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Fueron dos proyectiles a quema ropa en el pecho. Sus pulmones se habían ahogado en su propia sangre. ¿Quién pudo haberle disparado? La nota que Axel publicó al día siguiente en El Siglo describía que probablemente usaron el ruido y los gritos a su favor para que su misión fuera un éxito. El asesinato de Eduardo García causó furor en todo el planeta. La noticia se expandió como el fuego. Atolondrado por el dolor de su pérdida, no desaprovechó el tiempo para encontrar casi todas las pistas hasta ese momento. No podía permitir que nadie más hablara de esto. El felino era el indicado para hacer justicia a su causa. Todavía no se habían secado sus lágrimas cuando llegó a las instalaciones y entró en la oficina del señor Jiménez para entregarle el manuscrito. Esa misma mañana, tras haber quedado asombrado por su talento literario, le ofreció un buen puesto de trabajo para que el litigio de Eduardo no fuera olvidado. Al día siguiente de su contratación, Televisión Mexicana lo contactó para que explicara en el noticiero matutino lo que había sucedido. Afanado por la entrevista, dijo que se sentía culpable y no iba a permitir que su legado se derrumbara. Al preguntarle el porqué, respondió que fue amigo de Esteban y que lo indujo al suicidio con sus insultos. Nunca fue capaz de entender cómo una discusión desencadenó tanto desastre. A raíz de su confesión, la gente comenzó a odiarlo. Aun así, prometió limpiar su imagen bajo cualquier costo. Las predicciones de Jorge se habían cumplido. Podría poner sus manos sobre el fuego y jurar que no vio ningún rastro de los xoloitzcuintles. Fue una sorpresa verlo caer hasta el suelo. En ningún instante escuchó las detonaciones. ¿Acaso usaron un silenciador? Pensarlo le revolvía el estómago. Se sintió como un imbécil. Sus miembros se congelaron por haber subestimado a los conservadores. Nunca debió centrarse únicamente en los xoloitzcuintles. Era necesario expandir las posibilidades. ¿Por qué no lo previnieron los guardaespaldas? ¿Por qué lo dejaron meterse entre la multitud? No podía ser posible que a Jorge, el hombre con el que Néstor le fue infiel, le importara más su bienestar que a los tipos que había contratado para protegerlo. Lo que hizo el toro horas después del asesinato de Eduardo fue entender la misión que le había sido encomendada en ese instante: ir a la comisaría y contarlo todo. Al salir del departamento de policía, se sintió vacío. No podía comprender la forma tan vil en la que todo había resultado. Subió a su auto y condujo hasta la Plaza de Armas. Al pagar la cuota de estacionamiento, caminó hasta la parte en la que encontró a Néstor predicando las enseñanzas de Eduardo. No había flores ni monumentos en su honor. Se detuvo. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón. Su playera de tirantes dejaba ver su musculatura. Inclinó la mirada hacia el frente y suspiró. Tuvo a bien recordar lo que había vivido a su lado, lo maravilloso que fue al principio hasta culminar en su absoluta destrucción. Al abrir los ojos, viró la mirada hacia la distancia y encontró a un sujeto que no dejaba de observarlo. Tenía esa mirada furtiva llena de lujuria y deseos abominables. En otro tiempo habría caído, pero esta vez prefirió ser sabio y soportar las ansias. No estaba de humor para volver a los vicios.

FIN

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora