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Es tarde, pero me detengo en la esquina de un OXXO para comprarle champurrado a una señora. Salgo del vehículo y me acerco mientras me pongo el cubrebocas.

—Buenas noches, ¿qué cuestan?

—A 10 el chico y a 15 el de medio litro —me responde destapando la olla.

—Me da uno chico, por favor.

Está oscuro, pero la gasolinera alumbra lo suficiente para que pueda revisar mi cartera y sacar un billete de 20 pesos. Estoy esperándola. La viejita se toma su tiempo para servírmelo. Miro mi alrededor para distraerme. El empleado del OXXO abre la caja registradora y le entrega el cambio a un señor de abrigo gris y pantalón negro de vestir. Al salir, mi atención enfoca a un muchacho que está sentado en el bordillo del estacionamiento para personas con discapacidad, una panterita delgada de playera ajustada y pantalones cortos. Cruzamos la vista unos segundos antes de que vuelva a concentrarme en la pobre ancianita. Al hacerlo, alcanzo a percibir por el rabillo que sigue mirándome. Entonces volvemos a hacer contacto, esta vez por más tiempo. El muchacho, tal vez de unos 16 o 17 años, me guiña el ojo y levanta el mentón sonriéndome. No entiendo bien lo que está pasando y arrugo el entrecejo. En ese momento, el chaval me tira un par de besos y se muerde el labio inferior, observándome de arriba abajo, excitándose. Ante la sorpresa, se me corta la respiración. Sin dudarlo un segundo, pago el atole y me subo al carro. Al encender el motor, tengo la necesidad de verlo otra vez a los ojos. La panterita se pone de pie y camina hacia lo sombrío. Es ahí donde me hace señas obscenas con sus manos. Antes de que doble en la esquina, me mira por encima del hombro y me sugiere que lo acompañe. Su actitud me confunde, pero no tengo intenciones de comprender lo que está ocurriendo, así que meto reversa y salgo disparado hacia mi casa. Voy negando con la cabeza. No puedo creer que un muchacho tan joven como ése haya intentado seducirme, a mí, un gorila obeso de brazos bofos. Todavía no entiendo por qué mi esposa se casó conmigo si ella es tan hermosa y encantadora. ¿Cómo pudo haberse fijado en alguien como yo? Lo único que sé es que ella ya estaba enamorada de mí antes de que me convirtiera en el director de «El Siglo» aquí en la Ciudad de México. Me detengo en la luz roja y espero. Yo era un completo idiota en aquel entonces. ¿Cómo demonios sucedió? ¿Es esto lo que los jóvenes llaman «verdadero amor»? Pff... Eso es una chorrada, un mal chiste. No crean en esas tonterías, por favor. Sin embargo, no me interesa pensar en eso ahora, sino en el muchachito ese. El mañocito. Aun así, habiendo hombres mucho más decentes, más... eh, de su edad, ¿por qué trató de convencerme a mí, un maduro de 59 años? ¿Por qué yo? Sé que también hay mujeres que están interesadas en los hombres de la tercera edad. Así pues, no sé por qué me extraña tanto. ¿No debería? Supongo que no, no con todo lo que está pasando. Mis mejores años pasaron. Ya no estoy para esas cosas. La luz verde. Voy por el Independencia, un bulevar atestado de lugares y negocios para disfrutar la noche. Había olvidado lo de la panterita, pero cuando pasé por El Cole, noté a muchos hombres esperando afuera. Yo sé que a mucha gente le vale madre la pandemia, pero me dio gusto verlos con tapabocas. Siempre paso a eso de las seis de la tarde, cuando termina mi turno. Normalmente no hay hombres en el pórtico a esa hora. Supongo que sólo los hay cuando ya es de noche, cuando nadie los puede ver. No me da vergüenza decir que son muy guapos. Desde que hablé con Eduardo, desde aquella mañana en la que me dijo que México es un país que todavía vive dentro del clóset, no he dejado de pensar en lo que tienen que soportar. Estuve investigando. Por eso sé que un hombre no siempre está interesado en las mujeres. Ahora lo sé. No quiero ni imaginarme lo terrible que tuvo que haber sido hace siglos. En esos tiempos, muchos hombres no confesaban sus preferencias sexuales para que no fueran avergonzados. Se casaban con mujeres por compromiso. Nadie quiere ser obligado. A veces me pregunto si a mi padre en verdad le gustaban las mujeres o no, o a mi abuelo. Ya nunca lo sabré. No quiero considerarlo, pero mis dos hijos varones no tienen por qué ser la excepción. Nadie tiene por qué ser la excepción en estos casos. Eduardo seguramente piensa que sólo me importa el dinero y que por eso lo apoyé en todo este embrollo. Confieso que así fue al principio; pero ahora, lamento mi comportamiento.

Rojo amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora