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El reflejo de Axel representaba el deterioro absoluto al que una persona podría llegar. Los tirantes de arcoíris, la gorra blanca al revés, los pantalones cortos ajustados y las zapatillas merengue cubrían el desánimo de forma paupérrima. No eran suficientes para burlar las bolsas debajo de sus ojos ni las escleróticas inflamadas por la aflicción; tampoco el aspecto débil y quebradizo de su melena y la despigmentación de su pelaje marrón, todo acorde a la deformidad de sus músculos y la pronunciación errónea de su torso. Su atractivo había quedado oculto. No destruido, sino asfixiado por la negligencia emocional y sus efectos hostiles. Aun así, nada de esto iba a frustrar su asistencia a la marcha del orgullo. Así que salió de su apartamento y condujo hasta Cobián. Una vez allí, buscaría a Eduardo para decirle que estaba arrepentido de lo que había pasado y que quería enmendar sus errores.

Jamás imaginó lo que estaba por suceder.

Tuvo el tiempo suficiente para cambiar el rumbo de su vida y entender que las personas no deberían ser juzgadas, que no había razón para entrometerse con los demás y que era un error eludir a los que pensaban de manera distinta. Axel entendió que todos tenían derecho de vivir en libertad y plenitud. El respeto, la tolerancia y la solidaridad eran tres cualidades de carácter permanente e inamovible, pero difíciles de encontrar en su estado auténtico. Esteban pagó el precio por su falta de comprensión. Era cierto que su enamoramiento lo hizo cometer locuras para comprobar su teoría. La meditó por muchos días hasta finalmente hallarle sentido, aunque no estuviera de acuerdo con su planteamiento. Axel sostenía hasta el día de hoy que lo que hizo Esteban fue una exageración. Sin embargo, no era un motivo para desearle la muerte. Al menos un correctivo; pero cualquier cosa antes que la muerte.

Luego de haberse estacionado, Axel caminó hacia el desfile. Estaba sorprendido por las mujeres y los hombres que festejaban su sexualidad a máximo volumen. Las pancartas rotulaban los nombres de víctimas por crímenes de odio, entre ellos los de Esteban y Néstor; los nombres que fundaron una revolución, que voltearon al mundo hacia México, el país que todavía vivía dentro del clóset. Axel dio gracias por la vida de Eduardo al recordar su frase histórica. Restaban unas cuantas calles hasta la Plaza Mayor en el momento en que observó a Jorge unos metros más adelante. Viraba la mirada hacia todos lados como si buscara a alguien. No pasó mucho tiempo para que sus semblantes se encontraran. Fueron pocos segundos que parecieron nunca haberse terminado. Jorge trataba de localizar a Eduardo. Quería felicitarlo y advertirle que había locos por ahí hambrientos de su sangre.

La Plaza Mayor estaba llena. El Palacio Municipal fue invadido por hombres y mujeres de preferencias diferentes. No había disturbios, tampoco vandalismo. Había gozo, agradecimiento porque sus voces estaban siendo escuchadas gracias a Eduardo, quien subió al podio hasta quedar por encima de todos. Axel y Jorge estaban en la fila de enfrente. Eduardo usaba un traje gris con corbata negra. El público ovacionaba mientras los saludaba con la mano, contento de tenerlos allí en ese momento. Cuando terminó de recibir a la gente, se puso sus lentes y abrió la carpeta en la que guardó su discurso impreso, listo para declamarlo. Pero prefirió el silencio, el recato verbal. Detuvo el viento y sus sentidos se potenciaron. Quiso observar detalladamente a cada una de las personas que lo acompañaban esa mañana. Fue entonces que se enteró de la presencia de dos hombres que estaban hasta adelante. Sonrió. Lo alegraba verlos uno al lado del otro. Inmediatamente inspeccionó los documentos que traía entre sus manos, enderezó la espalda y, con el rostro sólido y solemne, habló hacia el concurso:

—Todo está dicho, querido público. No necesitamos que nos acepten, sino que nos respeten, que nos permitan tener la oportunidad de una vida plena y libre de prejuicios. Si para eso hace falta que demos la vida, que así sea. Les aseguro que no será en vano —hizo una pausa. Sus ojos brillaron antes de continuar—. Si para eso tengo que dar la mía, que así sea.

Hubo aplausos y gritos de júbilo por lo que había escrito. Por algún extraño motivo que jamás se pudo explicar, le pidió a sus guardaespaldas que lo dejaran ir con sus simpatizantes. Quería estrechar sus manos, oír sus felicitaciones; sentir una proximidad más íntima y decirles lo mucho que los amaba. No le importó que fuera peligroso. Tan sólo deseaba conocer el calor de su afecto. No iba a alejarse mucho. Axel y Jorge lo aprovecharían para exteriorizar lo que estaban pensando. Pero antes de lograrlo, el traje de Eduardo fue manchándose de rojo hasta caer al suelo y ahogarse en su propia sangre. Intentó tapar la hemorragia con sus manos a la vez que la multitud formaba un círculo a su alrededor, aterrados por lo que acababa de suceder.

Nadie vio nada, ni siquiera Axel, quien hizo lo posible por acercarse a su cuerpo y burlar a los guardaespaldas mientras gritaba: «¡Es mi amigo! ¡Díganme que está bien, por favor!» Jorge mantuvo la distancia. Le fue difícil ver cómo los ojos de Eduardo se quedaban blancos ante la llegada de su propia muerte.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora