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Me encontré con la madre de Néstor en la morgue. No paraba de llorar. Los médicos intentaron tranquilizarla en el momento que levantó la sábana para identificarlo. Gritos, lágrimas y zarpazos; un coraje que la hizo comportarse como una bestia indomable. «¡Malditos! ¡Pagarán en el infierno haber asesinado a mi hijo, cabrones!» Exclamaba a gran voz. La miré ingresar en el edificio desde su auto. Sostenía una copia de El Siglo en las manos. La primera plana enseñaba una de las fotos que Jorge me envió con el título: «¡Crimen de odio! Otro asesinato de un hombre homosexual en su apartamento».

Me aseguré de que nadie tocara la noticia que había escrito sobre el asesinato, ni siquiera Richy. Fui con el señor Jiménez directamente y le expliqué que Néstor y yo fuimos amantes hace tiempo. Sin esperar que reaccionara a mi favor, el señor Jiménez movilizó a todo el personal del periódico para que la noticia saliera directamente a la luz. No lo creí en un principio, no hasta que tuve la primera copia de la tirada en mis manos, la misma que llevé a la morgue el día que iban a identificar el cadáver de Néstor.

Las redes sociales volvieron a estallar. Los noticieros no demoraron en hablar sobre el susodicho y calar opiniones. Néstor Reynosa, con la etiqueta #JusticiaParaNéstor, estuvo varios días en tendencias con más de 3.5M de tuits, todos diferidos. La mayoría estaba del lado de Eduardo. A pesar de los crímenes que ocurrían en la Ciudad de México cada segundo, éste en particular generó empatía por las personas que prefieren su mismo sexo. Esteban había movilizado las masas, y el asesinato de Néstor adelantó los tiempos de la malevolencia.

Fue cuestión de tiempo para que la policía me interrogara. Me preguntaron cómo había obtenido fotografías de la escena del crimen. La prensa llegó después de haber cercado la habitación, cuando el cuerpo de Néstor ya estaba cubierto sobre la camilla. Era imposible que tomara fotografías del cadáver. Mantuve la compostura y respondí que una fuente anónima había llegado a la escena del crimen antes que ellos y avisó al 911 sobre lo sucedido después de haberme enviado esas fotografías. Su primera reacción fue decir que me lo había inventado y que yo maté a Néstor para después publicar la historia inmediatamente. Esa conjetura me puso iracundo y respondí que si fueran buenos en su trabajo no estarían interrogando a un periodista que lo único que ha hecho es alzar la voz por la igualdad y la tolerancia. Agregué que mientras no tuvieran pruebas que comprobaran sus suposiciones era libre de irme.

Así sucedió.

Me daba asco seguir pensando en la policía. Preferí enfocarme en la madre de Néstor, quien salió de la morgue hacia la parada del camión. Al ver que no iba acompañada, salí del carro y crucé la calle para alcanzarla. No quiso escucharme, así que me interpuse en su camino y le mostré mi identificación para que me reconociera. Luego de haber aclarado las cosas, fuimos a la Plaza Mayor para platicar un rato. Pilar, que era su nombre, me dijo que se estaba hospedando en el Centro y que sólo ella vino a identificar el cuerpo. Su hermano, a quien su padre dejó a cargo del rancho, no quiso acompañarla porque siempre detestó el estilo de vida de Néstor.

—Néstor dijo que usted fue la única que lo apoyó —comentó Eduardo después de haberse sentado junto a una mesa del Java Times Caffe. Parecía una mujer taciturna y humilde, de semblante compasivo y tierno, de estatura baja, muy distinta a la de Néstor, quien había heredado el tamaño de su padre.

—¿Conociste a mi hijo? —me preguntó confundida.

—Por supuesto. Quería hablar con usted sobre eso.

—¿Fueron amigos?

Me sentí culpable. Bajé la cabeza por un momento. Néstor y yo nos prometimos no hablar de lo nuestro con nadie. Nunca quisimos que el mundo se diera cuenta. Pero ya que estaba muerto, supuse que podía poner las cartas boca arriba antes de olvidarlo y enfocarme en otras cosas. Sonreí y le respondí:

«Fuimos más que amigos».

No se pasmó.

«Oh, ya veo...»

—Por lo mismo no dejaré que su muerte sea en vano. Quería decírselo personalmente.

—Creo que si tuviera que elegir a alguien para encargarse de eso serías tú —terminó de beber su café antes de proseguir—. Te felicito por todo lo que has logrado. Ahora que sé que mi hijo y tú se conocieron íntimamente, dudo que lo dejes pasar.

Su discurso se parecía al que mi madre me dijo ayer. Sus palabras tenían la misma calidez que las de ella. En ese momento entendí que había muchas maneras de demostrar cierto grado de apoyo a mi causa. El amor y el aprecio no eran las únicas. La tolerancia y el respeto podían suplantarlas perfectamente sin caer en ningún tipo de condescendencia.

¿Quién más tiene tal poder sino los padres?

—Pareces un buen muchacho, ¿Qué fue lo que pasó entre ustedes dos?

Atravesé un fuerte dilema en ese momento. No estaba seguro de decirle que me engañó con otro hombre. Antes de que pudiera tomar una decisión, y debido a que la duda se adueñó de todas y cada una de mis facciones, agregó:

—No tienes que responder si no quieres...

No me dejé doblegar por el pánico.

—Lo que puedo decirle es que ya no vale la pena hablar de eso.

—Está bien —sacó su cartera y dejó un billete de 50 pesos sobre la mesa antes de levantarse—. De cualquier forma, te deseo suerte en todo lo que te propongas.

—Espere, ¿a dónde va?

—Si no te molesta, quiero irme a mi casa.

—Permítame que la lleve —dije con la cartera afuera lista para pagar.

—No es necesario, tomaré un bus. El hotel no está lejos de aquí. Además, tengo que arreglar lo del funeral y el seguro. Quédate. Yo estaré bien. Gracias por todo.

Cuando salió por la puerta, volví a sentarme. Mis ojos brillaban. Por primera vez en años, remembré el cálido alivio que Néstor me hacía sentir al momento de abrazarme.

No quería que se detuviera.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora