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Han pasado semanas. Gracias a las órdenes del señor Jiménez, mi reportaje ocupó una parte considerable de la primera plana. Me emocioné tanto que fui de los primeros en comprar una copia. La nota era gigantesca, bien estructurada y con imágenes de la víctima. Esa sonrisa tan risueña, tan llena de esperanza... ¿Quién habría imaginado que detrás de esa felicidad se escondía un terrible deseo por acabar con la desdicha de ser diferente? Siento lástima por Esteban. Siempre la he sentido y nunca dejará de ser así. Quisiera saber si está feliz por lo que estoy haciendo, si esto hará que pueda descansar en paz. He estado trabajando toda la mañana en unos artículos sobre esta segunda ola de contagios en México, frustrado por la gente que es incapaz de acatar órdenes tan sencillas. Ojo, no hablo por los que trabajan, sino por los tontos. Pero también me pone contento que sean tan irresponsables, ya que me permiten escribir más reportajes. Gracias a estos imbéciles, cientos de periodistas lucramos nuestros bolsillos. Que no pare, por favor. No ahora. Mejor cuando todos hallan muerto. Más material y todos felices; los que murieron haciendo lo que más amaban y yo viviendo en un nuevo departamento. Sé que no van a creerme, pero de todos modos lo diré: En estos últimos meses, la respuesta ha sido masiva. No lo pueden imaginar. No paramos de recibir correos electrónicos, llamadas telefónicas, tuits, comentarios en Facebook, en Instagram; ha sido tan así, que nos volvimos tendencia en los noticiarios de la región, los cuales, en su mayoría, expusieron objetivamente el impacto que causó el suicidio de Esteban entre las personas.

Otros fueron más sensibles.

Los conductores de televisión hablaban, los cronistas opinaban; en las redes sociales compartían publicaciones en nuestra defensa, alegando que cómo era posible que esta sociedad incite a estas personas a cometer actos tan fieros como el suicidio, a los jóvenes, quienes sufren todos los días el desaire de sus profesores, de sus padres y de sus amigos. Hago como que trabajo, pero estoy revisando Twitter, mi sección de noticias de Facebook, las publicaciones de Instagram. Mi sonrisa no podía extenderse más allá de sus límites. Me sentía bien por haber expuesto la otra cara de la moneda, en todo caso en mi ciudad. El señor Jiménez estaba feliz, pero perdió los estribos cuando supo que se agotó todo el tiraje en menos de 3 horas. Navegando por ahí, encontré grupos de jóvenes que hacían un llamado a la población para cambiarlo todo y exigir nuestros derechos. Una insurgencia enfocada en la no discriminación y el cambio cultural para que la diversidad jamás volviera a ser marginada. En una palabra: Lo que se ha estado predicando en la última década, pero impetuosamente. Mi nombre aparecía en foros de internet, en las noticias locales; me llegaban mensajes directos a mis redes sociales para felicitarme por haber sido valiente y alzar la voz. La mayoría de las llamadas que recibimos en la oficina son de personas que habían sufrido discriminación y abusos por parte de la gente, rechazos a puestos de trabajo, ofensas, insultos, exilios; de jóvenes que vivían en la calle y estaban expuestos a los azares de la vida tan injustos. Lo malo de todo esto son las cartas de muerte que abordan mi correspondencia de vez en cuando, o sus ataques denigrándome hasta dejarme irreconocible. Trato de ignorar toda la mierda que ellos me tiran de manera acérrima; pero, a veces es difícil. Cuestionas si lo que hiciste estuvo bien, si pudiste haberlo evitado o si por lo menos estás yendo por buen camino, si todo ese odio es parte del proceso.

Yo sabía que esto iba a ocurrir. Creía estar preparado para enfrentarlo.

Me equivoqué.

Ellos lo llaman desastre, pero los demás lo llaman esperanza. Me he convertido en la esperanza de mucha gente, gente como yo que sufre, siente y llora todas las noches al despertar súbitamente de madrugada, espantados ante el terror de la incertidumbre. Ellos me alientan, pero a veces los demás hacen tanto ruido que me derrumban. Entonces me acuerdo de Néstor, quien, en mis momentos de mayor angustia, me abrazaba y me susurraba que todo estaría bien, que íbamos a sobrevivir, que íbamos a salir de esta.

Esta es otra de esas caídas en el pozo, pero esta vez no tengo ganas de salir.

No quiero salir.

Quiero recordar.

Quiero recordarlo.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora