XXV

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Se nos había acomodado a todos en habitaciones cómodas, repletas de ropa,  joyas y zapatos. Un lujo completo en donde al entrar a mi correspondiente dormitorio, veía a Ethelia viéndose en un tocador de colores celestes, con un gran espejo en forma de corazón. Su cuello estaba repleto de collares de perlas rosadas. Se le veía fascinada, mientras me dirigía hacia aquella cama.

No le dije ni una sola palabra. Solo me dediqué a cerrar los ojos mientras ella no dejaba de tararear. La melodía era la misma una y otra vez, la que solía cantar mi madre cuando éramos pequeñas, la que nos pedía cantarle a Simon cuando este apenas era un bebé.

Apenas podía dormir. Ethelia se mantenía a mi lado, con sus manos aun repletas de joyas, aretes y pulseras. Parecían sumamente costosas, de las que solía robar a los exclusivos allá en Ámsterdam.

Me levanté de la cama. A pesar de que no lo tenía permitido, salí de la habitación llevando una vela sobre mis manos. Recorrí el primer pasillo esperando no extraviarme, al final de este se encontraba una escalera. Escalón tras escalón todo parecía extenderse en una serie de pasillos que llevaban hacia un lugar en específico, un invernadero expuesto con un tragaluz de cristal. Al poner un solo pie, el aire era sumamente frío, como si la nieve poco a poco estuviese dejándose caer sobre todas esas plantas y flores.

Las rosas eran de diferentes colores, todas hermosas y completamente delicadas. En el centro de aquel invernadero, se encontraban tulipanes, las flores preferidas de mi madre. Al verlas, la imagen de ella se venía inmediatamente a mi memoria, luciendo hermosa, con su cabello al viento mientras solía dejar sus flores favoritas en algunos jarrones de plástico puestos en la mesa de la cocina.

—A una sola persona en todo el mundo le gustaba esas flores—expuso una voz inesperada.

Me di la vuelta, viendo a Isobel sosteniendo una vela sobre sus manos enguantadas. Sus labios estaban pintados de rojo y aun llevaba el vestido que uso en aquella pequeña fiesta, el de color anaranjado y pronunciado escote sobre su pecho. Llevaba un antifaz diferente, cubriendo tan solo la mitad de su rostro.

—Jesabelle era talentosa y sumamente hermosa. Se enamoró del Gran Maestro y el de ella o eso, creíamos todos. Pero después del segundo hijo y luego de Simon, tu madre huyó del carnaval—explicó ella, mientras tocaba cada uno de esos tulipanes. En cuestión de minutos, se evaporaron uno tras otro.

—¿De qué estás hablando?

—Al Gran Maestro no se le engaña, jamás. Si tu madre no era suya, no sería para nadie. Y al saber que tenía hijos, supo que había un riesgo. Su gran creación ya no iba a ser suya, sino de sus herederos. 

No podía creerle, no lo deseaba.

—Aunque no lo creas, Ethelia, Simon y tú son sus hijos. Los descendientes son un riesgo y más, si ganan el Truco Final—comentó, tomando mis manos.

—¿Por qué me dices todo esto? Se supone que eres su mujer. La protegida de ese hombre—susurré. 

—Quiero que ganes y que una de las dos tenga la oportunidad de salir de aquí.

No sentía alivio, sino cientos de dudas.

Noté un chasquido, sobresaltadas nos giramos viendo a Arlequín. Isobel se sentía tranquila, mientras él tan solo se cruzaba de brazos. Ella sopló aquella vela, mientras se alejaba. No me apetecía seguirle. Sabía que al hacerlo, el Gran Maestro le haría daño. Probablemente, él había causado todas esas marcas sobre su rostro. Le veía capaz de ello.

El Antiguo Arte de Matar a un Inocente y Otros EspectáculosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora