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No he hablado de mi familia en ningún momento. Recuerdo haberla mencionado el día que conocí a Néstor. Me contó cómo fue su experiencia al salir del clóset. De alguna manera traté de devolverle el favor al nombrar la mía propia. Sin embargo, nunca me he dedicado a desmigajar su componente más importante: mi madre Elena, la única mujer que me apoyó en todo esto, aunque me hayan expulsado de casa días más tarde.

Hice la promesa de que me comunicaría una vez al año con mi mamá para que supiera que estaba bien, y de paso platicar de lo que ha sido de mí en el ámbito profesional. Ella sabe perfectamente que me volví un ícono nacional para el colectivo. No hay un solo lugar en México donde mi nombre no sea mencionado. Estoy en boca de todos, incluida la de mi papá, quien juró repudiarme hasta que retomara el camino correcto.

Dado que mi familia reconoce este fenómeno, no es necesario que lo hable con mi mamá. Ella puede investigarme fácilmente en internet. No le tomaría mucho. Nuestras llamadas apenas duran entre cinco y diez minutos, lo suficiente para recitar un listado moderado de novedades esenciales. Ella me ama; pero no va a tolerar mi comportamiento aprendido. De esa forma opera el fundamento básico de su religión. Aun así, cuando le hablé por teléfono esta mañana le dije que quería verla en persona.

No me siento bien.

Tengo un mal presentimiento.

La fatiga se ha apoderado de mí. El desgano no me deja sonreír. El peso de mis ideas es ahora inconmensurable y no me basta el cuaderno y el lápiz para encañonarlas. No hay suficiente papel para hacerme justicia. No quiero desplomarme en el suelo. Quiero hacerlo en los brazos de la mujer que me trajo a este mundo. Una mujer como ella sería incapaz de verme como alguien débil. Por eso llamé para verla esta noche. Necesito escuchar su voz en persona para recordar lo que fue de mi energía en el pasado.

Elena vivía en Sol de Oriente, en el lado contrario de la Ciudad de México. Desde que mi hermano y yo nos volvimos independientes, mis padres se encargaron de remodelar su casa hasta convertirla en un edificio de dos pisos. Eso era lo que cualquiera pensaría si pasaba caminando frente a ella. Lo cierto es que tiene pasadizos nuevos y habitaciones ocultas; el potencial adecuado para valorarla en millones de pesos. Si ese número no basta para maquetar un inmueble que hace diez años era inimaginable, no sé qué más agregar a la descripción.

La marqué a su teléfono minutos antes de que llegara. Esperé en la esquina de la calle antes de que abriera la portezuela del copiloto e ingresara al vehículo. Se puso el cinturón y en seguida empezó a cuestionarme cómo le había hecho para comprar un coche de lujo. Yo le respondí que una gran parte provenía de una figura jurídico-económica que me beneficia mensualmente con regalías y sobresueldos.

—La gente respondió de muchas maneras —agregué mientras conducía—. No importa cómo lo hagan, yo siempre gano.

—¿Y los guardaespaldas vienen incluidos? —comentó al ver una camioneta blanca por el espejo retrovisor del pasajero— A mí no me parece que estés disfrutando nada de esto.

—Fue lindo al principio, pero últimamente se ha vuelto una pesadilla —confesé sin más—. Hace tiempo que dejé de estar tranquilo...

—Recurres a mí como paño de lágrimas, entonces.

—No es como lo veo yo. Pero está bien si tú sí. Lo que me importa es que estamos juntos después de tantos años.

Elena me observó unos segundos antes de retirar el rostro hacia la ventana.

—Bien por ti, supongo.

Aunque parezca irónico, eso es lo que más admiro de ella. Su tenacidad. Es una mujer a la que no le importa la opinión de nadie, ni siquiera la mía. Lo cierto es que no tenemos nada en común. Nuestra relación se ha reducido a su mínima expresión. Así que no me afecta tanto lo que diga sobre mí, ni siquiera mi padre, quien ha jurado odiarme poniendo a La Madre Naturaleza como testigo indudable. Aun con todo lo que pasó entre los dos, Néstor no usó mis debilidades en contra mía después que nos separamos. Después de todo, remedié mis errores. Gracias a eso, ya nadie puede juzgarme.

Ni siquiera mis padres.

Elena vestía pantalones azules y una blusa de color blanco. Tenía un ligero toque de maquillaje en los ojos. Mi familia nunca ha presumido indumentarias estrafalarias. Desde que era niño, se apegaron a un código simple. Aunque es cierto: la ropa es poderosa y conviene usarla sabiamente en cada ocasión. Normalmente visto de manera formal, pero esta vez me presenté con un atuendo ligero. Decidí llevarla a Casa Juárez, una cafetería respetaba por escritores noveles de la región debido a sus acogedoras instalaciones. No tardamos en encontrar una mesa bajo la luz de los focos. Después de haber sido atendidos, le pregunté sobre Néstor.

—Todo México lo sabe —respondió al cruzar los brazos, mirándome de soslayo—. El mundo entero tiene los ojos puestos en México por lo que has estado escribiendo. Hemos leído algunas cosas. Por lo mismo, no hemos dejado de orar por ti.

No sé cómo esperaba que reaccionaría al escuchar ese comentario, así que opté por ignorarlo completamente.

—Pensé que estarías orgullosa de mí.

—No lo estoy.

—¿Porque no me gustan las mujeres?

Al oír mi pregunta, hizo un mohín. Para ella seguía siendo un tema delicado e incómodo.

—Quién diría que tu credibilidad es puesta en duda por lo que haces en la intimidad...

—¿Te vas a quejar toda la noche? Porque pude haberme quedado en casa con tu padre para eso.

—Sólo quiero hablar contigo.

—¿Qué quieres que te diga exactamente? Lo dejamos todo aclarado cuando te echamos de la casa.

No he olvidado ese día. Nunca lo haré. Tampoco los golpes que mi padre me dio en la cara.

—Me siento solo, mamá —respondí mirándola a los ojos, devastado hasta los huesos—. Perdí a la única persona que he amado en mi vida, fui rechazado por mi familia y me persiguen personas malas todo el tiempo; personas de tu ideología que me desean la muerte y quieren acabar conmigo. ¿No crees que son motivos suficientes para estar intranquilo?

La afligió escucharme tan abatido. El desprecio por mi estilo de vida no se comparaba con su amor maternal. No sé si estaba en lo correcto, pero su rostro evidenciaba la cruel necesidad de mostrarme un vislumbre de compasión, si bien tenía que prescindir de sus escrúpulos por un instante.

—Me da gusto que luches por lo que crees —me dijo con suavidad—. De hecho, es... admirable.

Esa última frase marcó la diferencia.

—Gracias.

—Pero ten cuidado —añadió con palabras dolientes—. No quiero saber que te pasó algo como lo de ese tal Néstor.

Esa advertencia fue lo último que se dijo en toda la noche antes de que el mesero sirviera lo que habíamos ordenado.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora