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No estoy de humor para hablar sobre esto, pero tengo que hacerlo. Es mi deber. Si lo sabe Eduardo, que lo sepa el mundo. Esa es la nueva manera de comprender el horror que se vive en la ciudad del crimen. Sí, me refiero a tragedias como el asesinato de Néstor en su propio apartamento. ¿Por qué es mi deber hablarles de esto? Porque yo fui el que encontró su cuerpo tirado en un charco de sangre. Fue desagradable. Tres disparos en el torso a corta distancia, un corte rápido en la garganta, golpes brutales en el rostro y en la cabeza, arrumbado en una esquina con la bandera del orgullo entre las manos. Estaba claro lo que había sucedido, lo supe al sentarme y mirar toda la escena. Me sentí terrible. Pude haberlo evitado. Bueno, tal vez no evitarlo, pero sí advertirle que tuviera cuidado de los dos sujetos que quisieron golpearlo en la calle. Recordé cómo le gritaron: «¡Te vas a morir, maricón! ¡No tienes derecho a andar defendiendo tus pinches joterías en la calle!» ¿Cómo sé que le dijeron eso? Buena pregunta, y muy importante. Para responderla, debo rebobinar muchos meses. Estás de suerte, porque yo tengo muy buena memoria. Después de que Néstor y yo nos fuimos de lo de Eduardo, conduje hasta mi apartamento. Le pedí que no saliera del auto porque iba a hablar con Bárbara, mi novia en aquel entonces. Ni siquiera estaba nervioso. Abrí la puerta y la encontré en la cocina viendo televisión. La extrañó que no trajera puesta mi playera y que hubiera señales de forcejeo en mi pelaje.

—¿Jorge? —se acercó para revisarme— ¿Estás bien? ¿Qué te pasó?

Le dije que necesitaba hablar con ella inmediatamente. Nos sentamos en el sofá, la miré a los ojos y le dije que no era el hombre que ella pensaba. Frunció el ceño, queriendo saber a qué me estaba refiriendo exactamente. Entonces, luego de agarrar aire, lo confesé. Por alguna razón que todavía desconozco, su respuesta fue bajar la cabeza, como si comprendiera lo que estaba sucediendo. Bárbara tomó mi mano y me dijo:

—No te preocupes, Jorge, todo está bien. Fuiste valiente al decírmelo, y eso lo aprecio mucho.

—Siento que perdieras tu tiempo.

Cinco años juntados a la basura.

—Estoy muy molesta. Acabas de romperme el corazón de una manera que no puedo describirte —la escuchaba atentamente. Me impactó que no perdiera la calma—. Te pido, por favor, que no digas una sola palabra, no hables ahora o te arrancaré las bolas, ¿me escuchaste?

Nunca había tenido tanto miedo en mi vida, no como en aquel momento.

—Está bien.

—Tomaré mis cosas y me iré. Que te quede clara una cosa, Jorge: No quiero volver a saber de ti nunca más en mi vida. Me has humillado. En este momento no puedo hacer otra cosa más que sentirme terriblemente desechada. No sé por qué vienes así. No me interesa —imaginó cosas que le parecieron desagradables. Lo advertí en su expresión—. Por favor... déjame sola. Regresa en la tarde cuando ya no esté.

—Okay... Volveré luego.

Antes de marcharme, fui a mi cuarto por una camiseta de tirantes y me la puse. Bajé las escaleras y salí a la calle. Los vidrios del carro estaban polarizados, pero distinguía la mirada de Néstor. Al subirme, me quedé callado.

—Eso fue rápido, ¿todo bien? —me preguntó.

Asentí.

—Sí, sí, todo bien, mejor de lo que esperaba.

—¿Cómo lo tomó?

—Está... devastada. Seguramente está gritando de la rabia en este momento. Me pidió que me fuera y que regresara más tarde.

—Entiendo.

—¿Tienes hambre?

—Sí, pero necesito mi ropa.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora