18

1 0 0
                                    

Mi asertividad debió convencerlo. Al señor Jiménez le importa poco lo que soy. Se conforma con que le lleve notas exclusivas sobre el coronavirus para que no lo moleste. Pero parece que lo sacudí con mis declaraciones. Fue interesante que no me contradijera. Supongo que eso debe significar algo, pero no estoy seguro. Tengo luz verde para hacerme cargo del proyecto. Dijo que haría unas llamadas, que por mientras llevara mi escrito con Richy, el editor de la sección de opiniones, para que lo revisara. Su oficina está hecha un desastre; hay papeles, libros, carpetas, rotuladores secos, cajas de cigarrillos y un fuerte olor a cafeína. Para ser un mapache, puedo notar las pronunciadas bolsas que tiene debajo de los ojos. Los lentes no son suficientes para encubrirlas. Tiene 42 años, flacucho, nada atractivo, pero es un gran editor. Está en la computadora, como siempre. Transcribe las notas para corregirlas en el momento, aunque a veces prefiere subrayar y hacer observaciones en los márgenes. Editar es un proceso que puede abordarse de muchas maneras. No se trata de encontrar el método perfecto para ti.

Yo sé lo que te digo.

Ah, y no le caigo bien por obvias razones.

—Hola, ojerón —le hablo después de haber cerrado la puerta—. Te tengo algo justo aquí.

—¿Qué haces tú aquí? —me pregunta, carraspero—. Te equivocaste de sección. Los reportajes por coronavirus son en otra habitación.

—No lo hice —me siento delante de su escritorio y le entrego la carpeta—; esta vez traje algo para ti.

Richy abre el documento y nada más leer el título, se asquea.

—¿¡Pero qué rayos es esto!? —exclama iracundo— Ni creas que vamos a publicar esto, mucho menos que yo lo edite.

—Me tomé la libertad de editarlo por ti para ahorrarte el martirio de hacerlo —le aclaro y cruzo las piernas—. Lo único que tienes que hacer es modificar el título por este: «México, el país que todavía vive dentro del clóset». No te pido nada más. Se me acaba de ocurrir ahorita que estuve hablándolo con el señor Jiménez.

—¿Convenciste al señor Jiménez de publicar esta tontería? —avienta la carpeta hacia mi lado— No pidan que me involucre en esos temas. Sabes que no los tolero.

—Claro que lo sé, Richy —la deslizo hasta sus manos—. Si quieres no la leas. Sólo apruébala. La junta no tiene que saber nada de esto. Ya tenemos el consentimiento del señor Jiménez. Podemos brincarnos ese paso. Dijo que haría unas llamadas, me supongo que para acortar el proceso.

—Mientras más lejos esté de estos temas, mejor. No me pagan para defender causas perdidas...

Me lo quedo viendo, incapaz de comprender tanto desaire.

—Ahórrate tus palabras, Richy. Esto lo hago porque no quiero que la muerte de Esteban sea en vano. Lo hago por él. ¿Supiste lo que le pasó, cierto?

—Todos en El Siglo lo saben, niño.

—¿Y eso no te hizo vibrar? —cuestiono rápidamente.

—Sólo diré que estas cosas pasan. Mientras no me afecten, todo está bien.

No tiene caso continuar esta conversación, pero no me iré de allí sin echar mi meada.

—Gracias por tu tiempo —me levanto y ajusto mi cárdigan. Abro la puerta y me paro justo debajo del marco—. ¿Te digo algo? Tal vez tengas que editar más historias como esta en el futuro, después de que la mía sea publicada.

Pero se echa a reír.

—¿Tú crees que esto generará polémica? No hablas más que por unos marginados.

—Siguen siendo personas. Todas las personas son importantes.

—No cuando representan parásitos sociales. Ahora déjame solo. No quiero que sigas aquí.

—Ya me voy, pero tengo el presentimiento de que nos volveremos a ver muy pronto.

Al alejarme de allí, voy a mi oficina, me siento frente a la computadora y sigo trabajando en mi libro, satisfecho, consciente de que había hecho lo que estaba a mi alcance.

Ahora sólo tenía que esperar.

Esperar, esperar, esperar...

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora