X

43 4 2
                                    


El tren había llegado finalmente a Italia. Al menos aquello, era mencionado por el altavoz.

Parecía ser de noche, podíamos comprobarlo por las luces. Las de la habitación estaban completamente apagadas. Nuestro único vestigio que nos permitía saber un horario claro para dormir y despertar.

Lachlan seguía durmiendo en su litera. Después de aquel beso, no habíamos dicho ni una sola palabra. Solo lo habíamos hecho, olvidando por completo aquel pequeño incidente en que nuestra vida corría un gran riesgo.

Sabía de antemano que debía esconder ese cuchillo, quitarlo de entre sus ropas. Sin embargo no era sencillo y mi suerte, no estaba completamente a mi favor.

Habían dado el segundo llamado. Debíamos alistarnos, ponernos la única ropa que nos daban para entrenar, lavar nuestros rostros y nuestros dientes. Muevo el brazo de Lachlan con sumo cuidado, haciendo que finalmente este despierte. Se me quedó viendo, pasando su mano sobre mi mejilla, tocando uno de los mechones sueltos de mi cabello pelirrojo para dejarlo detrás de las orejas.

Me estremecí. De inmediato tuve esa necesidad de que volviese a besarme, sin embargo, no teníamos las horas suficientes para el menos tener un momento de intimidad. La puerta había sido abierta y un guardia, ya nos estaba esperando con un semblante intimidante.

Lachlan saltó de la litera, adelantándose.

—Tu debes esperar. Hoy es solo para las mujeres y niñas —indicó aquel hombre, con suma seriedad.

Traté de arreglar mi cabello mientras asentía. Respiré profundamente saliendo de allí, mientras las demás chicas, las que aun quedaban, se ponen en fila. Las puertas principales del tren se abren para nosotras, cegándonos de inmediato por una luz que parece abrigar nuestros rostros. Después de un rato mis ojos logran acostumbrarse, viendo un gentío detrás de una bardas eléctricas. Cada uno, solo nos lanza rosas y otros pétalos. Caen peluches, llaveros y algunas pancartas. No me sentía cómoda con nada de eso, ni con los flashes y toda esa seguidilla de gritos.

Éramos un producto, para una sociedad que solo deseaba ver quien de nosotros caía primero. Uno de los guardias, aquel de piel oscura nos pide avanzar hacia donde se encuentra un gran carruaje guiado por cuatros cabellos negros. Las cinco que estamos allí paradas, nos dirigimos rápidamente. El guardia cierra la puerta, dándole unos golpes a aquellos caballos. No hay cochero, nada que nos dé una señal de hacia dónde nos dirigiamos.

La idea de que quizás hagan parecer eso como un accidente, rondaba mi mente provocándome nauseas. Intentaba de forzar aquella puerta, pero no se abría fácilmente. No había una sola ventanillas, solo almohadas de ceda color durazno que apenas podían hacer distinguir el suelo.

Aquella pequeña niña se abrazaba de Valdis, mientras la chica de ascendencia china sentada a mi izquierda sujeta mi brazo fuertemente. A la derecha, yace una chica de cabello corto, casi afeitado quien tan solo sujetaba un crucifijo puesto alrededor de su cuello. El carruaje solo daba una vuelta tras otra. Extrañamente, el ritmo de los caballos parecía aparentemente normal.

El moverme solo provocaba nauseas. La pequeña niña, no dejaba de gritar. Valdis cierra sus ojos, mientras trato de sujetarme. Se me contrae el estómago. El carruaje no se detiene. Parecía ser un largo trayecto.

Esperábamos a que se detuviera, mirándonos una a las otras, expectantes, con una sola interrogante sobre nuestras cabezas. La puerta se abre. Ya no hay ningún solo movimiento de aquellos caballos. Están quietos, tranquilos. Ni un solo relincho.

El Antiguo Arte de Matar a un Inocente y Otros EspectáculosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora