26

1 0 0
                                    

Les diré algo que tienen que saber antes de seguir con todo esto: Néstor había estado siguiendo el trabajo de Eduardo por meses. Cada pista, cada noticia; llevaba un registro de todo en un cuaderno pequeño que recuperé junto con su teléfono antes de que llegara la policía. En la libreta había recortes de la prensa, artículos de internet, hipervínculos, fotografías; montones de cosas relacionadas con el suicidio de Esteban y la situación que la ciudad estaba enfrentando en aquel entonces. Ahora que la cosa se situó en ámbitos más fortalecidos gracias a sus allegados y a la opinión pública, el asesinato de Néstor será la gota que terminará derramando el vaso hacia el desastre inminente. Desastre para aquellos que niegan nuestro sentido de pertenencia. A veces miraba a Néstor sentado frente al televisor escribiendo todo lo que hablaban los panelistas sobre la insurgencia de Eduardo y su lucha por los derechos y la igualdad. Otras ocasiones estaba en la computadora imprimiendo artículos completos que se tomaba la molestia de leer para resaltar las ideas más relevantes, pegar recortes y anotar frasecitas en los márgenes. Siempre tuve curiosidad por leer lo que ponía allí, pero nunca me atreví a revisarla porque respetaba su privacidad más que cualquier otra cosa. Lo veía tan concentrado en descubrir los mensajes que Eduardo ocultaba a propósito en sus artículos que mis sospechas sobre si ya se había olvidado de mí acabaron por confirmarse cuando me dijo sin rodeos que se marchaba. Néstor era perspicaz. Estoy seguro de que se dio cuenta de lo que sentí en el instante que terminó de pronunciar esas palabras. Sí, ya sé que dije que ambos lo anticipábamos. Sin embargo, cuando llega el momento de enfrentarlo, parece que te toma por sorpresa. Es... terrible. Cuando el libro de Eduardo salió a la venta, las librerías colapsaron. Filas interminables en Galerías, Plaza Cuatro Caminos, Intermall; filas de casi un kilómetro para comprar un libro que habían esperado por meses, un libro que Eduardo calificó personalmente como «la cumbre de mis capacidades, el canto por mi absolución». Las críticas aparecieron a las pocas semanas: «Una crónica narrativa a la altura de Gabo, el maestro que nos presentó la idea de una literatura periodística y que marcó el punto creativo de todas las generaciones futuras». «Lo que parece estar ocultándose detrás de una historia que se susurra entre líneas, por entre los huecos de las os y de las as; una historia que no para de crecer ni de engendrar el terror por haber denigrado a quienes no merecen ser las víctimas. Una obra que nos perseguirá a donde sea que vayamos, incluso si es fuera de este mundo».

Yo mismo las leí en Goodreads y otras plataformas. La prensa enloqueció. YouTube estaba repleto de vídeos de personas que intentaban analizar su contenido; algunos analistas dijeron que el libro se definía a sí mismo, lo que significaba que todo lo pudieras buscar por fuera como referencia sería mera información que complementaría todas las desdichas bellamente narradas en su interior. Yo lo leí y me sentí miserable. «Esta historia es de mala suerte...» Leí en alguna parte, no recuerdo dónde. Después de tanto tiempo me encontré a Néstor en la Plaza de Armas. Vestía vaqueros y una playera azul marino, muy casual. Sostenía un cartel fosforescente mientras pregonaba a todos los que estaban allí en ese momento. Se veía exaltado, inspirado, convencido de sus estatutos, dispuesto a defender su fervor. Me acerqué un poco y miré el libro de Eduardo en el suelo. Estaba abierto. Seguramente de allí se inspiraba para sus monólogos. Lo que pasó en seguida hizo que corriera a su auxilio. Dos tipejos quisieron golpearlo. Usaban una indumentaria poco agradable, bastante descuidada y decolorada. Tomaron su cartel y lo rasgaron en pedacitos. Néstor tomó rápidamente su libro para protegerlo. En ese momento, me interpuse entre los tres.

—¡Oye, cálmate! —le grité a uno de ellos después de empujarlo con fuerza. Esta vez la pensaron dos veces. La gente nos miraba. Eran una pareja de xoloitzcuintles sin gracia. Hasta me dieron lástima.

—No te metas, pendejo —habló el de atrás—, hazte a un lado o te partiré la cara...

—¡Quiero que lo hagas, a ver! —los encaré y cedieron ante mi tamaño— ¡Váyanse de aquí! ¡Vámonos!

Se alejaron de nosotros.

—¡Te vas a morir, maricón! ¡No tienes derecho a andar defendiendo tus pinches joterías en la calle! —alzaron la voz antes de que los perdiéramos de vista.

Después del escándalo, me acerqué a Néstor.

—¿Estás bien?

Sorprendido de verme allí, respondió:

—Sí, estoy bien, gracias —se acomodó la camiseta y sacudió su pantalón—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Si te soy sincero, tenía ganas de visitar este lugar.

—Vaya suerte la mía, entonces.

—Cuídate de esos sujetos, Néstor. Es probable que regresen.

—No es la primera vez que alguien intenta callarme, Jorge. Gracias —recogía los pedazos de su cartel—. He venido varias veces y en la mayoría me he topado con gente así.

—¿Intentaron golpearte, acaso?

—No hasta ahora, pero supongo que, sin importar cuánto quiera evitarlo, nunca dejará de ser un riesgo. Si algo llega a pasarme, corre y díselo a Eduardo. Yo ya estoy pagando mi equivocación. Por eso estoy aquí.

Recuerdo haber tragado saliva en ese momento.

—¿Ahora eres su discípulo?

—Supongo que sí —me miró con ese temple que tanto lo caracterizó, tan lindo como siempre—. Estoy seguro de que no sería en vano, no con Eduardo como mentor de todos nosotros.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora