio un paso adelante sin decir media palabra y pulsó el botón para llamar el ascensor, que no tardó más de un minuto en llegar; el mismo tiempo que su esposa utilizó para decidir si bajar en su compañía, o no.
El espacio en el que ambas entraron pareció hacerse más estrechó. Sarocha se recostó de una de las paredes laterales, levantó la cabeza y cerró los ojos.
Era una especie de ritual que hacía al terminar la jornada y en el que intentaba abandonar todo el estrés del trabajo antes de volver a casa. Al menos era algo que hacía meses atrás, antes de todo aquello.
Rebecca, en cambio, agarró con fuerza su cartera y trató de mantener la calma mientras el elevador se ponía en movimiento. Serán tan solo algunos segundos hasta el primer piso, repitió en su mente como un mantra, mientras apretaba la mandíbula y aventuraba una mirada hacia Sarocha. Inconsciente de su gesto, se mordió el labio inferior. Su mente se relajó ante la imagen de la mujer y fue la primera vez que ni siquiera se dio cuenta de que las puertas se abrieron. En ese instante, Sarocha emitió lo que le pareció un profundo suspiro antes de dar el primer paso para salir.
Rebecca se apresuró a salir del ascensor siguiéndola; cuando estaban a punto de cruzar las puertas del lobby, tuvo que detenerse al oír la insistente melodía de su celular. Se las arregló para no dejar caer la cartera y el maletín, y sacar el teléfono. El número en la pantalla era desconocido, pero tenía el prefijo de la ciudad, así que respondió.
-¡¿Rebecca Armstrong?! -cuestionó una voz femenina al otro lado de la línea y ella detuvo su andar.
Sarocha, que iba unos metros más adelante, advirtió que ella se paró en medio del lobby; lo que le extrañó.
Sarocha, que iba unos metros más adelante, advirtió que ella se paró en medio del lobby; lo que le extrañó.
Sí, soy yo. ¿Quién habla?
Señor armstrong, le hablo del hospital Borghe. siento informarla que tenemos a su abuelo en nuestro centro... —le notificó la mujer.
Ella sintió que cada fibra, cada célula de su cuerpo, abandonó las fuerzas para mantenerla de pie. Sus manos aflojaron el agarre de la cartera y esta calló al suelo. Sarocha aún no atravesaba las puertas, por lo que oyó el ruido; volteó a ver qué sucedía y se encontró con el rostro de Rebecca más pálido de lo que ya era. Sin pensarlo, corrió hasta ella y, por instinto, la sostuvo entre sus brazos. El teléfono seguía pegado a su oreja, pero ella no era capaz de hacer o decir nada.
-iBeck! i Beck! - insistió Sarocha, intentando mantenerla coherente—.
¿Qué sucede?
—Mi... mi abuelo —logró decir. La pelinegra tomó el teléfono.
—¡¿Bueno?!
señora armstrong, ¿se encuentra en línea?
cuestionó la mujer. Sarocha dudó en decir las condiciones en que se encontraba Rebecca.
—Ella no puede hablar en este momento. Por favor,
¿puede decirme qué sucede? -pidió. Su corazón estuvo a punto de detenerse en cuanto escuchó lo que la enfermera le explicó.
Richard había sido hospitalizado hacía menos de una hora, así que requerían que Rebecca, como su único familiar, llegara cuanto antes.
Sarocha le aseguró a la enfermera que estarían allí lo antes posible. Una vez terminada la llamada, se concentró en la castaña. Uno de los custodios del edificio se había acercado y las observaba con gesto de curiosidad y preocupación.
-Sarocha..., mi abuelo... Mi abuelo -eran las únicas palabras que Rebecca lograba articular.
-Beck, tu abuelo estará bien —le aseguró, aunque no estaba del todo convencida—. i Beck, mírame! —la obligó a fijar su mirada en la suya. Su esposa parecía como ida—. Necesitamos ir al hospital, ¿de acuerdo?
Rebecca asintió.
-¿Precisa ayuda, señorita Chankimha? — le preguntó el custodio.
-¿Podría ayudarme con eso? —le pidió Sarocha, señalando la cartera y su mochila, que también terminó en el suelo-. Val, José está afuera, iremos con él, ¿de acuerdo? — le anunció.
Rebecca se dejó ayudar, sosteniendo casi todo su peso. Sarocha la llevó fuera del edificio y, tal como lo supuso, José tenía el Maserati parqueado justo enfrente y esperaba recostado de la puerta del pasajero.
-¡Señorita Rebecca! - exclamó, preocupado al ver que apenas podía caminar y que Sarocha la acompañaba—. ¿Está bien? ¿Qué pasó? - preguntó
José mientras recibía las carteras y la mochila de las manos del custodio y las metió al auto.
José, necesitamos ir al hospital —le informó Sarocha, que intentaba abrir la puerta del auto sin dejar de sostener a su esposa.
¡La doctora Ricci! Tenemos que llamarla —dijo él, mientras la pelinegra ahora ayudaba a Rebecca a
entrar en el auto.
Al escuchar el apellido, Sarocha sintió una especie de rabia subirle por el cuerpo, pero no quiso hacerle caso. José solo se mostraba preocupado, pensó.
¡José, al hospital, ahora! — especificó, levantando la voz y dando a entender que no aceptaría otra cosa.
Lo siento, señora, como usted diga.

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