XXIV

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No podía evitar destrozar todos esos valiosos objetos que Isobel traía consigo en un tocador de colores crudos. Incluso, aquel espejo era destrozado en miles de pedazos.

No podía contenerme, no podía evitarlo.

Isobel se quedó a mi lado, resguardando que no me causase mayor daño. Protegiéndome.

Le pedía una y otra vez que me soltase, que me dejase ir. Pero solo me quedé allí, quejándome, intentando gritar.

Todavía era débil, todavía era presa del gran carnaval de los dieciséis.

—Roan, tienes que creerme. Cada palabra, es una verdad—susurró.

Me tomó un momento darme cuenta de que aún, estaba en esa pomposa habitación. Tragué saliva, viéndola directamente. Le di una bofetada, una que provocaba un suspiro entrecortado.

—Yo no soy hija de un—sacudí la cabeza—, de un asesino.

Si volvía a hablar del Gran Maestro, no sabía de qué era capaz.

Por un momento, se quedó viéndome, evaluando mi reacción. Pensando en la siguiente palabra, viendo si sería lo adecuado dejarme ir o intentar que guardase la calma.

Ella intentaba una vez más acercárseme, pero le evitaba. 

Me dirigí hacia la puerta, girando aquella perilla.

Estaba ahogándome en mi propia desesperación.

Los músculos de mi brazo no dejaban de temblar. No era capaz de moverme, pero aun así lo intentaba una y otra vez.

—El Gran Maestro te trajo a ti y Ethelia por una sola razón. No las dejara con vida. Son sus herederas. Los descendientes, son un peligro para el Carnaval, para él—comentó inesperadamente.

—Cállate —susurré.

—Sabes que es cierto. Lo hará contigo y luego,  me matara en cualquier momento—indicó seriamente—. Incluso ahora, estoy muriendo lentamente.

—Ya no sigas.

Cerré la puerta, dejando mis manos sobre la pared. Mi pecho se sentía sumamente pesado. Luchaba con el impulso de destrozar aquel tren bala con mis propias manos, quedándome allí. Poco a poco iba cayendo al suelo, abrazando mis piernas.

—El dolor es un arma poderosa—susurró alguien.

Levanté la cabeza, viéndole con suma cautela. Apreté mis labios, agitándome. Sabía que deseaba humillarme, era lo único que podía hacer allí agachado.

Se me quedó viendo, al menos esta vez no llevaba esa estúpida sonrisa sobre su rostro maquillado. Se atrevía incluso, a ofrecerme su mano. Decidí aceptarla, al menos por una sola noche.

No pensaba en discutir con él, con el gran y burlesco Arlequín. Me sentía cansada, con el corazón a punto de colapsar.

Mis heridas estaban cicatrizadas, pero esta iba a tardar más tiempo en sanar completamente.

—¿Quieres que te lleve a tu habitación? —susurró—¿Quieres que llame a Lachlan?

—Puedo ir sola—alegué.

El Antiguo Arte de Matar a un Inocente y Otros EspectáculosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora