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Viajar en autobús es el único momento del día en el que puedo estar tranquilo. Siempre he preferido el lado de la ventana para observarlo todo. Hoy no hay tanto tráfico, así que puedo concentrarme en los edificios y en las aceras. Vengo del trabajo. Soy periodista, pero estos días han sido malos no sólo para mí, sino también para mis colegas. Está claro que siempre hay algo que contar. Lo contrario sería inimaginable; pero la ciudad ha estado taciturna. Ustedes entienden. Luego de varias semanas así, empiezo a asimilarlo. Por lo menos un poco. Estoy tan acostumbrado al caos que la tranquilidad me hace vibrar. No me permite reaccionar adecuadamente y tardo en descifrarla. Lo que pienso al mirar a toda la gente en sus rutinas es: «Debería ir a tomar un café. Eso me servirá». La pandemia nos aniquila, pero también hace volar nuestra imaginación. No soy fan de la ficción, al menos no tanto como de la realidad, pero ambas se comportan como dos amantes que deciden tener un encuentro para divertirse y desechar el estrés. Estrés... Esa palabra resuena mucho estos días. Los suicidios aburren. El asesinato ya no me sorprende. Busco novedad en una ciudad que ya se ha estancado. La ficción ulula en mis oídos. Por eso llevo dos meses intentando escribir un libro. A alguien se le ocurrió abrir un Starbucks a pocos kilómetros de donde vivo. La encargada de la barra ya se familiarizó conmigo. Pido lo de siempre y me siento a un lado del cristal. Tengo una obsesión por las ventanas, discúlpenme. Me he valido de una Mac para trabajar, aunque también la uso para mirar pornografía. ¡Bah!... La miro desde que Néstor se fue. No voy a hablar de él ahora. Abro el computador, lo enciendo, inicio Word y muero. Allí termina todo. Todavía no está el café cuando ya estoy arrepentido de haberlo pagado. No gano mucho, pero me alcanza para venir aquí habitualmente. Es la misma rutina: escribo, borro y repito. Si Taylor pudo componer un álbum en tres meses, ¿por qué yo no he podido librarme de la página 7 desde hace dos semanas? ¿No dicen que los pastores alemanes somos inteligentes? Tal vez son las orejas. Después de todo, eso me lo dijo un lagarto. Es probable que me haya mentido. Me dicen que mi café está listo. Me llamo Eduardo y mi nombre está escrito junto a un número de teléfono, una pequeña frase que dice «Llámame» y lo que parece ser un corazoncito. Giro la cabeza y la encargada de la barra me mira a los ojos. Yo no hago más que una media sonrisa, arrepintiéndome de no haber aclarado las cosas desde el principio. Retiro ligeramente mi cubrebocas y bebo al volverme a sentar. Es extraño cómo cambiaron de pronto las cosas y aun así no me ha servido de nada. Pura mierda. Seguí el consejo de J.H. Blackmore, el famoso detective: escribir mis memorias y convertirlas en una historia que todos quieran leer. Lo cierto es que lo más interesante que me ha sucedido ocupa solamente siete páginas. Las otras 400 todavía no pasan. Miro el vaso de mi café, específicamente el corazoncito asimétrico que Imelda se molestó en trazar con cariño, supongo. Quizás el caos me está dando un respiro. Me deprimí cuando encontré a Néstor siendo empotrado por ese toro negro. Lloré cuando Néstor me dijo que ya no le era suficiente. Morí cuando supe que Néstor se había ido a vivir con él. Ese corazoncito. Tal vez el caos tiene forma de corazón. Un corazón chueco que yo debo enderezar. Escribí algo en el vaso, le di un sorbo, guardé mi computador y mis apuntes, tomé mi cárdigan y salí de allí, no sin antes señalarle a Imelda que dejé el recipiente en la mesa. Al salir, la miré por encima del hombro, entusiasmada hasta que leyó mi confesión. Jamás iba a volver a esa cafetería. Qué vergüenza.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora