019.

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Martin se concentró en poner hamburguesas sobre la parrilla de dos en dos. Revisó los pedidos que tenía pendiente: una Mc Royal sin salsas, un cuarto de libra, una CBO, una Mc Extreme Bacon... Suspiró, agobiado. Odiaba aquel trabajo, tener que lidiar con la exigencia de la rapidez y con personas hambrientas no era para nada agradable. Era viernes por la noche, pero, a diferencia de la gente de su edad que aprovecharía aquella noche para salir, él debía quedarse ahí pasando la noche trabajando hasta las ocho de la mañana del día siguiente. Tan solo eran las once, todavía le quedaba casi todo el turno completo, y Martin ya tenía los músculos agarrotados de estar moviéndose de un lado para otro por la cocina y de cargar con grandes palés llenos de comida.

–¡Martin!– gritó uno de sus compañeros de trabajo, Carlos.–¡Deja eso y ponte a atender a la gente! ¡Mira qué cola hay!

El chico se asomó desde la cocina y vio que había una fila enorme de gente que esperaba para pedir y para ser cobrados. Martin suspiró, cansado. ¿Por qué los clientes no usaban las pantallas para pedir la comida directamente? ¿Por qué no podían pagar todos con tarjeta? Se retiró el sudor de la frente y se ajustó la gorra sobre su cabeza. Salió de la cocina con una sonrisa fingida mientras se ponía delante del mostrador para atender a la gente con su habitual dulzura.

Tras estar más de quince minutos atendiendo, Martin solo quería ir al baño y echarse a llorar. La gente estaba hambrienta e impaciente, lo cual se traducía en personas enfadadas que le hablaban y exigían de mala gana. Incluso se llevaba alguna que otra bronca por parte de sus compañeros, que si estaba siendo demasiado lento, que si estaba ordenando los pedidos de forma errónea... Necesitaba a Ruslana allí, los turnos con ella se hacían mucho más amenos que cuando tenía que lidiar con el resto de sus compañeros malhumorados. Él también odiaba trabajar ahí, pero no por eso lo pagaba con alguien.

Cuando ya eran casi las doce de la noche, el volumen de clientes se rebajó notablemente. Ya habían pasado las horas críticas (las diez y las once), por lo que lo más común a esas horas era que viniesen clientes a cuenta gotas. Al ver que, por el momento, no había personas por atender, Martin fue a dirigirse a la cocina para ayudar a sus compañeros, no obstante, el sonido de la puerta al abrirse hizo que tuviese que darse la media vuelta y regresar a su posición de nuevo.

Juanjo se adentró en el establecimiento. Estaba guapísimo, con el pelo liso hacia abajo, la forma natural en la que se le quedaba el pelo después de ducharse, y con una mochila colgada a sus hombros. Martin nunca sintió tanta felicidad de ver a un cliente entrar. Cuando el maño divisó al vasco, esbozó una amplia sonrisa mientras caminaba hacia él. Martin notó como Juanjo le daba un repaso completo. Sus mejillas se pusieron como dos tomates y se maldijo por ir vestido con aquel estúpido uniforme que seguramente oliese a carne de hamburguesa.

–Hola, buenas noches. Quería hacer un pedido– dijo Juanjo cuando llegó al mostrador. Se inclinó un poco sobre la barra hacia Martin, como si estuviese leyendo los carteles que mostraban las diferentes hamburguesas. Sería descarado...

–Buenas noches. Dígame qué es lo que desea– le siguió el juego Martin con una sonrisa. Miró de forma disimulada hacia atrás, cerciorándose que ninguno de sus compañeros de trabajo les estuviese prestando atención.

–Mira, ponme un menú de la Mc Royal Deluxe con agua y patatas normales, por favor.

–¿Menú grande o mediano?– enarcó una ceja Martin mientras tecleaba en la pantalla.

Juanjo se relamió los labios y se aclaró la garganta.

–Grande, sí– su voz salió un poco más ronca de lo normal. Martin se mordió el labio para contener la risa.

–¿Desea algo más, señor? ¿Algún postre?

–¿Qué postres tenéis?

Martin comenzó a enumerar los numerosos helados con sus diferentes combinaciones.

Desafiando a las leyes de la físicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora