3

5 0 0
                                    

Solía ser maniático con el aseo. Me encantaba mantener todo perfecto. Ahora no hay más que ruinas de aquel buen hombre que había sido: libros acumulados y hojas sucias, polvo y paredes embadurnadas. No recuerdo la última vez que había pasado la escoba. No me interesa averiguarlo. Los trastos yacen en el lavabo. Las moscas rondan carroñeras. Apesta a encerrado. Nada ha sido igual desde lo de Néstor. Recuerdo cuando nos repartíamos las tareas y jugábamos al hogar perfecto. Había ido a investigar una carambola en el Revolución y la Xochimilco cuando lo conocí. Néstor era maestro de computación de secundaria. Estaba a punto de cruzar la calle cuando ocurrió el accidente. Afortunadamente no le pasó nada. La escena era terrible: una colisión de siete automóviles y un autobús, culpa de este último que no respetó la luz roja. Tomé fotografías y escribí en mi cuaderno la hora, el lugar y las medidas de seguridad de las autoridades. Necesitaba testimonios. Miré a mi alrededor y entonces lo vi. Llevaba un maletín y una camisa azul claro. Un rottweiler promedio de morro marrón, más bajito que yo. Se acomodó los lentes antes de que nos viéramos directamente. Yo me preparaba para interrogarlo cuando hicimos conexión. Sí, tú entiendes. Fueron los segundos más largos de toda mi vida. Es que... simplemente sucede. No sabría describirlo exactamente.

Allí me di cuenta de que era de mis gustos. No nos habíamos dejado de ver cuando me acerqué para saludarlo. Al soltarle la mano, sentí una ligera caricia proveniente de sus dedos. Estas nimiedades avisan. Ya puse dos ejemplos: la mirada furtiva y el roce. Hay muchas más, pero podemos empezar por este par.

—Hola, me llamo Eduardo García. Soy periodista y trabajo para El Siglo. Quisiera que me respondiera unas preguntas. ¿Cuál es su nombre?

—Néstor Reynosa, un placer.

Su voz era profunda y sus ojos lo delataban. Estaba fascinado con mi presencia.

—¿Usted miró el accidente?

—Así es. Iba a cruzar la calle cuando el camión embistió el carro que está hasta atrás. Lo bueno que escuché el sonido del choque a tiempo para apartarme.

—Menos mal. ¿Cuál es su profesión?

—Maestro de secundaria, computación. Disculpe, quisiera quedarme más tiempo, pero voy tarde a mi clase. Intente con el conductor o con alguno de los pasajeros del autobús antes de que llegue Peritos porque no lo dejarán hacer su trabajo después.

——Entiendo, no hay problema. Con esto que me acaba de decir tengo suficiente para empezar. Muchas gracias.

Le extendí la mano y la apretó con más sutileza que la primera vez.

—Un placer, Néstor.

Sus ojos brillaban.

—El placer fue mío, Eduardo.

Yo también tenía lo mío: altura, hombros anchos, ligeramente vigoroso. Seguro que eso lo estaba volviendo loco, o tal vez le fascinan los pastores alemanes. Quería averiguarlo. Partimos hacia rumbos distintos. Néstor estaba por doblar en la esquina cuando se giró para volver a verme. Yo, que trataba de concentrarme en mis asuntos, hice lo mismo. Entonces nos miramos por segunda vez hasta que sonreímos. Deberías tomar nota porque ya son tres las señales. No tardé en alcanzarlo y preguntarle si podía invitarlo a caminar al bosque Venustiano. Él aceptó mi invitación. Le pedí su celular y le dije que lo recogería a las 5.00pm. Estás cosas sí pasan. No pierdas el tiempo.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora