No tengo ganas

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No estoy para pretender que tengo ganas, cuando no.

No tengo ganas de simular que no quiero llorar hasta ahogarme en la lana de alguien.

No tengo ganas de arrastrar el peso de mis años con una maleta llena de piedras pesadas como la vida hasta el lago del suicidio.

No tengo ganas de mentirme a mi misma en el espejo y pronunciar dos palabras simples pero tan carente de verdad.

Estoy bien
No tengo ganas.

Y es que quiero echarme a sollozar en un silencio formado por aquellos que no escarban tus mentiras piadosas.

Y es que quiero llenar mi rostro de lagrimas sin que nadie me pregunte la razón. 

Y es que a veces queremos ser bebes. 

Pienso que es porque a ellos nunca se les pregunta por qué lloran a gritos, y jamás se les quita la justificación de llorar gritos.

Nunca le preguntas a un bebé por qué llora, solo lo consuelas en silencio.

No tengo ganas de que sea diferente, quiero poder morirme de tristeza por momentos efímeros sin que me pregunten el por qué, solo quiero que me abracen en un abrumador silencio.

Silencio que a mi me acoge.

No tengo ganas de mover mis pies al paso de un mapa que ya está trazado.

Tampoco seré diferente y diré que quiero trazar mi propio mapa, porque no es así.

Solo quiero plantarme en algún punto.

¿Por qué?

Porque no tengo ganas.

No quiero hablar, parece que puedo gritar por el silencio, pedirlo, robarlo.

Aún así no se callarán, no lo harán.

¿Quiénes?

¿Quiénes qué?

¿Quiénes no se callan?

Yo.

¿Tú?

Sí, nosotras, nosotros.

Las voces del pensamiento que aturden la cabeza, son una plagia, dañan lo bueno con risas sarcásticas mientras te hacen ñicos.

No tengo ganas de tener cabeza.

Quiero vagar por la absurdo, perderme en el monótono tren de los otros zombies que recorren las calles.

Quiero un tren sin rumbo.

Pero no tengo ganas.

Más, sin embargo, quiero dejarme caer de espaldas.

Volar sin alas, dar caída larga y entonces dejar de pensar.

Nadie parece comprender mi necesidad de dejarme consumir.

Consumirme hasta no ser nada.

Es raro porque mi tristeza se empieza a sentir acogedora, como si no quisiera nada más que aquello.

Cuando estoy feliz.

Efimeramente feliz.

Me siento extraña, porque hace mucho que la tristeza ya se había vuelto mi hogar.

Y no tengo ganas de abrir la puerta y dejar pasar otra cosa que no sea la ansiedad que abraza y abruma.

¿Cómo le explico a la gente que a veces me siento más yo siendo amargamente triste?

Me llamarían loca.

La loca de la tristezas.

Sin razón, dice mi madre.

Creo que también quisiera entenderlo, entenderme a mi, despedazar la metáfora de mi corazón para entonces realmente vagar por los tormentos de mi mente.

También quisiera justificar mi tristeza, cuando lo intento me sale, encuentro puntos que quebraron el vidrio de mis ojos para así hacer un llamado a lagrimas sinfín.

¿Pero qué sabe una adolescente deprimida de tristeza?

El adulto responderá nada, incluso el niño, tal vez otro adolescente también lo hará.

Tiene razón, usted es un libro, yo una página en el suelo mojado de un día lluvioso.

No tengo ganas de explicar la razón porque no la tengo, no puedo expresarla formulada en palabras.

Puedo sentirla no pensarla.

No tengo ganas de llorar, pero lo hago.

Quisiera saber fingir que todo me da igual.

Que el miedo y la incertidumbre se han vuelto indiferencia.

Pero no tengo ganas de mentirme, ni tan poco de mentirle a otro.

Así que porfavor, no pretendas que me soltaré de la rama en la montaña.

No pretendas que no sabes que lo he deseado.

En cambio pretende que al igual que mi vida pasajera, esta carta también lo será, esta carta tan afligida.

No tengo ganas.

Pues a nadie he obligado yo a escucharme llorar, a nadie he exigido ser entendida, solo he deseado estar.

No me escuches, déjame vivir mi tristeza, sé que siempre se va del mismo modo en el que llega.

Ella se irá y regresará, funciona así.

Porfavor.

Porfavor.

Porfavor.

No desnudes mi alma apenada porque no tengo ganas de explicártela.

—Rouse



LAS CARTAS DE AMOR QUE NUNCA SE ENVIARON Donde viven las historias. Descúbrelo ahora