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Busqué el número de Eduardo entre los contactos de Néstor y lo llamé. No quería ahondar en detalles. Para tener su atención, le dije que tenía información muy importante para su campaña por la igualdad que estaba relacionada con Néstor, que era urgente que se la entregara cuanto antes. No había pasado una hora de haber hallado el cuerpo de Néstor cuando quedamos de vernos en Galerías a las 4.30 de la tarde. Recuerdo muy bien aquel día. Era sábado y la primavera estaba por terminar. Era algo pronto para salir al encuentro, así que colgué y me senté en la sala. Traía una playera blanca de tirantes y pantalón de mezclilla ajustado. Miré el reloj de pared: 3.46pm. Galerías no quedaba lejos de mi casa; pude haberme ido caminando y aun así haber llegado a tiempo. Me preocupaba la policía. Los llamé desde el celular de Néstor antes de ponerlo en modo avión y destruirlo con un martillo. Seguramente estarían en ese momento llegando a su apartamento, lamentándose por su muerte. No quería imaginarlo, pero era imposible, sobre todo porque los nervios estaban traicionándome. Por eso quería dejar el asunto en manos de alguien que pudiera enfrentar el desastre que se avecinaba. Era cuestión de tiempo. Eran las 4.21 cuando me senté en una de las mesas de en medio. Miré el reloj una vez más. Faltaba un minuto para la hora acordada. Alcé la vista. Me pareció ver un rostro conocido abriéndose paso a la distancia. Entonces hice un gesto con el brazo para indicarle mi posición. Su cara se turbo al instante. Nos vimos a los ojos. Intenté convencerlo sin decir nada, convencerlo de que algo malo había sucedido. Dudó, pero cedió ante mis rogativas. Ahora que la vacuna empezó a implementarse en todo México, los bullicios aumentaron, sobre todo en el comedor de Galerías. Aun así, no nos importó en el momento que nos sentamos y nos miramos frente a frente.

Podía sentir la rabia brotando. Un fuerte deseo por arrancarme la cabeza.

—Depende de ti que esta conversación no termine en una tragedia —fue todo lo que mencionó.

Intenté relajarme.

—Entiendo —metí la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué el celular de Néstor, el cual estaba manchado de sangre. Eduardo lo tomó y lo examinó. Estaba muy maltratado. Había manchas rojas en la superficie.

—Es el teléfono de...

—Néstor, sí —completé la frase—. Lo recuperé de la escena del crimen.

Eduardo se crispó.

—¿Q-qué?

—Lo asesinaron.

Fue entonces que Eduardo pudo sentir un dolor irreconocible.

—Para no hacerte el cuento largo: Nos separamos hace tiempo. No funcionó. Fui a visitarlo a su casa. Estuve tocando el timbre por un buen rato antes de darme cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Fui a su cuarto y lo encontré abrazado de la bandera del orgullo.

Desbloqueé mi teléfono y le enseñé las fotografías que tomé. En ese momento, rompió en lágrimas.

—Lamento tener que decirte esto, Eduardo. Pero prefiero hacerlo en lugar de montar un monólogo arrepintiéndome de lo que hice, del error que cometí al haberlos separado. No busco que me perdones. No necesito tu perdón —Eduardo prestaba atención a mis palabras—. Él nunca dejó de amarte. Me tomó unas cuantas semanas darme cuenta de ello. Además, estuvo siguiendo tu trabajo desde que hiciste público el suicidio de Esteban, después de haber leído tus motivos —saqué la libreta de Néstor de la parte trasera de mi pantalón y se la entregué—. Allí está la prueba. No la he leído, pero seguramente habla de ti y de todo lo que hiciste. Pasó tiempo. Me lo encontré ayer en la Plaza de Armas predicando tus estatutos, defendiendo nuestra causa. Unos matones quisieron golpearlo por ello y lo defendí. Los muy cobardes huyeron, pero estoy seguro de que lo siguieron hasta su casa y lo asesinaron. Llevaba tu libro.

Eduardo imaginaba todo lo que le estaba explicando.

—Te seré sincero: Tú cambiaste las cosas, para siempre. Esta ciudad merecía un cambio y tú lo conseguiste.

—Pero ¿a costa de qué? —habló de pronto— ¿No lo entiendes? Asesinaron a Néstor por mi culpa. Si no hubiera hecho esto, él seguiría con vida.

—Tal vez tengas razón, pero Néstor murió creyendo en lo que decías. Por eso sé también que no dejarás que su muerte sea en vano, como la de ese tal Esteban. No dejes que esto te derrumbe. En este momento, debes fortalecerte y seguir adelante, poner en evidencia el odio colectivo que todavía existe en nuestra contra.

—No sé si pueda. Esto es diferente...

—Será la prueba fehaciente de tus convicciones —me puse de pie—. Un sacrificio necesario.

Antes de marcharme, le dije:

—Te voy a pasar las fotografías por Telegram en unos minutos. Debes tomar una decisión ahora porque la policía está en este momento en el apartamento de Néstor. Es probable que ellos no le den la importancia que se merece, al menos no la que tú le darías.

Me dispuse a irme cuando recordé algo importante.

—¡Ah, por cierto! Quisiera saber algo.

—¿Qué cosa?

—¿Qué fue todo eso con el final de tu libro? Esa última parte en la que hablas del homicida. Pareciera que estuvieras hablándole a alguien directamente. No confabula con todo lo que pones en el libro. Aunque, bueno, es sólo una teoría que tengo...

—Si no lo entiendes a la primera, no tiene por qué seguir importándote.

Eso fue más que suficiente.

—Qué tengas suerte.

—¿A dónde vas?

Me detuve y lo miré por encima del hombro.

—Me voy a descansar —sonreí—. Mi trabajo aquí ha terminado.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora