33

0 0 0
                                    

No había un solo día en que no pensaran un insulto o chiste cruel para burlarse de nosotros. Era el pan diario en redes sociales y los medios de comunicación controlados por la derecha; un juego en que según ellos no podían perder. Para quienes se vanagloriaban por estos pleitos y decían tener vidas mucho más productivas, era irónico que gran parte de su tiempo lo dedicaran a flamear nuestro estilo de comportamiento. Pareciera que les estuvieran pagando por ello. ¿Podía justificarse la fama por el odio hacia un grupo minoritario? No se me ocurría ninguna otra forma de vivir más miserable que esa. Aunque estaba consciente de que no todos los conservadores eran como los xoloitzcuintles, también creía en la posibilidad de que estos bufones se sentían respaldados por algún tipo de pensamiento general que estaba presente en cada integrante de su sector político, empapado de un autoritarismo imponente por erradicar la escoria mundial, entre ella a los que preferían a los de su mismo sexo.

En una palabra: concibieron que sus acciones estaban siendo justificadas, ya que buscaban guardar la vida a costa de algunos cuantos.

No hay pensamiento más enfermizo que éste.

Era fácil para mí imaginar las conversaciones de esos xoloitzcuintles.

—Puto de mierda —diría el más alto de los dos apuntándole a mi fotografía en la pantalla de la televisión con una pistola. Llamémoslo Ulises—. «¡Pum!» Un tiro en la nuca y te mueres, cabrón, así de simple...

—Guarda ese ánimo para cuando le destroce la garganta con esto —hablaría el otro sujeto. Quise llamarlo Armando, su compañero, quien jugaba recostado sobre el sofá con un cuchillo de doce pulgadas—. Iremos a la marcha del orgullo y le haremos una visita.

—Espero que lo dejes peor que ese tal Néstor.

—Ni lo podrán reconocer, te lo aseguro.

Tan sólo eran dos sujetos zarrapastrosos con neurosis irreparables en busca de la degradación ajena. No sería una sorpresa encontrar sus computadoras y tener acceso a servidores y sitios web del bajo mundo. De entre todas las aberraciones que existen, prefirieron encauzar su intervención hacia el rumbo de la preferencia sexual. Ustedes ya saben cuál. Probablemente avisaron en esas páginas la maqueta de su plan maestro para eliminarme. Para verme sobre un charco de sangre, tendrían que recurrir a metodologías más concretas porque no era fácil dar con mi ubicación en tiempo real. Las amenazas de muerte hicieron que velara permanentemente por mi propio pellejo, aunque mi asistencia a la marcha del orgullo para la lectura de mi discurso me pusiera en peligro.

La inducción del miedo apaciguaba sus vicios. Su misión era imprimir ante el mundo que no estaban de acuerdo con la chorrada progresista. Cuando hablé con Jorge, aunque él no lo demostró con su comportamiento, me di cuenta de su intranquilidad. Estaba preocupado por mí, por mi seguridad. Y con justa razón, ya que él sabía que los xoloitzcuintles asesinaron a Néstor. La policía todavía no encontraba pistas de ellos. Estaba de más decir que yo no hablaría con nadie sobre Jorge. No quería que ningún detective fuera a su casa para interrogarlo. Me adjudiqué la misión de proteger su vida hasta donde pudiera.

Jorge era inteligente. Néstor lo supo. Eduardo también. Confiaba en él para decidir el momento indicado para aligerar la investigación y contarle a la policía lo que pasó en la Plaza de Armas. Ese momento todavía no había llegado, pero pronto lo haría. Estaba sentado en la sala mirando la televisión. La marcha comenzó a las siete de la mañana. Los noticiarios atendían el evento. Jorge frotaba sus manos. No dejaba de mover la pierna. Sólo pensaba en Eduardo. Temía que no volvieran a hablar jamás, así que se vistió, tomó las llaves de su auto y salió de la casa. Condujo y se estacionó cerca de donde iba la marcha. No tardó en adjuntarse junto a los trans y los que llevaban cuero en el cuerpo. A donde mirara, veía colores y buenas vibras; satisfacción y deseo sexual. Algunos iban con su mascarilla. Jorge no la comprendía bien, pero toleraba la diversidad. Seguramente Eduardo andaba por ahí, pero nunca lo encontró, no hasta que lo vio subir hasta el podio.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora