XX

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Las historias de mi madre eran muchísimas. Solía hablar de su infancia, de cómo le gustaba ir de un lugar a otro, escabulléndose entre los prados, saltando de flor en flor. Decía que sus veranos eran completamente inolvidables, duraderos, que junto a su madre recolectaba cientos de fresas que luego juntaba todas para vender a los lugareños o a algunos turistas que llegaban de distintas partes del mundo.

Escuchaba sus relatos cada noche como dulces cuentos nocturnos, canciones para antes de dormir. Pero a pesar de todo, muy pocas veces hablaba del carnaval, del lugar que marcaría quizás su destino y el de toda la familia.

La historia del carnaval solo la oí una sola vez y luego quizás, dos veces más después de la muerte de ella. He de decir que Ethelia, yo o mi pequeño hermano llegásemos a visitar la gran carpa teatral, significaba un error, un desafío que ella no estaría dispuesta a soportar. Mi madre odiaba todo lo relacionado al gran espectáculo y lo había mencionado en el momento mismo de su muerte al aferrar la mano de mi hermana y luego, la mía.

Aun puedo verla sobre esa cama, con paños húmedos sobre su cabeza, diciendo miles de palabras que pensaba en ese entonces que quizás se trataban de la alta fiebre que la estaba consumiendo rápidamente. Y ahora sabía que no fueron palabras a la deriva, nunca lo habían sido.

Allí todavía sobre ese pequeño tocador, haciéndome la misma trenza que hacia al despertar, sólo pensaba en una cosa, en una sola palabra dicha por mi madre en ese entonces: «El Carnaval arruinó mi vida. Lo hizo y lo hará otra vez».

Todavía no era lo suficientemente consciente de que debía ir al gran comedor a desayunar y luego, ir en fila hacia el salón de entrenamientos. Solo me veía en ese espejo, mientras en cada pestañeo veía a mi madre y luego a Ethelia aun durmiendo sobre mi cama. Sabía que al menos estaba con vida. Me cercioraba cada cinco minutos que estaba respirando, que su corazón aun latía. Pero en vista de lo sucedido, su mano aun seguía fría.

Escucho entonces un ruido sobre la puerta, seguramente nuevamente uno de los guardias me arrastraría en contra de mi voluntad. Abro la puerta de inmediato, encontrándome con él.

—¿Qué es lo que quieres? —inquirí.

—¿No me saludarás? —acercó su rostro contra el mío, lo que hacía que solo me incomodase—. Al menos, deberías tener un poco de modales

—Contigo, eso es impensable.

—Imposible sí, impensable no lo creo.

Sonríe, cruzándose de brazos. Aquello no me atemorizaba, no lo lograría. Aparté mi mirada hacia él, dando un movimiento para que pudiese apartarse de mi camino.

—¿A dónde vas? —realizó los mismos movimientos que yo, como una especie de baile para él.

—Eso no te interesa—contesté desafiante.

—Pues me interesa. Todo lo que conlleve tu presencia en este lugar, me compete.

—Quítate de mi camino.

Seguía luciendo con una completa sonrisa sobre su rostro, a pesar de mi obvia advertencia. Me moví en un solo paso, uno que se suponía debía ser rápido y certero. No obstante su mano quedaba sujeta de inmediato sobre mi cuello, disfrutándolo. Se podía ver en aquellos ojos negros que para él, actuar de esa manera era todo un deleite, una parte vital de su show dentro y fuera del carnaval.

Doy unos pasos hacia atrás, aun con ello se niega a soltarme, arrinconándome hacia la pared. El solo choque provoca un estridente sonido, pero ni siquiera con ello Ethelia logra abrir sus ojos.

El Antiguo Arte de Matar a un Inocente y Otros EspectáculosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora